Recaredo Veredas
«Es absurdo recurrir a la mentira cuando uno ha decidido no presumir de bondad alguna», afirma el primer narrador de La Señora Rojo, un hombre que recuerda su estrambótica niñez, marcada por la miseria y el descubrimiento de la verdadera naturaleza de su padre. Esta frase, casi un aforismo, define con precisión a los personajes de Antonio Ortuño: hombres y mujeres que optan por la verdad e ignoran la apología de la bondad. No toman tan atrevida decisión por su perversidad o por una profunda convicción filosófica sino por una causa más trascendente: no pueden permitirse tales concesiones. Habitan un mundo demasiado cruel, demasiado real, alejado de cualquier épica y frecuentado por un caos que resulta tan irremediable como el paso de los días. Ellos no buscan el desastre, simplemente les cae encima, como una tormenta de verano, e intentan atajarlo de la mejor manera posible. Mediante soluciones que, a veces, rozan el delirio. La cercanía de la locura no es, por lo tanto, un camino para alcanzar la originalidad sino la única respuesta plausible a los conflictos de los protagonistas. Tan coherentes planteamientos también se reflejan en las palabras escogidas, que ni caen en preciosismos que resalten la calidad de su prosa, ni se relamen en la descripción del dolor.
Ortuño, el único mejicano seleccionado por Granta en su famosa antología, pertenece a una nueva estirpe de narradores mejicanos, que en cada página evidencia su oposición a las respuestas fáciles y a la crítica mil veces mascada. No parece, sin embargo, cínico, sino más bien cansado de tanta palabrería sobre la pobreza y sus causas. En La Señora Rojo se muestra como un autor cercano al realismo pero no costumbrista, próximo a la crudeza pero ajeno a esa delectación en la que caerían tantos europeos frente a similares peripecias.
La Señora Rojo está dividido en dos partes, de telúricos títulos: la carne y el mundo. Una atiende más a lo privado, otra a lo público, pero ambas abordan temas esenciales: la muerte, la familia, la trascendencia de las decisiones más triviales y cómo la locura puede convertirse en cotidiana. Sin embargo, pese a tan universales contenidos, Ortuño no nos abruma con descripciones más o menos elocuentes u originales de lo mil veces contado. Sabe que no basta con narrar otra vez lo mismo e inflarlo con trascendencia, que la narrativa moderna requiere historias sólidas, elaboradas con giros sorprendentes, y variedad en recursos y puntos de vista. Un ejemplo nítido es el relato que da nombre al libro. La Señora Rojo no es sino una tortuga enferma que, como en los más clásicos relatos del realismo sucio, o incluso en la obra de jóvenes cuentistas como Jon Bilbao, evidencia las zozobras éticas de los protagonistas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario