Victoria R. Gil
La publicación de La señal y otros relatos, de Vsévolod Garshin, por parte de la editorial Contraseña ha venido a compensar el imperdonable olvido en nuestro país de un autor que, con tan sólo una veintena de narraciones cortas, es considerado uno de los mejores cuentistas de la literatura rusa y el más directo antecesor de Antón Chéjov, otro gran maestro de lo breve. Los nueve relatos incluidos en este libro son ásperos como un latigazo de vodka, sin perder por ello un punto de ingenuidad en el que descubrimos el rechazo a la maldad y el compromiso social que los inspiraron.
“He escrito sinceramente, sin disfrazar nada, y he puesto sobre el papel las cosas que realmente han angustiado mi alma”. Como confiesa en una carta dirigida a un amigo, Garshin nunca trató de ocultarse tras su obra, sino que, al contrario, se volcó en ella con tal pasión que resulta imposible desligarla de su propia vida, tan trágica y fatal como sus cuentos. Marcado por el suicidio de su padre y de dos de sus hermanos, y por una tendencia a la depresión que lo llevaría a quitarse la vida a los 33 años, el famoso pintor Iliá Repin captaría como nadie su tormento interior. No sólo nos ha dejado varios retratos en los que sorprende la intensidad de una mirada a la que casi podemos asomarnos, sino que lo usó como modelo del hijo del zar Iván el Terrible en el dramático cuadro que recrea la muerte del zarevitz a manos de su propio padre. Hoy se cree que Garshin era un maniacodepresivo o que sufría un trastorno bipolar, pero etiquetar su mal no afecta en absoluto a la notable calidad de su obra y a la descarnada sinceridad que encontramos en ella.
De cada infortunio obtenía Garshin el fermento con el que levar unos relatos que siguen siendo tan turbadores hoy como en el momento en que fueron escritos. Su participación en la guerra contra el imperio otomano que iniciara Rusia en su camino hacia el Mediterráneo dejó secuelas más profundas que la herida que lo licenció antes de finalizar la contienda. Lejos de visiones heroicas, la guerra de Garshin es sucia, irracional y obscena, y su sinsentido nos alcanza en varios de los cuentos seleccionados en esta antología: Cuatro días, El cobarde y El asistente y el oficial, donde vuelca sus ideales más pacifistas. El primero de ellos, cuya publicación lo convirtió en uno de los autores más leídos de su tiempo, narra el lento pasar de las horas de un soldado herido en el campo de batalla, junto al cadáver del enemigo al que él mismo había dado muerte poco antes. Del mismo modo, su estancia en un manicomio nos conduce directamente a La flor roja, donde su protagonista comparte locura con ese hidalgo manchego, empeñados ambos en terminar con la vileza del mundo con igual y desalentador resultado.
Intensos, reflexivos y desgarrados, así son los textos contenidos en este libro. Pero quizás uno entre todos, precisamente el que da título al conjunto, nos detenga en su lectura, atrapados por la fatalidad que persigue a Semión Ivanov, un guarda ferroviario capaz de esa generosa entrega que es la única que redime al ser humano. Una historia tan cinematográfica no sería ignorada durante mucho tiempo y en 1918, La señal se transforma en la película con la que Eduard Tisse debutaría como operador de cámara antes de convertirse en el director de fotografía de Sergei M. Eisenstein.
Una magnífica edición la que nos ofrece Contraseña, no sólo por rescatar del pasado a este excepcional escritor, sino también por ponerlo en las delicadas manos de una traductora como Sara Gutiérrez, que ya nos mostró el fondo ruso de su alma en La pulga de acero, de Nikolái Leskov (Impedimenta, 2007). Care Santos, autora del prólogo, aseguraba entonces que el “esforzado y meritorio” resultado de su trabajo “hubiera satisfecho a Leskov”, como, sin duda, habría contentado a Garshin su destreza para hacernos tan próxima esa Rusia decimonónica, convulsa y doliente, en la que el propio escritor terminaría por sucumbir.
“He escrito sinceramente, sin disfrazar nada, y he puesto sobre el papel las cosas que realmente han angustiado mi alma”. Como confiesa en una carta dirigida a un amigo, Garshin nunca trató de ocultarse tras su obra, sino que, al contrario, se volcó en ella con tal pasión que resulta imposible desligarla de su propia vida, tan trágica y fatal como sus cuentos. Marcado por el suicidio de su padre y de dos de sus hermanos, y por una tendencia a la depresión que lo llevaría a quitarse la vida a los 33 años, el famoso pintor Iliá Repin captaría como nadie su tormento interior. No sólo nos ha dejado varios retratos en los que sorprende la intensidad de una mirada a la que casi podemos asomarnos, sino que lo usó como modelo del hijo del zar Iván el Terrible en el dramático cuadro que recrea la muerte del zarevitz a manos de su propio padre. Hoy se cree que Garshin era un maniacodepresivo o que sufría un trastorno bipolar, pero etiquetar su mal no afecta en absoluto a la notable calidad de su obra y a la descarnada sinceridad que encontramos en ella.
De cada infortunio obtenía Garshin el fermento con el que levar unos relatos que siguen siendo tan turbadores hoy como en el momento en que fueron escritos. Su participación en la guerra contra el imperio otomano que iniciara Rusia en su camino hacia el Mediterráneo dejó secuelas más profundas que la herida que lo licenció antes de finalizar la contienda. Lejos de visiones heroicas, la guerra de Garshin es sucia, irracional y obscena, y su sinsentido nos alcanza en varios de los cuentos seleccionados en esta antología: Cuatro días, El cobarde y El asistente y el oficial, donde vuelca sus ideales más pacifistas. El primero de ellos, cuya publicación lo convirtió en uno de los autores más leídos de su tiempo, narra el lento pasar de las horas de un soldado herido en el campo de batalla, junto al cadáver del enemigo al que él mismo había dado muerte poco antes. Del mismo modo, su estancia en un manicomio nos conduce directamente a La flor roja, donde su protagonista comparte locura con ese hidalgo manchego, empeñados ambos en terminar con la vileza del mundo con igual y desalentador resultado.
Intensos, reflexivos y desgarrados, así son los textos contenidos en este libro. Pero quizás uno entre todos, precisamente el que da título al conjunto, nos detenga en su lectura, atrapados por la fatalidad que persigue a Semión Ivanov, un guarda ferroviario capaz de esa generosa entrega que es la única que redime al ser humano. Una historia tan cinematográfica no sería ignorada durante mucho tiempo y en 1918, La señal se transforma en la película con la que Eduard Tisse debutaría como operador de cámara antes de convertirse en el director de fotografía de Sergei M. Eisenstein.
Una magnífica edición la que nos ofrece Contraseña, no sólo por rescatar del pasado a este excepcional escritor, sino también por ponerlo en las delicadas manos de una traductora como Sara Gutiérrez, que ya nos mostró el fondo ruso de su alma en La pulga de acero, de Nikolái Leskov (Impedimenta, 2007). Care Santos, autora del prólogo, aseguraba entonces que el “esforzado y meritorio” resultado de su trabajo “hubiera satisfecho a Leskov”, como, sin duda, habría contentado a Garshin su destreza para hacernos tan próxima esa Rusia decimonónica, convulsa y doliente, en la que el propio escritor terminaría por sucumbir.
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