Recaredo Veredas
Durante los felices setenta Hawkes fue uno de los grandes de la literatura norteamericana más vanguardista, emplazado en la misma categoría que el hoy celebérrimo Pynchon. Sin embargo cuando Alfaguara —su editorial en España— cambió hacia rumbos más comerciales, desapareció de la cartografía literaria hispana. Que una pequeña editorial vasca haya decidido recuperar una de sus extrañas novelas es una noticia no solo buena, sino necesaria en este tiempo de rescates insulsos y victorianos.
Sin duda, Hawkes no es un escritor fácil. No en vano afirmaba que los verdaderos enemigos de la novela son, nada menos, la trama, los personajes, el escenario y el tema. Resumiendo, detestaba todo lo que concede sentido a una narración. Afortunadamente poseía otros dones porque, sin duda, las palabras de Hawkes serían ilegibles si, primero, no poseyera un excelso dominio del lenguaje que emplaza a sus palabras en los límites de la poesía más oscura. Así ocurre, por ejemplo, en el viaje del barco de las mujeres cuya belleza roza lo onírico aunque no quiebre la férrea —sí, férrea, pese a que no esté al servicio de la historia— verosimilitud de la trama. El segundo don es su capacidad para encontrar materia narrativa con auténtica trascendencia donde los demás no observan, no observamos, nada. En las novelas de Hawkes se nos hurta lo que contemplamos y se nos regala una mirad adicional sobre la vida. Es decir, contemplamos la existencia bajo una lente no deformante sino transformadora. Parece capaz de intuir —como también hace Pynchon, de forma muy distinta, más juguetona— los planos de un mundo muy distinto al que habitamos. La lectura de la pata del escarabajo demuestra la escasa importancia de conocerlo absolutamente todo. El lector que se acerque con pretensiones de totalidad a la obra de Hawkes —como a la narrativa de Benet o Faulkner— puede terminar desquiciado e ignorando lo verdaderamente importante: la ya mencionada transformación en la mirada.
Sin duda Hawkes ha sido y sigue siendo un autor influyente. En la prosa de autores como Nick Cave o el mismísimo Ballard, en las películas de David Lynch o David Cronemberg se percibe el rastro de su mirada, capaz de contemplar, en un mismo párrafo, las antenas de un insecto y los inmensos horizontes de América. Una América distinta porque el lejano oeste de Hawkes no es el de John Ford (por otra parte, maravilloso). Es una tierra sucia, crepuscular, habitada por personajes desolados, carente de otra épica que la, nada despreciable, de seres humanos dominados por el vicio y la fealdad —interior y exterior— que deben enfrentarse, en una lucha sin cuartel, contra una naturaleza invencible y agotadora.
Hawkes en esta obra se aproxima con contundencia al gótico sureño, que aquí alcanza un extraño esplendor, paralelo en el tiempo al del monarca Faulkner. Los Lampson se comportan aquí como Snopes proletarios, desprovistos de su honra aristocrática. También recuerda, sobre todo en el personaje de Cap Leech, a la maldad salvaje, bíblica, del Meridiano de sangre de Cormac McCarthy. Tal vez el paisaje salvaje del sur conduzca, de manera irremediable, a la épica y la turbiedad. Un gótico que deja espacio a lo que pronto vendrá —fue publicada en 1951—. Porque el yip, yip, yip final y la cabalgata de esos motoristas salvajes que se hacen llamar los diablos rojos, preconiza el advenimiento de los ácidos y la primavera californiana.
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