viernes, octubre 16, 2009

El cuento de siempre acabar, Medardo Fraile

Pre-Textos, Valencia, 2009. 620 pp. 28 €

Miguel Sanfeliu

En el libro Entre paréntesis, recopilación de artículos de Medardo Fraile, se encuentra un texto titulado “Hablar de uno mismo”. En él se dice lo siguiente: «Hablar de uno mismo es, irremediablemente, hablar de los demás». Y más adelante, añade: «Contar lo que sólo se sabe a medias o de lejos es, generalmente, flaco servicio. Callar lo que se sabe, sea lo que sea, es faltar a un deber». Y yo creo que estas memorias de Medardo Fraile se ajustan fielmente a esos dos principios.
Medardo Fraile es uno de los más importantes escritores de relatos que ha dado nuestro país. Sus libros se han reeditado en varias ocasiones, siendo la edición más completa la que llevó a cabo la editorial Páginas de Espuma con el titulo Escritura y verdad en marzo de 2004. Los cuentos de Medardo Fraile se caracterizan, entre otras cosas, por la mirada compasiva y analítica con la que nos brinda definitivos detalles sobre sus personajes, delimitándolos certeramente.
La autobiografía de un escritor que ha sido coetáneo de Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, Sánchez Ferlosio y toda esa generación de excelentes autores que se agrupan bajo la denominación de “escritores de posguerra”, es sin duda, un acontecimiento editorial de primera magnitud. Y una de las primeras cosas que uno quiere comprobar es cómo enfoca el narrador la mirada sobre sí mismo. Medardo se observa con distancia, para lo bueno y para lo menos bueno, nos muestra la trayectoria de una vida, con sus curvas, sus baches, sus remansos, sus días soleados y los que aparecen grises. No en balde nos advierte que en el teatro y en la vida, he sido mal actor siempre. Es cierto que se presenta como lo que es, que repasa sus victorias, que recuerda las buenas críticas y los elogios, pero también es cierto que no oculta ni sus errores ni sus remordimientos. No se esfuerza por caer simpático ni por aparentar lo que no es, sino por reflejar lo más fielmente posible la realidad.
“La novela” de los cuentistas es siempre su único “cuento” sin acabar, nos dice Medardo en estas páginas; y la vida, sin embargo, sabemos que siempre acaba, antes o después. Pero este libro se centra en la niñez y juventud del autor, nos cuenta la mitad de su vida y termina en el momento en que marcha a Southampton, primera escala antes de llegar a Glasgow, donde reside actualmente.
Nos cuenta su infancia, la muerte de su madre, la vida durante la guerra civil en Madrid, la posguerra, la descripción de los ambientes literarios, de las tertulias, su experiencia teatral en Arte Nuevo, su papel en la importante publicación “Cuadernos de Ágora”, su trato con quienes le animaron a seguir escribiendo y con quienes se olvidaron de él. Páginas que se van devorando con un interés creciente, narradas con un estilo impecable y vigoroso. Los capítulos sobre la guerra civil justificarían por sí solos la lectura de este libro. Y resulta impagable la descripción de la vida literaria de ese Madrid de posguerra, que se crece ante la pobreza y resurge de sus cenizas con orgullo y determinación.
«Mi casa fue una alegoría de las dos Españas y estaba dividida en dos zonas», nos confiesa; y tal vez por ello muestra un cierto descreimiento político, distanciado de unos y otros.
Una de las cosas que más curiosas me han resultado es el esfuerzo que realiza por bucear en sus ficciones, para traerlas a colación en el momento exacto en que se produce aquello que las inspiró, el detalle que luego fue recreado, el momento en que la realidad pasó a formar parte del territorio imaginado.
Los pequeños detalles, decía Nabokov, son lo más importantes de una narración, y Fraile no olvida los pequeños detalles, como buen narrador y buen observador. De hecho, sorprende cómo a veces interrumpe el episodio que está contando para describir algo que le llamó la atención en ese momento, generalmente alguna persona, no en balde Fraile es, sobre todo, un humanista.
Y ante el ejercicio de memoria que lleva a cabo el autor en este libro, también hay tiempo para sorprenderse por las cosas intrascendentes que no se olvidan. Así, en un momento dado, tras narrar una anécdota poco significativa, dice: «Y eso tan leve y tan estúpido ha permanecido en mi memoria hasta hoy, ¿por qué?»
Es Medardo un escritor de grandes aptitudes que, sin embargo, al marchar a Inglaterra contempla impotente cómo su nombre se va esfumando paulatinamente «por falta de reediciones, por mi ausencia, por olvido —o algo así— de mis compañeros de pluma y por la afluencia de escritores jóvenes en una España que, una vez más, era distinta». Un cierto regusto amargo que no se oculta ni se disfraza. Repasa Medardo Fraile a la gente con la que se codeó, los grandes nombres que le animaron y respetaron, los amigos que trató de igual a igual y que luego se alejaron en la distancia, aquellos que, inesperadamente, resultaron ser los más generosos con él, como Carmen Martín Gaite.
Medardo Fraile va desgranando anécdotas curiosas, nos las confía como un amigo al que hace tiempo que no vemos. Destaca su fino humor, su sonrisa cómplice y traviesa; y, sobre todo, su forma de mirar las cosas de frente, sin tapujos. Así, nos cuenta su entrevista con Dámaso Alonso, su relación con Menéndez Pidal o con Concha Lagos, su encuentro con Carmen Polo de Franco. Vemos desfilar por estas páginas a Aldecoa, a Alfonso Paso, a Sánchez Ferlosio, a Alfonso Sastre, a Camilo José Cela, a Antonio Gala, a José Hierro, a Azorín, a Buero Vallejo, a Jesús Fernández Santos, a Castillo Puche… Testigo de excepción de una época en la que dedicarse al arte era algo poco menos que heroico. Así eran las cosas, y así nos las cuenta, sin ambages ni dobles interpretaciones.
Sin duda, un libro importante, valioso testimonio de una época y fidedigno retrato de un gran escritor, en una edición bien cuidada que incluye interesantes fotografías.



Medardo Fraile: "La constancia en España, siempre tan distraída, se necesita más que en otros países".

—¿Cómo se enfrenta uno a la redacción de un libro de memorias?
—Con mucha desgana. Con la convicción de que va a darle a uno muchos disgustos. No había pensado nunca en escribirlas pero, como he contado alguna vez, José María Merino se empeñó en que las hiciera, porque él me había oído contar cosas que le parecieron interesantes en nuestros cursos de narrativa de Santander, Pontevedra y El Escorial. Cuando las empecé me fui animando y me prometí que serían un ejercicio de sinceridad con los demás y conmigo mismo.


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1 comentario:

Francisco Ortiz dijo...

Nada más ver qué compañeros de generación tuvo, a uno le flaquean las manos y casi se le empañan los ojos. Yo creo que aún no se les ha valorado como se debe a todos ellos -menos aún a Medardo Fraile- y que se pierda su influencia es algo penoso, un lujo que los jóvenes escritores no han de permitirse.