Alfaguara, Madrid, 2010. 296 pp. 14,50 €
Sofía Rhei
Sofía Rhei
¿Para qué sirve la literatura juvenil?, oímos preguntar a veces.
A mí también me gustaría, si no vivir, al menos poder echarle un vistazo a ese lugar donde uno pudiera dejar sobre la mesilla de noche de un niño de nueve años la serie completa de "Fundación", y esperar que al cabo de una semana el niño, entusiasta, hubiera deducido los fundamentos básicos de la sociología y de la psicohistoria pasando un agradable rato. Pero me temo que a menos que uno sea el nieto (intelectualmente malcriado) del mismísimo Isaac Asimov, eso es demasiado pedir.
La literatura juvenil está ahí, misteriosa incluso para quienes la escribimos, a medio camino entre las lecturas con ruedines y las motos de competición. Pero eso no significa que uno deba saltarse el importante paso de probar una bicicleta, helarse los nudillos cuando hace frío, despeinarse en todos los ángulos posibles y dejarse llevar por su incertidumbre y su tambaleo, como hace Hanna.
La libertad extrema, el dominio del espacio e incluso y el tiempo, no son más que la cárcel definitiva en el mundo diseñado por Tempus Fugit. Quien controla los transportes lo conoce todo. Por eso, la diminuta rebeldía de una adolescente que se niega a utilizar las cabinas de teletransporte va cobrando dimensiones más y más preocupantes para aquellos que vigilan desde arriba. Como siempre, son las cosas pequeñas, las grietas imperceptibles lo que hace que se abra una brecha en la roca: un error inexplicable que se intenta enmendar, una desaparición que cobra relevancia.
La excentricidad y la vestimenta de esta adolescente nos recuerdan un poco a la niña Momo, pero su personalidad es distinta porque Hanna es activa en vez de ascética y está movida por inquietudes impulsivas, como buena adolescente, sin que nunca le falten buenos motivos para ello. Los tres protagonistas son un abanico de personalidades y circunstancias con mucho interés: por una parte parece que no podrían ser más distintos, y por otra se acaba descubriendo que lo que tienen en común es precisamente esa parte de la naturaleza humana que merece ser salvada. Este trabajo psicológico implícito hace que el exoesqueleto de desolación tecnológica cobre un alma cálida, ya que es imposible no identificarse con alguno de los tres protagonistas.
Siempre es de agradecer que en un libro no dejen de pasar cosas, y que esas cosas se sucedan a la mayor velocidad posible. Las aventuras de Hanna enganchan desde el primer momento, despertando la curiosidad de un lector que irá desenmarañando al mismo tiempo que ella la compleja red en la que están atrapados los ladrones de futuros.
El mundo que construye Javier Ruescas tiene ingredientes distópicos, pero en mi opinión estos conviven casi con sugestivas imágenes relacionadas con la fábula moral. Quiero decir que lo importante o no es la minuciosa descripción del tipo de tornillos de energía o de paneles de cristal fotosensible, como a veces sucede, sino las causas de esta sociedad contaminada (por elementos que tanto abundan en la nuestra), y las consecuencias de sus errores para el conjunto de la población. El autor indaga en el porqué del futuro.
No cuento más. Merece la pena dejarse llevar por esta fábula de elecciones personales y responsabilidades con uno mismo. Se trata de una ficción científica muy verosímil y bien resuelta, inteligentemente escrita, con cierto regusto poético, que recuerda a Michael Ende o al Brazil de Terry Gilliam en la construcción de sus parámetros. Como todos los libros, describe solo una de las posibilidades que una trama con tantas ideas y potencial podría dar de sí. Para eso sirven las novelas: para despertar cientos de otras posibilidades en la mente del lector.
Ahora tengo treinta y dos años, y después de haber coqueteado con todos los géneros conocidos, ningún tipo de literatura me parece tan satisfactoria y completa como la ciencia ficción, y especialmente, todos sus híbridos: Catherine Asaro, David Brin, Neal Stephenson, Jasper Fforde, Connie Willis… Delany, Zelazny, Adams, Stewart… Puedo disfrutarlo mucho ahora, pero ojala hubiera caído en mis manos Tempus fugit cuando era adolescente. Habría cumplido plenamente su propósito de hacer crecer los puntos de vista, de forzar a la imaginación a aplicarse sobre el aquí y el ahora. Este, sin duda, es uno de los mejores regalos para alguien de esa edad. Es uno de esos libros que crean lectores.
