Trad. Fernando de Castro y Dolors Udina. El Acantilado, Barcelona, 2010. 264 pp. 19,50 €
Juan Pablo Heras
Antes de abrir el libro, leemos en la cubierta trasera que su autor, Ivan Klíma (Praga, 1931), sufrió de niño los rigores de un campo de concentración nazi (por judío) y de adulto la opresión de un régimen comunista (por intelectual). Y nos viene a la cabeza el famoso proverbio atribuido a los chinos: “nunca vivas tiempos apasionantes”. No sé si el maltratado premio Nobel Liu Xiaobo suscribiría estas palabras, pero lo que queda claro de la lectura de este libro, tras cerrarlo y reencontrarse con la biografía de la cubierta trasera, es que a la largo de su difícil supervivencia, Ivan Klíma gozó de pasiones que apenas podemos imaginar -¿por suerte?- los que, por ahora, vivimos tiempos más aburridos.
El presente volumen recoge una serie de artículos publicados originalmente entre 1975 y 2005, que van desde la remembranza autobiográfica al ensayo político, ecologista o literario. Lo que abraza a este material disperso viene a ser su propio título, El espíritu de Praga, una suerte de actitud particular que los checoslovacos mostraron durante el largo siglo XX hacia los diversos fanatismos que les fueron azotando. Los praguenses asumieron y promovieron sucesivos cambios de régimen en medio de una inusitada ausencia de derramamiento de sangre; y aunque la violencia sistémica de nazis y comunistas contara con vergonzosos silencios y viles adhesiones, el firme compromiso de los opositores por la paz y la libertad dio lugar a fenómenos tan admirables como la primavera de Praga de 1968 y la revolución de terciopelo de 1989.
Como se puede adivinar, Klíma tiene mucho en común con Milan Kundera. Respecto a éste, carece de su trazo genial, pero en cambio está dotado de una lucidez envidiable. Artículos como “Los poderosos y los impotentes” o “La lucha de la cultura contra el totalitarismo” podrían formar parte de la mejor antología de textos de Educación para la Ciudadanía. Otros como “El fin de la civilización” o “Breve reflexión sobre la basura” se adelantan a su tiempo en la defensa de una forma de vida sostenible. Es curioso observar cómo reflexiones elementales de tipo ecologista, hoy tan repetidas que han sido arrolladas por la apisonadora triste de la rutina, refulgen de nuevo en textos escritos allá por 1975. Es más, resulta sorprendente comprobar que las actitudes negacionistas que ya existían entonces, las de aquellos que desprecian todo cuidado en virtud de una milagrosa capacidad de autorrecuperación de la Tierra, eran atribuidas por Klíma a los marxistas más recalcitrantes, que no aceptaban despertar del sueño falaz del progreso ilimitado. Que ahora estas posturas estén asociadas a los adelantados del capitalismo nos hace entrever que estamos siendo víctimas de otro tipo de utopía, quizá más borrosa y discreta, que basa el crecimiento constante de la felicidad mundial en la acumulación de beneficios financieros a costa de los recursos finitos del planeta.
Tras la ocupación soviética de 1968, Klíma tuvo la oportunidad de vivir un apacible exilio en una universidad de Estados Unidos. Y sin embargo, decidió jugarse la vida, volver a su país para trabajar en la clandestinidad y sufrir la persecución de la dictadura, que ya preparaba un proceso contra él y su familia. A cambio, experimentó «la satisfacción de que libros que se difundían sólo por medio de copias o en ediciones publicadas en el extranjero les dijesen algo a la gente, que los lectores los buscaran afanosamente y estuviesen agradecidos» (pág. 190). Es decir, que la imposibilidad de publicar en libertad dio a sus obras el valor que todo escritor sueña para las suyas. Consciente de la paradoja, Klíma viene a decirnos que la lucha merece la pena, que los escasos momentos de felicidad que logró robar a tan largos periodos de opresión compensan la angustia y la desesperanza. ¿Qué decíamos de los tiempos apasionantes?
Sin embargo, Klíma no es un abanderado incondicional de la literatura de compromiso político. Una de las reflexiones más interesantes que aborda el libro se esconde bajo su particular lectura de la obra de otro célebre compatriota en el artículo “Las espadas se aproximan: las fuentes de inspiración de Franz Kafka”. Klíma interpreta muchas de las obras fundamentales de Kafka a la luz de experiencias vitales aparentemente banales. Kafka escribió El proceso y En la colonia penitenciaria cuando todo su alrededor temblaba por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, sus cartas y diarios prueban, a juicio de Klíma, tanto la indiferencia por los conflictos internacionales como su tremenda angustia por la inminencia de un compromiso matrimonial. Es decir, que Kafka se desentendió por completo de los graves problemas de la sociedad de su tiempo y se dedicó a exorcizar sus problemas personales en su secreta obra literaria. Lo asombroso es que ahora sus textos nos parecen –y lo son- el reflejo más certero y estremecedor de la sinrazón que se apropió de la humanidad durante el siglo que dejamos atrás. Lo que viene a decirnos Klíma es que Kafka, desde su confinamiento espiritual, demostró un compromiso insuperable con la esencia de lo humano, mientras que muchos otros intelectuales que se creían impulsados por un afán de salvación o redención de la especie, se sumergieron en apriorismos ideológicos de tal modo que olvidaron lo mejor de la tradición cultural y se volvieron ciegos ante los horrores de los totalitarismos contemporáneos. No cabe callar ante la injusticia, pero es en la defensa de la intimidad, de la duda, de la sinceridad con uno mismo y de la libertad de la mirada, donde se encuentra el más profundo respeto hacia nuestros semejantes.
