Cesar Mallorquí
Probablemente, el más popular escritor británico (en activo) de novela histórica sea Bernard Cornwell. Sus obras más conocidas, las que le lanzaron a la fama, son las pertenecientes a la saga de Sharpe (un fusilero en las guerras napoleónicas), pero ha escrito varias series más, como la saga de los Arqueros del Rey, la saga de la Guerra de Secesión Americana y la saga Sajones, Vikingos y Normandos. Aparte de esto, cuenta con varias novelas independientes y con lo que quizá sea su obra maestra, las Crónicas del Señor de la Guerra (El rey de invierno, El enemigo de Dios y Excalibur), una revisión del mito artúrico en clave de realismo histórico.
Cornwell posee varias características que lo singularizan frente al resto de sus colegas. En primer lugar, siempre contempla los grandes hechos históricos a través de la óptica de un personaje secundario. En segundo lugar, suele emplear un tratamiento naturalista. Una de las peculiaridades (y defectos) de la novela histórica es que sus personajes parecen hablar con mayúsculas, como si fueran conscientes de que están haciendo HISTORÍA. Por el contrario, los personajes de Cornwell, sean reyes o plebeyos, perjuran y maldicen como carreteros; sólo son seres humanos en circunstancias extraordinarias. Además de esto, Cornwell es un maestro en la descripción de acciones bélicas. Por último, pese a que el autor fue educado en el seno de una comunidad protestante sumamente estricta (o precisamente por ello), en su obra –sobre todo en la ambientada en la Edad Media- hay un fuerte componente anticristiano, situándose siempre el narrador del lado pagano.
Supongo que el lector de esta crítica se preguntará por qué hablo tanto de un autor y unas obras que no se corresponden con el autor y la obra que debo criticar. La respuesta es sencilla: jamás me he encontrado con un caso de mimetismo literario como el que nos ocupa. Angus Donald escribe –o intenta escribir- exactamente igual que Cornwell. Tanto es así que durante un tiempo corrió el rumor de que se trataba de Cornwell escribiendo bajo seudónimo.
Veamos. La Edad Media británica nos ha brindado dos mitos universales: el rey Arturo y Robin Hood. El primero, de origen celta, fue adoptado por las monarquías normandas que reinaron en Inglaterra a partir de 1066 y es una exaltación del feudalismo, mientras que el segundo es un personaje sajón que representa la resistencia frente a los normandos. De hecho, existen muchos paralelismo entre ambas leyendas. Por ejemplo, el arma de Arturo es el arma de los nobles, la espada, mientras que la de Robin es el arco, el arma de los plebeyos. Arturo conoce a su mano derecha, Lanzarote, cuando éste le impide cruzar un vado sin luchar con él antes, y lo mismo ocurre con Robín y Pequeño Juan. Antes de morir, Arturo arroja su espada a un lago y es enterrado en una isla allí situada; Robin, por su parte, lanza una flecha y pide que le entierren donde ésta caiga.
No obstante, hay dos diferencias sustanciales: la leyenda de Arturo, de origen oral, fue finalmente compuesta por algunos de los mejores escritores de la época, mientras que la de Robin Hood proviene de baladas populares. En segundo lugar, es muy posible que Arturo existiera realmente, mientras que no hay el menor rastro histórico de ningún Robert de Huntington, apodado Robyn Hode. Probablemente, las baladas de Robin Hood se basan en diversos personajes; incluso es posible que “robin” fuera un sinónimo de “ladrón”.
Volviendo a Robin Hood, el proscrito, Angus Donald debió de pensar que, si su maestro Cornwell había versionado la leyenda de Arturo, ¿por qué no hacer lo mismo con la de Robin Hood? Dado que Cornwell despojó al mito de Arturo de todo rastro de “sociedad cortés” y le añadió la violencia propia de la época, Donald ha hecho lo mismo convirtiendo a Robin y los alegres compañeros del bosque en una especie de sombríos mafiosos medievales. Puesto que Cornwell narró la historia de Arturo desde el punto de vista, en primera persona, de uno de sus capitanes menos conocidos, Donald le imita eligiendo como narrador a un muchacho, el último en incorporarse a la banda de Robin. Así como Cornwell presenta un Arturo pagano, Donald hace que Robin participe en una sangrienta ceremonia dedicada a Cernunos. ¿Un sajón implicado en ritos celtas? Curioso.
En fin, como decía antes, un caso extremo de camaleonismo literario. ¿Y qué podemos decir del resultado? Pues que se trata de una novela entretenida, con excelente ambientación histórica, personajes correctamente trazados, un buen sentido de la narración... pero sin alma, sin poesía, sin auténtica emoción.
Arturo no sólo es una exaltación del feudalismo, sino también el símbolo de la civilización y la justicia frente al caos y el salvajismo. Cornwell humanizó el arquetipo manteniendo su esencia, pero Donald no ha sabido hacerlo. Porque Robin Hood no es únicamente el paradigma del “ladrón generoso”, sino también una representación de las fuerzas de la naturaleza, la personificación de lo salvaje, de la alegría de vivir. En el fondo, Robin es un avatar del dios Pan. Y nada de eso aparece en la novela de Donald; el Robin Hood que nos presenta, oscuro y un tanto siniestro, nada tiene que ver con el arquetipo. Es otra cosa, otro personaje. Algo lícito, literariamente hablando; pero decepcionante desde el punto de vista mitológico.
En resumen, podríamos decir que lo mejor de Robin Hood, el proscrito, se lo debemos a Bernard Cornwell; el resto, lo menos interesante, pertenece exclusivamente a su autor. Aunque, dado que se trata del inicio de una serie, seamos condescendientes y esperemos a ver adónde conducen las siguientes entregas.
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