Juan Marqués
Repasando mis notas de lectura, compruebo que durante el año pasado leí algo más de cien nuevas obras de autores españoles publicadas durante el propio 2008. La más hermosa, limpia y emocionante de todas ellas se titula Heridas causadas por tres rinocerontes y la escribió Fernando Sanmartín. La descubrí en primavera con incredulidad, la releí inmediatamente después con emoción, y he vuelto a recorrerla otras dos veces desde entonces sin que la admiración y la gratitud hayan hecho otra cosa que aumentar.
Hay libros que uno no querría reseñar sino regalar masivamente, copiarlos con buena letra en cuadernos pequeños y dejarlos en los bancos de los parques o de las paradas de autobús, reproducirlos todo lo posible para que más gente pueda llegar hasta ellos y saborearlos. Son libros cuyos derechos debería comprar el Estado para imprimir millones de ejemplares y repartirlos por las casas como si fuese el listín telefónico, ya que su lectura aumentaría no ya el nivel cultural sino la calidad civil de las personas, la bondad y la comprensión de los ciudadanos, la atención popular por las cosas importantes. Sería bueno fundar un país donde sucedieran esas cosas, un lugar donde el poder supiese que hay textos que mejoran a quienes los leen, que producen personas más completas y libres. Yo, por mi parte, he regalado estas Heridas causadas por tres rinocerontes a todos los médicos que conozco, y estoy seguro de que nada de lo que pueda escribir aquí, por muy sincero y entusiasta que sea, sería tan eficaz para recomendarlo como copiar sin más dos o tres de sus mejores páginas.
Confieso que es un libro que ya me gustaba antes de leerlo, no tanto por intuición como por ilusión, por esperanza e incluso por sentido común. Cuando un poeta tan pudoroso y discreto como Fernando Sanmartín (y éste, sea lo que sea, es fundamentalmente el libro de un poeta) publica un breve cuaderno de los días en que su hijo luchaba contra la leucemia, es inmediatamente evidente que estamos ante un título que no se puede dejar escapar porque ha de tratarse de un libro importante, crudo, verdadero. Después las expectativas quedan completamente satisfechas al comprobar que todo está bien en él, desde la preciosa edición de Xordica (ilustrada por el niño que coprotagoniza el diario) hasta casi cada una de sus secciones, de sus páginas, de sus palabras.
En la página 20 de Hacia la tormenta (el anterior diario publicado por Sanmartín —Zaragoza, Xordica, 2005—) nacía Yorgos, el niño que ahora es casi siempre nombrado, sin más, «el niño enfermo», excepto en la dedicatoria, en el prólogo y en algunas pocas ocasiones más. Si ese prólogo no es un epílogo, como tal vez agradecerían ciertos lectores, es seguramente porque en él se nos explica que el niño superó felizmente la enfermedad y que está lleno de vida y futuro, aviso que en buena medida hace menos angustiosa la lectura de todo lo que sigue, sabedores desde el principio de que no va a terminar trágicamente.
Pero el libro es, con todo, estremecedor, y sabe expresar y compartir algo tan inefable y privado como el pánico a una pérdida que resultaría inconcebiblemente dolorosa. «Necesito que cese, en algunos momentos, la desesperación», declara en p. 23, y poco después se nos regala uno de los párrafos más exactos del libro, que he de citar completo: «El destino, la vida, nos corrige. Y lo hace sin delicadeza. Porque vivir es un capricho del destino, una cortesía. Yo quiero escribir contra el destino, quiero negarlo, impedir que siga devorándome. Pero lo único que hago es colorear una máquina de tren con Yorgos, compartir con él ese dibujo, hacer algo en común. Nos intercambiamos pinturas, nos fijamos en los contornos. Yo lo miro a él. Miro su rostro. Su cabeza sin pelo. Su ternura. Mis llagas» (p. 26). Inmediatamente antes de estas palabras se dice algo que, en mi opinión, sería más cierto si se le diera la vuelta: «Yorgos, dentro de dos meses, cumplirá cuatro años. Celebrará ese día, y todos sus cumpleaños futuros, como un amanecer», cuando sucede que en medio del miedo, la enfermedad y el dolor uno celebra cada amanecer como si fuese un cumpleaños.
Se dice también que «el silencio es la herramienta, lo único que hace no quedar mal» (p. 29) y se comprende que «no existen los disfraces si uno se ha desmoronado de verdad» (p. 36), aunque la primera parte ha terminado con una sublime declaración de esperanza: «Hay días en los que subo a un taxi para huir. Los semáforos lo impiden. Y lo impide el equipaje invisible que llevo siempre. Aunque, sobre todo, lo impide mi certeza de que la vida volverá a llenarse de almohadones» (p. 29)...
Estoy completamente convencido de que no puede haber literatura verdaderamente alta que no sea a la vez profundamente humilde. Heridas causadas por tres rinocerontes es, en ese sentido, una lección inolvidable sobre cómo poner la literatura al servicio de la vida, aun teniendo entre mano un tema tan delicado y tan susceptible de desembocar en lo lacrimógeno. Lo que consigue Sanmartín, sin embargo, es de una pulcritud perfecta:
«Le pongo al niño, en sus heridas, unas gotas de Betadine. Me mancho las manos, y el niño se ríe de mis dedos manchados. Y esa risa es un balneario» (p. 34).
1 comentario:
Preciosa reseña, Juan. Tengo alguien, en tan dolorosísimo trance, a quien regalárselo. Muchas gracias.
Saludos.
migratoria
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