Fernando Sánchez Calvo
En un poema cuyo título es Mundo chico una voz se pregunta: «¿Pero cómo puede ser compatible / esta pena de vivir con este miedo a morir?». En el mismo poema la misma voz se contesta: «El día entero dibujábamos / las pequeñas historias / sin metafísica, con vida propia; / ignorábamos esa / filosofía a escala reducida».
El Premio de Poesía Javier Egea 2010, Antonio Mochón, sabe que ambos miedos o penas son compatibles si no piensas demasiado en ello y si uno no se empeña en dar explicaciones difíciles a las cosas que son muy fáciles o que simplemente son porque tienen que ser.
En un poema cuyo título es Over the town, un amante lamenta delante de su cuerpo o alma gemela que «las sábanas, a medio destaparnos, / nos transparentan al anochecer». Más adelante, otro par de versos rondan la misma idea: «Nadie confirma que la historia / aún tenga cosas que contarte». Y más adelante otro par de versos se empeñan en desvelar, una vez más, la cara más previsible del mundo: «Pienso en que hemos dejado de querernos. / Pero la forma de esta mañana / sigue siendo la misma».
El Premio de Poesía Javier Egea 2010, Antonio Mochón, sabe que detrás del miedo, de la inquietud, de los amores gastados y, en definitiva, detrás de cualquier trascendencia, siempre tendremos un triste seguro de vida: el mundo seguirá igual, espeluznantemente neutro, ni bueno-ni malo-sino todo lo contrario, si no hay unos ojos obcecados en posar su visión personal sobre él.
De vez en cuando y sin embargo, podemos leer cosas como ésta: «Si alguien quisiera compartir / su vida con la mía, /…Tendría que aceptar algunas cosas».
El Premio de Poesía Javier Egea 2010, Antonio Mochón, sabe que a pesar de los pesares, uno debe tener su orgullo y rebelarse, autoafirmarse, contra alguien concreto (posiblemente aquél, aquélla o aquello a quien quieras) que ha de venir justo a enseñarte, por fin, que de poco vale enfrentarse a, indignarse contra, más que nada porque la indignación de cada uno también es su propia derrota.
En un poema donde se rinde tributo al paisajista Hiroshige el verso inicial reza: «Un cielo del color de la tierra / es todo lo que pido».
El Premio de Poesía Javier Egea 2010, Antonio Mochón, sabe también, sin embargo, que una vez aceptado que el mundo y la vida son irremediablemente concretos y que son éstos que vemos, no merecerá la pena buscar algo muy distinto cuando muramos o nos vayamos pues, al fin y al cabo, los sueños que no se cumplirán allí los hemos fabricado aquí.
Por ello, y a modo de aviso, también podemos leer esto: «No dejéis que los discursos sobre vuestras catástrofes / os acaben destruyendo».
Antonio Mochón sabe que no hay nada peor que la autocomplacencia, el victimismo, la gratuita misericordia con la que destruimos nuestro propio camino y evolución. Nuestra vida es una catástrofe que al llorarla a voz en grito se convierte en ruina. Pregonando nuestra mediocridad nos haremos más mediocres si cabe. Querer ser conscientes de que estamos de paso, de que nada vale para nada, es siempre un error que puede acercarnos a la figura de un Pájaro deforme (otro poema), donde el poeta lo único que quiere y pide es que los demás «asistan sin más al espectáculo de un corazón abierto»: su corazón abierto. ¿Para qué pensar trascendencias y banalidades que otros ya pensaron sin éxito cuando todos podemos contemplar, sin más, con benévola indeferencia, el triste pero concreto devenir del otro, la carretera blanca que sin ganas pero sin pausa habremos de colorear?
El Premio de Poesía Javier Egea 2010, Antonio Mochón, sabe que ambos miedos o penas son compatibles si no piensas demasiado en ello y si uno no se empeña en dar explicaciones difíciles a las cosas que son muy fáciles o que simplemente son porque tienen que ser.
En un poema cuyo título es Over the town, un amante lamenta delante de su cuerpo o alma gemela que «las sábanas, a medio destaparnos, / nos transparentan al anochecer». Más adelante, otro par de versos rondan la misma idea: «Nadie confirma que la historia / aún tenga cosas que contarte». Y más adelante otro par de versos se empeñan en desvelar, una vez más, la cara más previsible del mundo: «Pienso en que hemos dejado de querernos. / Pero la forma de esta mañana / sigue siendo la misma».
El Premio de Poesía Javier Egea 2010, Antonio Mochón, sabe que detrás del miedo, de la inquietud, de los amores gastados y, en definitiva, detrás de cualquier trascendencia, siempre tendremos un triste seguro de vida: el mundo seguirá igual, espeluznantemente neutro, ni bueno-ni malo-sino todo lo contrario, si no hay unos ojos obcecados en posar su visión personal sobre él.
De vez en cuando y sin embargo, podemos leer cosas como ésta: «Si alguien quisiera compartir / su vida con la mía, /…Tendría que aceptar algunas cosas».
El Premio de Poesía Javier Egea 2010, Antonio Mochón, sabe que a pesar de los pesares, uno debe tener su orgullo y rebelarse, autoafirmarse, contra alguien concreto (posiblemente aquél, aquélla o aquello a quien quieras) que ha de venir justo a enseñarte, por fin, que de poco vale enfrentarse a, indignarse contra, más que nada porque la indignación de cada uno también es su propia derrota.
En un poema donde se rinde tributo al paisajista Hiroshige el verso inicial reza: «Un cielo del color de la tierra / es todo lo que pido».
El Premio de Poesía Javier Egea 2010, Antonio Mochón, sabe también, sin embargo, que una vez aceptado que el mundo y la vida son irremediablemente concretos y que son éstos que vemos, no merecerá la pena buscar algo muy distinto cuando muramos o nos vayamos pues, al fin y al cabo, los sueños que no se cumplirán allí los hemos fabricado aquí.
Por ello, y a modo de aviso, también podemos leer esto: «No dejéis que los discursos sobre vuestras catástrofes / os acaben destruyendo».
Antonio Mochón sabe que no hay nada peor que la autocomplacencia, el victimismo, la gratuita misericordia con la que destruimos nuestro propio camino y evolución. Nuestra vida es una catástrofe que al llorarla a voz en grito se convierte en ruina. Pregonando nuestra mediocridad nos haremos más mediocres si cabe. Querer ser conscientes de que estamos de paso, de que nada vale para nada, es siempre un error que puede acercarnos a la figura de un Pájaro deforme (otro poema), donde el poeta lo único que quiere y pide es que los demás «asistan sin más al espectáculo de un corazón abierto»: su corazón abierto. ¿Para qué pensar trascendencias y banalidades que otros ya pensaron sin éxito cuando todos podemos contemplar, sin más, con benévola indeferencia, el triste pero concreto devenir del otro, la carretera blanca que sin ganas pero sin pausa habremos de colorear?
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