Trad. Diego Álvarez Álvarez. Diabolo Ediciones, Madrid, 2009. 144 pp. 17,95 €
Ricardo Triviño
A pesar de que cuando abres el tomo de El gusto del cloro el título ya te ha dejado un regusto áspero, un sabor a traducción disonante, y pese a que la editorial obvia tanta información acerca del libro como necesaria pueda ser (título y lengua original, traductor, rotulador, diseñador de la colección, maquetador, número de edición, fecha de impresión), en contra de todo pronóstico, este cómic es lo más absorbente que uno puede tener entre las manos.
Diábolo Ediciones no está dispuesta siquiera a añadir un pequeño esbozo biográfico del autor. Porque, ¿quién es Bastien Vivès? Bastien Vivès es un parisino de apenas 25 años que ya ha publicado seis obras en su país natal y se ha hecho, justamente gracias a este cómic, con el Premio Esencial Revelación del Festival de Angoulême de 2009. Sólo hay que rastrear su nombre en Google para ver la cara de crío que aún conserva. ¿Y de qué va El gusto del cloro para que atrape tanto? Pues de un chaval con escoliosis que tiene que ir a la piscina. Va y nada y se va y vuelve a ir y va al fisio y nada y piscina arriba y piscina abajo.
¡Dios! Yo odiaba tanto ir a la piscina en invierno para corregir mi columna vertebral, parecida a un interrogante, que mi madre tuvo que obligarme a ir con amenazas. Era lo peor sobre lo que podrían haberme escrito una historieta. Y, sin embargo, estuve ahí enganchado, como si fuera morfina, a este tebeo sin diálogos apenas donde sólo nadan y nadan, nada más, en ese espacio azul y algo penumbroso que son las piscinas cubiertas. La capacidad de atracción de sus páginas es comparable a Espera... de Jason (Astiberri), donde aparentemente no pasa nada y se explica tanto, tantísimo; como en un relato de Salinger donde late ese arte que cuenta sin decir, ese virtuosismo de crear textos invisibles y salvajes que desbrozan a través del interior de las páginas.
En el agua clorada para matar el orín de los niños y de los mayores, el protagonista se pregunta y nos pregunta por qué estaríamos dispuestos a morir o qué no abandonaríamos nunca. Habla de decisiones, de prioridades, de vida pura aunque no excesivamente dura, sin héroes pero con una pizca de heroísmo cotidiano. Hay amor también, por supuesto, cómo no, pero no es una historia romántica. Vivès centra su interés en la existencia, en el movimiento del cuerpo, en el movimiento de la muñeca en la brazada, de los dorsales, de los pectorales, de las clavículas, de los omóplatos. Horas enteras se habrá pasado dibujando nadadores haciendo estiramientos, cruzando a crol, de espalda. Debía de ser el “raro” del club de natación. «Ya está ahí el raro con el bloc de notas.»
Usa el lápiz, no entinta. Lo hace a mano alzada, apenas esboza unos detalles certeros, sus líneas rectas son de gelatina, es descuidado haciendo manos. Pero transmite al lector tal nivel de empatía a través de la expresividad pasmosa de sus personajes que perdura hasta debajo del agua, donde los contornos desaparecen. Cuando se sumergen, lo único que sobreviven son el color y las formas; no obstante, puedes ver (y sentir) cómo el protagonista frunce el ceño extrañado. Vivès juega y disfruta con gran variedad de perspectivas y puntos de vista, una riqueza muda como la impagable mirada subjetiva del nadador de espalda que observa ese techo enorme y lejano lleno de vigas que todos hemos contemplado y creído capaz de no acabar jamás. ¿Se acerca ya la meta? ¿Me giro ya? ¿Me golpearé la cabeza?
El gusto del cloro son viñetas inundadas de un aguamarina apagado que guarda silencio pero no calla, un azul que se rompe en el color de los cuerpos que hablan de introspección, de cierta tristeza suave pero persistente. A través de sus páginas, se propaga la melancolía perenne de este lugar dominado por el eco donde, en un carril lleno de viejos, nadan solos los jóvenes sin saber todavía demasiado qué les depara la vida.
