Trad. Selma Ancira. Minúscula, Barcelona, 2008. 131 pp. 14 €
Martí Sales
Minúscula es una editorial independiente que hace bueno el dicho catalán: “al pot petit hi ha la bona confitura” (en el bote pequeño está la buena confitura). Sus libros son escogidos con ojo certero e igual de escrupuloso es su tratamiento del lenguaje y del propio objeto: así, uno a uno, reúnen los tres ingredientes necesarios parar calificar de excelente a una editorial. Editan libros minis, como pequeñas brújulas, cajas de cerillas o linternas de bolsillo para no ir a ciegas por este siglo xx al que tantas veces se le quemaron los fusibles. No está sola, que también están Impedimenta, 1984, Club Editor, Nórdica, Sexto Piso: hay que hablar de su gran labor y enaltecerla porque se lo merecen, impenitentes luchadoras todas ellas por la literatura en mayúsculas.
Entre 1911 y 1917 Marina Tsvietáieva, importantísima poeta rusa de estilo único y trágica suerte, vive con intensidad su amistad con el también poeta Maximilián Voloshin –parecida a la que la unió a Bolk, Pasternak, Mandelstam o Rilke: Tsvietáieva era una apasionada y se volcaba en su gente, a menudo escritores, a menudo amantes y pocas veces gente anodina. Tsvietáieva era adolescente cuando lo conoció y por eso toda su relación está teñida del color de lo edénico –de lo primigenio y feliz. Koktebel, “la colina azul” donde residía el poeta, se me antoja como una especie de jardín de Ardis, la finca nabokoviana de Ada o el Ardor: allí donde todo nace y nada es corrupto, un locus amoenus alejado del “sound and the fury” mundano, un refugio de poetas, artistas y escritores –“allí empezó la inspiración”, escribiría Viktoria Schweitzer. Voloshin es descrito como un ser inmenso en su bondad, rizos y túnicas, el pacifismo encarnado, la sabiduría de la tierra más que de la humanidad –su perfil podía ser visto en unas rocas enormes que se adentraban en el mar. La poeta dedica más del noventa por ciento del libro a intentar que nos enamoremos de Voloshin y todo lo que representa –y creo que lo consigue–: el libro es una píldora dorada con mucho cariño y dulzura, una especie de oasis de pura poesía, conversaciones, amistad y, en resumen, felicidad que rezuma por todos sus párrafos. En el último diez por ciento la realidad irrumpe a tiros y desbarata la escena idílica –y las vidas de tantos. Mucho más tarde, en 1932, años ominosos para Europa –Joseph Roth tiene cartas espeluznantes de aquella época–, en su exilio parisiense la poeta escribe un retrato del Voloshin, Viva voz de vida. Por aquel entonces Tsvietáieva ya ha sufrido en sus carnes los desvaríos de un continente sacudido y enrabiado y parece encontrar, recordando aquel tiempo pretérito, una bolsa de aire fresco que la ayuda a soportar un presente plagado de penurias. Este abismo entre felicidad pasada y porvenir atroz es determinante para entender Viva voz de vida, esa oculta pulsión de urgencia y necesidad que da gran interés y calado a un texto que no es ni más ni menos que un bellísimo agarradero ante la destrucción total. Tsvietáieva en un cuartucho de París invocando otro mundo, construyendo un mito y huyendo, todo a la vez, a través de su escritura en plena forma. Quizás no es la mejor retratista de todos los tiempos (¿deberían darle este título a Lytton Strachey, tal vez?), y, sin embargo, qué maravilla su estilo, su uso de los guiones largos para esponjar el texto, su prosa que evita lo prosaico pero nunca no cae en lo poético –en lo poético mal entendido, claro está. Hay anécdotas memorables –poetas que se regalan unos a los otros; excursiones por la nieve que acaban en chozas campesinas y conversaciones alucinantes; cabezas acariciadas, torres mágicas y alfombras nocturnas de perros–, la descripción del personaje es magnífica, pero nada supera su gracia, su altísimo rango como escritora y el simple gusto de leer un texto tan libre, potente, personal. He aquí Tsvietáieva sacudiéndose a plumazos el peso de la historia con la que siempre –y por siempre– será vinculada –el peso que la aplastó y configuró; he aquí Tsvietáieva estatua ecuestre –la fuga inmóvil de la literatura– resistiendo encaramada al caballo de su gran escritura.
