Julián Díez
El punto de partida ha sido ya extensamente expuesto: Beigbeder, escritor de éxito, maldito de manual en la mejor tradición francesa, que comparte impacto mediático y aura de incorregible con su aquí prologuista Michel Houllebecq, fue detenido una noche por consumir cocaína en el capó de un coche, delante de un local parisino. A partir de ahí, permaneció dos días internado hasta que se decidió su sanción. En ese breve periodo encerrado, vivió una suerte de catarsis que es relatada en esta novela; claustrofóbico, se vuelca en sí mismo y dirige la mirada hacia su infancia, que en las primeras páginas nos asegura no recordar, para ofrecernos después 200 páginas de detalles minúsculos, íntimos, verosímiles y tiernos.
La cuestión clave de esta novela es cómo la magia de un buen literato es capaz de crear una obra memorable a partir de materiales que a mí, y creo que a bastantes otros lectores, nos resultan antipáticos. Beigbeder no duda en retratarse una y otra vez como un pobre niño rico, un pijo muy desdichado por haber tenido que soportar tantas facilidades, un preso de apenas dos días de vivencia que pretende presentar su tropezón como una epopeya digna de un Jean Valjean o un Edmond Dantès. Obviamente reflejado en sus protagonistas de obras previas —especialmente recomendable es la destructiva y eficaz 13,99 euros—, Beigbeder es un personaje ególatra, quejumbroso, siempre con una celebridad conocida en la boca para ponerse a la altura, ocasionalmente misógino, cultureta antes que ilustrado... Sin embargo, consigue, como en tantas ocasiones lo ha hecho la buena literatura con personajes poco amables, convertir a su falible yo, con todos sus defectos y sombras, en un reflejo de la sociedad en su conjunto con el que resulta inevitable empatizar.
El primer mecanismo al que apela para ello es el de esa infancia supuestamente olvidada. Hay en cualquier relato de la niñez ecos comunes que resuenan en cualquiera: la indefensión, la ilusión, la búsqueda de conocimientos y recursos para afrontar la vida futura. Sobre todo, por las sensaciones que producen los instantes más íntimos y sentidos, como los de Beigbeder recibiendo de su abuelo la enseñanza de las cabrillas, las piedras planas que pueden saltar sobre el agua con un buen lanzamiento. Quien más y quien menos, cuenta con el tesoro de un lugar mágico como el Guéthary sobre el que Beigbeder construye sus recuerdos. Aunque todo lo demás pueda resultar impostado o hiperbólico, el sentimiento de pérdida y de añoranza es común.
También lo es para cuantos compartimos generación con él la sensación de infancia arrebatada, que se busca recuperar con placeres triviales y una actitud peterpanesca. La irresponsabilidad de ese paso se vuelve contra Beigbeder bruscamente cuando encara la realidad de los calabozos del Dépôt, como se podría volver en contra de cualquiera de nosotros al toparnos repentinamente con realidades suburbiales o tercermundistas que preferimos ignorar para mantenernos cuerdos en nuestro confortable día a día.
De lo particular, Biegbeder busca llegar a lo genérico desde ese título en el que implica a todo su país en su travesía; lo remacha luego con una de las numerosas frases contundentes que jalonan su reflexión: «(Esta novela) es la historia de un país que consiguió perder dos guerras haciendo creer que las había ganado, para a continuación perder su imperio colonial haciendo ver que esto no mermaba un ápice su importancia». Como Francia, Beigbeder gana en la derrota para terminar volviendo a Guéthary con su hija, en una redención sutil pero inequívoca, y se somete al reto de enseñar a lanzar piedras a la niña en un momento que le roba a los entretenimientos electrónicos. Sale vencedor, como lo hace de este libro en el que consigue, como manifiesta en un momento dado, usar la escritura como un medio para retener el tiempo, al igual que todos usamos la lectura como medio para desaparecerlo.
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