Ricardo Triviño
A pesar de que cuando abres el tomo de El gusto del cloro el título ya te ha dejado un regusto áspero, un sabor a traducción disonante, y pese a que la editorial obvia tanta información acerca del libro como necesaria pueda ser (título y lengua original, traductor, rotulador, diseñador de la colección, maquetador, número de edición, fecha de impresión), en contra de todo pronóstico, este cómic es lo más absorbente que uno puede tener entre las manos.
Diábolo Ediciones no está dispuesta siquiera a añadir un pequeño esbozo biográfico del autor. Porque, ¿quién es Bastien Vivès? Bastien Vivès es un parisino de apenas 25 años que ya ha publicado seis obras en su país natal y se ha hecho, justamente gracias a este cómic, con el Premio Esencial Revelación del Festival de Angoulême de 2009. Sólo hay que rastrear su nombre en Google para ver la cara de crío que aún conserva. ¿Y de qué va El gusto del cloro para que atrape tanto? Pues de un chaval con escoliosis que tiene que ir a la piscina. Va y nada y se va y vuelve a ir y va al fisio y nada y piscina arriba y piscina abajo.
¡Dios! Yo odiaba tanto ir a la piscina en invierno para corregir mi columna vertebral, parecida a un interrogante, que mi madre tuvo que obligarme a ir con amenazas. Era lo peor sobre lo que podrían haberme escrito una historieta. Y, sin embargo, estuve ahí enganchado, como si fuera morfina, a este tebeo sin diálogos apenas donde sólo nadan y nadan, nada más, en ese espacio azul y algo penumbroso que son las piscinas cubiertas. La capacidad de atracción de sus páginas es comparable a Espera... de Jason (Astiberri), donde aparentemente no pasa nada y se explica tanto, tantísimo; como en un relato de Salinger donde late ese arte que cuenta sin decir, ese virtuosismo de crear textos invisibles y salvajes que desbrozan a través del interior de las páginas.
En el agua clorada para matar el orín de los niños y de los mayores, el protagonista se pregunta y nos pregunta por qué estaríamos dispuestos a morir o qué no abandonaríamos nunca. Habla de decisiones, de prioridades, de vida pura aunque no excesivamente dura, sin héroes pero con una pizca de heroísmo cotidiano. Hay amor también, por supuesto, cómo no, pero no es una historia romántica. Vivès centra su interés en la existencia, en el movimiento del cuerpo, en el movimiento de la muñeca en la brazada, de los dorsales, de los pectorales, de las clavículas, de los omóplatos. Horas enteras se habrá pasado dibujando nadadores haciendo estiramientos, cruzando a crol, de espalda. Debía de ser el “raro” del club de natación. «Ya está ahí el raro con el bloc de notas.»
Usa el lápiz, no entinta. Lo hace a mano alzada, apenas esboza unos detalles certeros, sus líneas rectas son de gelatina, es descuidado haciendo manos. Pero transmite al lector tal nivel de empatía a través de la expresividad pasmosa de sus personajes que perdura hasta debajo del agua, donde los contornos desaparecen. Cuando se sumergen, lo único que sobreviven son el color y las formas; no obstante, puedes ver (y sentir) cómo el protagonista frunce el ceño extrañado. Vivès juega y disfruta con gran variedad de perspectivas y puntos de vista, una riqueza muda como la impagable mirada subjetiva del nadador de espalda que observa ese techo enorme y lejano lleno de vigas que todos hemos contemplado y creído capaz de no acabar jamás. ¿Se acerca ya la meta? ¿Me giro ya? ¿Me golpearé la cabeza?
El gusto del cloro son viñetas inundadas de un aguamarina apagado que guarda silencio pero no calla, un azul que se rompe en el color de los cuerpos que hablan de introspección, de cierta tristeza suave pero persistente. A través de sus páginas, se propaga la melancolía perenne de este lugar dominado por el eco donde, en un carril lleno de viejos, nadan solos los jóvenes sin saber todavía demasiado qué les depara la vida.
1 comentario:
Uuuuuu.. ¡qué ganas de leerlo!
En mi biblioteca no lo tienen...
Publicar un comentario