Martí Sales
Minúscula es una editorial independiente que hace bueno el dicho catalán: “al pot petit hi ha la bona confitura” (en el bote pequeño está la buena confitura). Sus libros son escogidos con ojo certero e igual de escrupuloso es su tratamiento del lenguaje y del propio objeto: así, uno a uno, reúnen los tres ingredientes necesarios parar calificar de excelente a una editorial. Editan libros minis, como pequeñas brújulas, cajas de cerillas o linternas de bolsillo para no ir a ciegas por este siglo xx al que tantas veces se le quemaron los fusibles. No está sola, que también están Impedimenta, 1984, Club Editor, Nórdica, Sexto Piso: hay que hablar de su gran labor y enaltecerla porque se lo merecen, impenitentes luchadoras todas ellas por la literatura en mayúsculas.
Entre 1911 y 1917 Marina Tsvietáieva, importantísima poeta rusa de estilo único y trágica suerte, vive con intensidad su amistad con el también poeta Maximilián Voloshin –parecida a la que la unió a Bolk, Pasternak, Mandelstam o Rilke: Tsvietáieva era una apasionada y se volcaba en su gente, a menudo escritores, a menudo amantes y pocas veces gente anodina. Tsvietáieva era adolescente cuando lo conoció y por eso toda su relación está teñida del color de lo edénico –de lo primigenio y feliz. Koktebel, “la colina azul” donde residía el poeta, se me antoja como una especie de jardín de Ardis, la finca nabokoviana de Ada o el Ardor: allí donde todo nace y nada es corrupto, un locus amoenus alejado del “sound and the fury” mundano, un refugio de poetas, artistas y escritores –“allí empezó la inspiración”, escribiría Viktoria Schweitzer. Voloshin es descrito como un ser inmenso en su bondad, rizos y túnicas, el pacifismo encarnado, la sabiduría de la tierra más que de la humanidad –su perfil podía ser visto en unas rocas enormes que se adentraban en el mar. La poeta dedica más del noventa por ciento del libro a intentar que nos enamoremos de Voloshin y todo lo que representa –y creo que lo consigue–: el libro es una píldora dorada con mucho cariño y dulzura, una especie de oasis de pura poesía, conversaciones, amistad y, en resumen, felicidad que rezuma por todos sus párrafos. En el último diez por ciento la realidad irrumpe a tiros y desbarata la escena idílica –y las vidas de tantos. Mucho más tarde, en 1932, años ominosos para Europa –Joseph Roth tiene cartas espeluznantes de aquella época–, en su exilio parisiense la poeta escribe un retrato del Voloshin, Viva voz de vida. Por aquel entonces Tsvietáieva ya ha sufrido en sus carnes los desvaríos de un continente sacudido y enrabiado y parece encontrar, recordando aquel tiempo pretérito, una bolsa de aire fresco que la ayuda a soportar un presente plagado de penurias. Este abismo entre felicidad pasada y porvenir atroz es determinante para entender Viva voz de vida, esa oculta pulsión de urgencia y necesidad que da gran interés y calado a un texto que no es ni más ni menos que un bellísimo agarradero ante la destrucción total. Tsvietáieva en un cuartucho de París invocando otro mundo, construyendo un mito y huyendo, todo a la vez, a través de su escritura en plena forma. Quizás no es la mejor retratista de todos los tiempos (¿deberían darle este título a Lytton Strachey, tal vez?), y, sin embargo, qué maravilla su estilo, su uso de los guiones largos para esponjar el texto, su prosa que evita lo prosaico pero nunca no cae en lo poético –en lo poético mal entendido, claro está. Hay anécdotas memorables –poetas que se regalan unos a los otros; excursiones por la nieve que acaban en chozas campesinas y conversaciones alucinantes; cabezas acariciadas, torres mágicas y alfombras nocturnas de perros–, la descripción del personaje es magnífica, pero nada supera su gracia, su altísimo rango como escritora y el simple gusto de leer un texto tan libre, potente, personal. He aquí Tsvietáieva sacudiéndose a plumazos el peso de la historia con la que siempre –y por siempre– será vinculada –el peso que la aplastó y configuró; he aquí Tsvietáieva estatua ecuestre –la fuga inmóvil de la literatura– resistiendo encaramada al caballo de su gran escritura.
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