A mí también me gustaría, si no vivir, al menos poder echarle un vistazo a ese lugar donde uno pudiera dejar sobre la mesilla de noche de un niño de nueve años la serie completa de "Fundación", y esperar que al cabo de una semana el niño, entusiasta, hubiera deducido los fundamentos básicos de la sociología y de la psicohistoria pasando un agradable rato. Pero me temo que a menos que uno sea el nieto (intelectualmente malcriado) del mismísimo Isaac Asimov, eso es demasiado pedir.
La literatura juvenil está ahí, misteriosa incluso para quienes la escribimos, a medio camino entre las lecturas con ruedines y las motos de competición. Pero eso no significa que uno deba saltarse el importante paso de probar una bicicleta, helarse los nudillos cuando hace frío, despeinarse en todos los ángulos posibles y dejarse llevar por su incertidumbre y su tambaleo, como hace Hanna.
La libertad extrema, el dominio del espacio e incluso y el tiempo, no son más que la cárcel definitiva en el mundo diseñado por Tempus Fugit. Quien controla los transportes lo conoce todo. Por eso, la diminuta rebeldía de una adolescente que se niega a utilizar las cabinas de teletransporte va cobrando dimensiones más y más preocupantes para aquellos que vigilan desde arriba. Como siempre, son las cosas pequeñas, las grietas imperceptibles lo que hace que se abra una brecha en la roca: un error inexplicable que se intenta enmendar, una desaparición que cobra relevancia.
La excentricidad y la vestimenta de esta adolescente nos recuerdan un poco a la niña Momo, pero su personalidad es distinta porque Hanna es activa en vez de ascética y está movida por inquietudes impulsivas, como buena adolescente, sin que nunca le falten buenos motivos para ello. Los tres protagonistas son un abanico de personalidades y circunstancias con mucho interés: por una parte parece que no podrían ser más distintos, y por otra se acaba descubriendo que lo que tienen en común es precisamente esa parte de la naturaleza humana que merece ser salvada. Este trabajo psicológico implícito hace que el exoesqueleto de desolación tecnológica cobre un alma cálida, ya que es imposible no identificarse con alguno de los tres protagonistas.
Siempre es de agradecer que en un libro no dejen de pasar cosas, y que esas cosas se sucedan a la mayor velocidad posible. Las aventuras de Hanna enganchan desde el primer momento, despertando la curiosidad de un lector que irá desenmarañando al mismo tiempo que ella la compleja red en la que están atrapados los ladrones de futuros.
El mundo que construye Javier Ruescas tiene ingredientes distópicos, pero en mi opinión estos conviven casi con sugestivas imágenes relacionadas con la fábula moral. Quiero decir que lo importante o no es la minuciosa descripción del tipo de tornillos de energía o de paneles de cristal fotosensible, como a veces sucede, sino las causas de esta sociedad contaminada (por elementos que tanto abundan en la nuestra), y las consecuencias de sus errores para el conjunto de la población. El autor indaga en el porqué del futuro.
No cuento más. Merece la pena dejarse llevar por esta fábula de elecciones personales y responsabilidades con uno mismo. Se trata de una ficción científica muy verosímil y bien resuelta, inteligentemente escrita, con cierto regusto poético, que recuerda a Michael Ende o al Brazil de Terry Gilliam en la construcción de sus parámetros. Como todos los libros, describe solo una de las posibilidades que una trama con tantas ideas y potencial podría dar de sí. Para eso sirven las novelas: para despertar cientos de otras posibilidades en la mente del lector.
Ahora tengo treinta y dos años, y después de haber coqueteado con todos los géneros conocidos, ningún tipo de literatura me parece tan satisfactoria y completa como la ciencia ficción, y especialmente, todos sus híbridos: Catherine Asaro, David Brin, Neal Stephenson, Jasper Fforde, Connie Willis… Delany, Zelazny, Adams, Stewart… Puedo disfrutarlo mucho ahora, pero ojala hubiera caído en mis manos Tempus fugit cuando era adolescente. Habría cumplido plenamente su propósito de hacer crecer los puntos de vista, de forzar a la imaginación a aplicarse sobre el aquí y el ahora. Este, sin duda, es uno de los mejores regalos para alguien de esa edad. Es uno de esos libros que crean lectores.
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