Juan Pablo Heras
Antes de abrir el libro, leemos en la cubierta trasera que su autor, Ivan Klíma (Praga, 1931), sufrió de niño los rigores de un campo de concentración nazi (por judío) y de adulto la opresión de un régimen comunista (por intelectual). Y nos viene a la cabeza el famoso proverbio atribuido a los chinos: “nunca vivas tiempos apasionantes”. No sé si el maltratado premio Nobel Liu Xiaobo suscribiría estas palabras, pero lo que queda claro de la lectura de este libro, tras cerrarlo y reencontrarse con la biografía de la cubierta trasera, es que a la largo de su difícil supervivencia, Ivan Klíma gozó de pasiones que apenas podemos imaginar -¿por suerte?- los que, por ahora, vivimos tiempos más aburridos.
El presente volumen recoge una serie de artículos publicados originalmente entre 1975 y 2005, que van desde la remembranza autobiográfica al ensayo político, ecologista o literario. Lo que abraza a este material disperso viene a ser su propio título, El espíritu de Praga, una suerte de actitud particular que los checoslovacos mostraron durante el largo siglo XX hacia los diversos fanatismos que les fueron azotando. Los praguenses asumieron y promovieron sucesivos cambios de régimen en medio de una inusitada ausencia de derramamiento de sangre; y aunque la violencia sistémica de nazis y comunistas contara con vergonzosos silencios y viles adhesiones, el firme compromiso de los opositores por la paz y la libertad dio lugar a fenómenos tan admirables como la primavera de Praga de 1968 y la revolución de terciopelo de 1989.
Como se puede adivinar, Klíma tiene mucho en común con Milan Kundera. Respecto a éste, carece de su trazo genial, pero en cambio está dotado de una lucidez envidiable. Artículos como “Los poderosos y los impotentes” o “La lucha de la cultura contra el totalitarismo” podrían formar parte de la mejor antología de textos de Educación para la Ciudadanía. Otros como “El fin de la civilización” o “Breve reflexión sobre la basura” se adelantan a su tiempo en la defensa de una forma de vida sostenible. Es curioso observar cómo reflexiones elementales de tipo ecologista, hoy tan repetidas que han sido arrolladas por la apisonadora triste de la rutina, refulgen de nuevo en textos escritos allá por 1975. Es más, resulta sorprendente comprobar que las actitudes negacionistas que ya existían entonces, las de aquellos que desprecian todo cuidado en virtud de una milagrosa capacidad de autorrecuperación de la Tierra, eran atribuidas por Klíma a los marxistas más recalcitrantes, que no aceptaban despertar del sueño falaz del progreso ilimitado. Que ahora estas posturas estén asociadas a los adelantados del capitalismo nos hace entrever que estamos siendo víctimas de otro tipo de utopía, quizá más borrosa y discreta, que basa el crecimiento constante de la felicidad mundial en la acumulación de beneficios financieros a costa de los recursos finitos del planeta.
Tras la ocupación soviética de 1968, Klíma tuvo la oportunidad de vivir un apacible exilio en una universidad de Estados Unidos. Y sin embargo, decidió jugarse la vida, volver a su país para trabajar en la clandestinidad y sufrir la persecución de la dictadura, que ya preparaba un proceso contra él y su familia. A cambio, experimentó «la satisfacción de que libros que se difundían sólo por medio de copias o en ediciones publicadas en el extranjero les dijesen algo a la gente, que los lectores los buscaran afanosamente y estuviesen agradecidos» (pág. 190). Es decir, que la imposibilidad de publicar en libertad dio a sus obras el valor que todo escritor sueña para las suyas. Consciente de la paradoja, Klíma viene a decirnos que la lucha merece la pena, que los escasos momentos de felicidad que logró robar a tan largos periodos de opresión compensan la angustia y la desesperanza. ¿Qué decíamos de los tiempos apasionantes?
Sin embargo, Klíma no es un abanderado incondicional de la literatura de compromiso político. Una de las reflexiones más interesantes que aborda el libro se esconde bajo su particular lectura de la obra de otro célebre compatriota en el artículo “Las espadas se aproximan: las fuentes de inspiración de Franz Kafka”. Klíma interpreta muchas de las obras fundamentales de Kafka a la luz de experiencias vitales aparentemente banales. Kafka escribió El proceso y En la colonia penitenciaria cuando todo su alrededor temblaba por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, sus cartas y diarios prueban, a juicio de Klíma, tanto la indiferencia por los conflictos internacionales como su tremenda angustia por la inminencia de un compromiso matrimonial. Es decir, que Kafka se desentendió por completo de los graves problemas de la sociedad de su tiempo y se dedicó a exorcizar sus problemas personales en su secreta obra literaria. Lo asombroso es que ahora sus textos nos parecen –y lo son- el reflejo más certero y estremecedor de la sinrazón que se apropió de la humanidad durante el siglo que dejamos atrás. Lo que viene a decirnos Klíma es que Kafka, desde su confinamiento espiritual, demostró un compromiso insuperable con la esencia de lo humano, mientras que muchos otros intelectuales que se creían impulsados por un afán de salvación o redención de la especie, se sumergieron en apriorismos ideológicos de tal modo que olvidaron lo mejor de la tradición cultural y se volvieron ciegos ante los horrores de los totalitarismos contemporáneos. No cabe callar ante la injusticia, pero es en la defensa de la intimidad, de la duda, de la sinceridad con uno mismo y de la libertad de la mirada, donde se encuentra el más profundo respeto hacia nuestros semejantes.
1 comentario:
A mí también me ha gustado mucho el libro. Se lo recomiendo a todo el mundo, y coincido con el autor que algunos capítulos deberían ser de lectura obligatoria...
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