Marta Sanz
Estos días he leído páginas y páginas sobre la poesía de Tranströmer, y me ha quedado la impresión de que cada lector en su ejercicio de la crítica “barre para casa”: reconocemos en la ambigüedad del texto —sobre todo en la ambigüedad que, tal vez estereotipadamente, define la palabra poética— nuestras propias claves de lectura. Nuestras polillas, los cajoncitos de nuestra memoria, la pereza, unas expectativas siempre limitadas, el olor familiar del ambientador de los armarios o del suavizante… Contra el lugar común sobre la dificultad de leer poesía, yo creo que la poesía es el género más fácil de leer: nadie necesita sacerdotes que le abran los portones del templo del poema que, en realidad, es como un piso de protección oficial, un espacio que el lector decora a su gusto con sillas plegables o veladores rococó. El poeta descubre nuevos territorios en sus búsquedas y su indagación lingüística; sin embargo, es muy difícil aprender como lector de un poema: como mucho, tenemos la posibilidad de hacernos conscientes de nuestros prejuicios. Quizá, ese esfuerzo de introspección, ese re-conocimiento, ya es más de lo que nos ofrecen otras posibilidades de lectura… Desde estas indecisiones y desde la constatación de estos prejuicios, leo Deshielo a mediodía.
Mientras leía las reflexiones que suscita en algunos de mis compañeros la poesía de Tranströmer no me identificaba casi con ninguna. Ni silencio, ni surrealismo, ni costumbrismo, ni el socorrido misterio, ni palabra revelada y fundacional, ni Orfeo que rescata a Eurídice de la entrañas de la tierra, ni coloquialismo, ni profunda sencillez... En Deshielo a mediodía el poeta es un turista que duerme en un hotel de Shangai, alguien que desde fuera y a la vez desde muy dentro habla de nuestras heridas más comunes. Dentro y fuera. Facilidad y dificultad. Porque esta selección, tan representativa y sutil, presenta una poesía de la simbiosis y la reciprocidad. En sus imágenes, en sus paisajes simbólicos, en su concepción romántica de la naturaleza como alfabeto, el ser humano se funde con la naturaleza y la naturaleza se hace antropomorfa. El sol es albino. Los buitres usan prismáticos, se convierten en hombres en el descubrimiento de las utilidades y, sobre todo, en el hallazgo del valor fundamental de la mirada. Lo sublime del romanticismo se domestica, el hombre es el hombre, lo inaprensible de su identidad sobre la línea del tiempo que, acompañado del ritmo de la música, del tic tac de los relojes que suenan dentro de los versos y sobre los pentagramas, es inexorable: el hombre es el hombre y también el rastro que deja en una naturaleza abstracta que se reinterpreta a través del concepto de paisaje. Existen otras simbiosis: muchos y uno, soledad y compañía. La vida y la muerte se unifican en la putrefacción y “la semilla golpea bajo la tierra.” Se amalgaman, asimismo, naturaleza y cultura porque Tranströmer maneja una acepción de lo cultural como lo no impostado, una acepción casi poundiana donde la cultura es lo que queda después de haber olvidado los nombres. La simbiosis es un solapamiento de planos y conceptos falsamente antagónicos que ayuda al poeta a ver y a entender de otra forma el mundo y la propia poesía.
