Trad. Javier Fernández Córdoba. La Factoría de Ideas, Madrid, 2009. 349 pp. 20,95 €
Sofía Rhei
Quizá algunas obsesiones puedan ser una especie de apuesta contra uno mismo. Esta es una de las sensaciones que quedan al terminar de leer la historia de Alban, uno de los miembros de la última generación de la familia Wopuld, clan millonario dedicado a la explotación de un juego de mesa (y posteriores secuelas informáticas) inventado por el bisabuelo. Semejante a este juego de estrategia, el tejido que rige las relaciones entre los miembros de la familia mantiene el precario equilibrio de una tela de araña. El encargado de guiarnos a través de las arenas movedizas de sus parientes se alejó de la vida empresarial y familiar por motivos que permanecerán ocultos durante muchos capítulos, como debe ser; mientras tanto, consigue que sintamos cierta afinidad hacia su peculiar y peligroso modo de vida.
La trama amorosa, que al principio del libro pudiera parecer secundaria, va cobrando gradualmente una densidad inquietante. El orden de la narración tan sólo responde a la esquiva memoria de Alban, que va rescatando escenas de aquí y de allá, secuencias con una conexión relativamente floja pero que desvelan, según se acerca el final, cuales eran los dolorosos lugares del recuerdo que el protagonista estaba evitando a toda costa. El tiempo se convierte en algo fragmentario, tan extraño como las operaciones de cirugía estética sobre el rostro de aquellos a quienes se ama, en un puzzle o juego cuyas leyes, o al menos una de ellas, probablemente la más importante, permanecen ocultas hasta el final. Desamparado de una verdad que podría haberle evitado décadas de sufrimiento, Alban se mueve entre recuerdos interpretados a voluntad, revividos voluntariamente una vez tras otra, convocados como un mantra que pudiera erradicar la locura.
El personaje de la abuela Win, que no en vano se llama de ese modo, planea sobre los recuerdos de Alban como un ser casi omnisciente, que se dedica con una frialdad paradójicamente maternal a manejar todos los hilos, visibles y ocultos, de la complicada trama afectiva y política de los numerosos miembros de la familia. Se trata de un personaje digno de Iris Murdoch.
Sin ser tan malvado como ella, Banks nos proporciona una novela que se lee sola y que posee la agradable ventaja de no resultar tramposa (léanse truculencias gratuitas, golpes de efecto sin venir a cuento, señoritas amarradas en sótanos, psicópatas con un pequeño tic o religiones extravagantes). Como dijo Fellini de cierto libro (que, para mi gusto, no lo merecía, por eso no lo nombro), "emociona sin avergonzar". Pero sobre todo es un despliegue de técnicas narrativas de una sutileza, eficacia y originalidad sorprendentes, algo que la cuidada traducción ha sabido reproducir, y podría funcionar como manual de estilo para cualquier aspirante a escritor. Baste un botón:
«Ardía bien, el papel y la cuerda se oscurecían y desaparecían, permitiendo que el chaquetón de dentro, empapado en gasolina, se desenvolviera mientras la envoltura que lo contenía se deshacía en llamas, igual que una oscura flor ardiente.»
Sofía Rhei
Quizá algunas obsesiones puedan ser una especie de apuesta contra uno mismo. Esta es una de las sensaciones que quedan al terminar de leer la historia de Alban, uno de los miembros de la última generación de la familia Wopuld, clan millonario dedicado a la explotación de un juego de mesa (y posteriores secuelas informáticas) inventado por el bisabuelo. Semejante a este juego de estrategia, el tejido que rige las relaciones entre los miembros de la familia mantiene el precario equilibrio de una tela de araña. El encargado de guiarnos a través de las arenas movedizas de sus parientes se alejó de la vida empresarial y familiar por motivos que permanecerán ocultos durante muchos capítulos, como debe ser; mientras tanto, consigue que sintamos cierta afinidad hacia su peculiar y peligroso modo de vida.
La trama amorosa, que al principio del libro pudiera parecer secundaria, va cobrando gradualmente una densidad inquietante. El orden de la narración tan sólo responde a la esquiva memoria de Alban, que va rescatando escenas de aquí y de allá, secuencias con una conexión relativamente floja pero que desvelan, según se acerca el final, cuales eran los dolorosos lugares del recuerdo que el protagonista estaba evitando a toda costa. El tiempo se convierte en algo fragmentario, tan extraño como las operaciones de cirugía estética sobre el rostro de aquellos a quienes se ama, en un puzzle o juego cuyas leyes, o al menos una de ellas, probablemente la más importante, permanecen ocultas hasta el final. Desamparado de una verdad que podría haberle evitado décadas de sufrimiento, Alban se mueve entre recuerdos interpretados a voluntad, revividos voluntariamente una vez tras otra, convocados como un mantra que pudiera erradicar la locura.
El personaje de la abuela Win, que no en vano se llama de ese modo, planea sobre los recuerdos de Alban como un ser casi omnisciente, que se dedica con una frialdad paradójicamente maternal a manejar todos los hilos, visibles y ocultos, de la complicada trama afectiva y política de los numerosos miembros de la familia. Se trata de un personaje digno de Iris Murdoch.
Sin ser tan malvado como ella, Banks nos proporciona una novela que se lee sola y que posee la agradable ventaja de no resultar tramposa (léanse truculencias gratuitas, golpes de efecto sin venir a cuento, señoritas amarradas en sótanos, psicópatas con un pequeño tic o religiones extravagantes). Como dijo Fellini de cierto libro (que, para mi gusto, no lo merecía, por eso no lo nombro), "emociona sin avergonzar". Pero sobre todo es un despliegue de técnicas narrativas de una sutileza, eficacia y originalidad sorprendentes, algo que la cuidada traducción ha sabido reproducir, y podría funcionar como manual de estilo para cualquier aspirante a escritor. Baste un botón:
«Ardía bien, el papel y la cuerda se oscurecían y desaparecían, permitiendo que el chaquetón de dentro, empapado en gasolina, se desenvolviera mientras la envoltura que lo contenía se deshacía en llamas, igual que una oscura flor ardiente.»
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