Ignacio Sanz
¿Con qué ingredientes ha de contar una novela para convertirse en extraordinaria? Yo no lo sé y sospecho que no es fácil dar con la respuesta. No hay recetas ni fórmulas. Además de una trama interesante ha de contar con un estilo arrebatador. Por supuesto. Y estar escrita con el corazón. Pero, repito, no hay recetas. Soy alérgico a las novelas de muchas páginas. Y la que suscita este comentario tiene más de seiscientas. Para mí una barbaridad. La sonrisa robada relata episodios de la Segunda Guerra Mundial. Eso ya lo sabía porque el autor ha pasado tres años de encierro, sin hacer apenas vida social, absorto en la escritura de su novela, medio ausente de una tertulia literaria que luego, curiosamente, se cuela en sus páginas.
Lo cierto es que al día siguiente de comenzar su lectura, cuando la acabé sin hacer casi otra cosa, llamé al autor para decirle que tenía un sentimiento contradictorio, por un lado había cumplido un objetivo pero, al mismo tiempo, me sentía desalojado, huérfano de una historia amarga, devastadora, sí, pero hipnótica. Pocas veces había sentido, como lector, una sensación parecida.
Me pregunto si mi amistad con el autor puede haber condicionado la lectura. Es posible, pero imagino que no hasta ese extremo. Caen con frecuencia obras de amigos en mis manos y, a veces, no consigo pasar de las primeras páginas. Soy conocido por mis juicios descarnados. ¿Por qué me he merendado en dos días las más de seiscientas páginas de este libro? Quiero pensar que es la inercia que genera la propia lectura el que me ha ido arrastrando. Y qué curioso, ya al final, cuando me quedaban apenas cien páginas, tuve la extraña sensación de que estaba a punto de ser desalojado de un reino.
Detrás de La sonrisa robada se esconde un estilo poderoso y arrollador. Lo que cuenta, con pequeñas variantes, lo hemos visto cien, mil veces en documentales y en películas que recrean diferentes episodios de la Segunda Guerra Mundial, aunque casi siempre desde la óptica de las tropas aliadas. También hemos leído diarios, cuentos y novelas que nos han horrorizado por el cúmulo de atrocidades. ¿Qué late, entonces, en La sonrisa robada para que me empujara por ese terraplén al que me vi lanzado? Posiblemente lo que late es una verdad poética y una rabiosa modernidad que hace que el lector se vea arrastrado por una pendiente abajo.
José Fernández-Arroyo es un viejo poeta postista de origen manchego, amigo de Arrabal, que ha quedado en las márgenes de la historia de la Literatura. Desde la adolescencia fue reflejando su vida en un diario. Una parte de ese diario salió publicado con el título de Edelgard, diario de un sueño que recoge, entre otras cosas, cinco años de una intensa correspondencia con una muchacha alemana. Poco a poco, por correspondencia, se declaran su amor y la temperatura va subiendo de grados en la distancia. Estamos en los primeros años cincuenta, poco después de la guerra y sus devastaciones. Recuerdo que la lectura de aquel diario me tuvo despierto hasta las cuatro de la mañana. El colofón de aquel noviazgo apasionado lo puso un viaje en autostop desde Madrid hasta Flensburg.
Lo que hace ahora Abella, amigo de Fernández-Arroyo, aunque treinta años más joven, es seguir el rastro de aquella muchacha y el de su familia para descubrirnos los entresijos de aquella relación. Y ahí empieza la aventura, en el viaje, en los viaje reales que el propio Abella hace a Flensburg para el acarreo de datos con los que armar el rompecabezas. Por ello se trata de una novela documental, con escasos vuelos imaginarios. No son necesarios cuando la realidad nos estremece. Sus amables informantes le cuentan historias que hielan el corazón. Ahí radica la fuerza, en el viaje, en los viajes, y en las historias que va allegando y que se entretejen con la correspondencia de Fernández-Arroyo. De tal modo que, al final, es el propio novelista, el doctor Abella, médico rural y novelista, residente en Segovia, el protagonista involuntario de esta novela que conforme avanza, a la chita callando, alcanza carácter de alegato contra la guerra, que habla de la estupidez de los idealismos, de sus contradicciones, que pone en solfa tantas barbaridades cometidas precisamente en nombre de la pureza de los fanáticos. Por supuesto, fanáticos de uno y de otro lado. Abella no se queda a estas alturas, en una crítica a los nazis ni a la brutalidad gratuita de la tropas aliadas; ni siquiera hacia los propios judíos que aparecen poco después de la guerra, los escasos que han conseguido salvar el pellejo, aplicando el mandato divino del “ojo por ojo”. No, La sonrisa robada nos lleva más allá de las causas y de los posicionamientos convencionales. De ahí que su lectura resulte conmovedora.
Por supuesto que podemos encontrar antecedentes en su mecanismo constructivo. Soldados de Salamina o La velocidad de la luz, ambas de Javier Cercas, participan del mismo engranaje y de parecido estilo arrollador, ese estilo que empuja al lector por esta larga travesía como si acabara de hacer una placentera excursión de fin de semana, pero cuyo recuerdo va a perdurar en su memoria por mucho tiempo. Porque el horror que se describe no se olvida fácilmente. Y porque Fernández-Arroyo y Edelgard, así como los múltiples personajes que nos salen al paso, aparecen retratados con el magisterio de un escritor que avanza por un túnel, palpando en medio de la oscuridad mientras busca destellos de luz, un escritor conmovido por sus hallazgos que nos hace partícipes de su propia perplejidad.
Nota. Esta novela solo se puede adquirir a través de la página de la editorial que la envía por correo sin gastos añadidos.
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