Pero, como he dicho antes, ésta es también una poesía de la reciprocidad. Porque el catalizador, el elemento mediador, el prisma que consigue sintetizar las contradicciones y darle a la realidad una calidad líquida que se concreta en el imaginario metafórico (el geiser, el aljibe, la fuente...) es la mirada, el ojo del poeta que provoca el deshielo y liga las sustancias. El poeta, con sus ojos y su sensorialidad, inaugura la naturaleza; puede quizá modificar lo real y ahí se intuye un impulso ético, un proceso de humanización, que se irá radicalizando en la obra de Tranströmer. Existe una comprensión, un conocimiento, una escatología en un doble sentido entre el objeto y el sujeto del poema, entre lo mirado y el que mira: la voz poemática no sólo se desliza por la superficie del bosque; la voz está encastrada en el bosque y se ensucia con las hojas húmedas. La reciprocidad de esta poesía tiene que ver con su vocación creciente de ser cada vez más inteligible, de comprometer a los lectores; tiene que ver con su sustitución progresiva de la abstracción, del misterio de una naturaleza que no se puede abarcar, por otros escenarios más próximos, domeñados, urbanos, así sucede en “Zona de arrabal”, “Tráfico” y “La galería”. En el poema “En el delta del Nilo” se hace una declaración éticamente admirable que vuelve a subrayar la importancia de la mirada: “hay uno que es bueno, hay uno que puede verlo todo sin odiar.” La poesía casi se despoja de simbolismo y comienza a hablar de conceptos absolutos, de la indignación, de la resignación, de los escépticos, del dinero que cruje… Y se va cerrando la brecha, la escisión, el estigma de la incomprensión y la incomunicación. Se vuelve a la idea, tan terrible como consoladora, de que tal vez compartimos las mismas heridas. Poetas y lectores. Seres humanos de distintas partes del mundo.
En el poema “Códex”, Tranströmer homenajea a los personajes que aparecen en las notas a pie de página. Quizá lo hace porque se identifica con ellos. Hoy Tranströmer ha dejado de ser una nota al pie. Ya no puede ser un hombre de silencio que traspasa la frontera sin que nadie lo perciba. Ya es imposible.
Pero, como he dicho antes, ésta es también una poesía de la reciprocidad. Porque el catalizador, el elemento mediador, el prisma que consigue sintetizar las contradicciones y darle a la realidad una calidad líquida que se concreta en el imaginario metafórico (el geiser, el aljibe, la fuente...) es la mirada, el ojo del poeta que provoca el deshielo y liga las sustancias. El poeta, con sus ojos y su sensorialidad, inaugura la naturaleza; puede quizá modificar lo real y ahí se intuye un impulso ético, un proceso de humanización, que se irá radicalizando en la obra de Tranströmer. Existe una comprensión, un conocimiento, una escatología en un doble sentido entre el objeto y el sujeto del poema, entre lo mirado y el que mira: la voz poemática no sólo se desliza por la superficie del bosque; la voz está encastrada en el bosque y se ensucia con las hojas húmedas. La reciprocidad de esta poesía tiene que ver con su vocación creciente de ser cada vez más inteligible, de comprometer a los lectores; tiene que ver con su sustitución progresiva de la abstracción, del misterio de una naturaleza que no se puede abarcar, por otros escenarios más próximos, domeñados, urbanos, así sucede en “Zona de arrabal”, “Tráfico” y “La galería”. En el poema “En el delta del Nilo” se hace una declaración éticamente admirable que vuelve a subrayar la importancia de la mirada: “hay uno que es bueno, hay uno que puede verlo todo sin odiar.” La poesía casi se despoja de simbolismo y comienza a hablar de conceptos absolutos, de la indignación, de la resignación, de los escépticos, del dinero que cruje… Y se va cerrando la brecha, la escisión, el estigma de la incomprensión y la incomunicación. Se vuelve a la idea, tan terrible como consoladora, de que tal vez compartimos las mismas heridas. Poetas y lectores. Seres humanos de distintas partes del mundo.
En el poema “Códex”, Tranströmer homenajea a los personajes que aparecen en las notas a pie de página. Quizá lo hace porque se identifica con ellos. Hoy Tranströmer ha dejado de ser una nota al pie. Ya no puede ser un hombre de silencio que traspasa la frontera sin que nadie lo perciba. Ya es imposible.
1 comentario:
Me encanta Tomas Tranströmer y toda su poesía. El cielo a medio hacer es mi favorito.
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