Traducción del autor. Lengua de trapo, Madrid, 2009. 172 pp. 18,50 €.
Ignacio Sanz
Dos amigos, desconocidos entre sí, me habían hablado con mucho entusiasmo de Murado, escritor gallego que se ganaba la vida como reportero de guerra en algunos de las refriegas abiertas en el mundo. Uno de ellos, además, me contaba que cada día se trasladaba al frente en un taxi junto con otros compañeros. Salían del hotel los periodistas y fotógrafos y le decían al taxista: llévenos al frente a ver cómo anda aquello. Como si fueran descendientes directos de Gila. A partir de esas experiencias Murado escribía, convenientemente distorsionados, relatos tremebundos sobre las contradicciones y disparates que se producen en todas las guerras.
Parte de esas experiencias las volcó en Ruido. Relatos de guerra, centradas en el conflicto yugoslavo, un libro que corrió de mano en mano entre los lectores fervorosos. Posteriormente publicó Fin de siglo en Palestina, considerado como el «Libro del año» por la Asociación Gallega de Editores donde ahonda en las brechas que abre la guerra en la sociedad circundante.
Con El sueño de la fiebre, objeto de este comentario, Murado no se aparta del todo de la guerra, porque alguno de los relatos tiene como protagonista de fondo el conflicto palestino, pero el hilo conductor de estas historias es la fiebre, los estados febriles que sacan al mundo de la realidad y lo colocan en ese grado de calentura en la que se pierde la nitidez para contemplar pero, al mismo tiempo, nos descubre realidades fantasmales latentes en nuestra cabeza. Entre relato y relato y entre lo real y lo ficticio, Murado hilvana unos excursus sobre la fiebre entre reales y ficticios que recorren todo el libro y que resultan muy reveladores: «La fiebre no es una tiniebla, es una luz cegadora. Recuperarse de ella es como flotar en la oscuridad, como cuando se sale a flote de un baño de agua caliente. La temperatura del cuerpo va descendiendo lentamente y la carne se estremece con un placer que tiene que ser similar al placer de revivir.»
La fiebre, los estados febriles, a veces de apariencia irreal o fantástica, dan vida a la mayoría de los relatos ambientados en escenarios que van de la Galicia rural de Los otros, El sueño de la nieve o El remordimiento hasta los situados en una Roma lejana o en un Santiago de Compostela inquisitorial. Pero todos están tocados por un hilo sutil de fiebre, de irrealidad, de fantasía contenida, muy lejos de la fantasía desbordante de su paisano Cunqueiro en el que Murado bebe, sí, pero a tragos cortos, con templanza.
Jan Van Iriis, joyero, el cuento con el que se abre el libro, que discurre en un Santiago de Compostela de principios del siglo XX, podría servir como ejemplo de esa atmósfera inquietante y perturbadora que salpica al resto de los relatos. Por lo demás, Murado escribe con la agilidad propia de un periodista, es decir, con eficacia.
Acaso por ello el lector se transforma con la lectura de estas historias y acaba, también él, poseído por la fiebre, empujado a leer, a seguir leyendo, como si estuviera contagiado por la reverberación febril en la que nos mete Murado con estas historias fantásticas, escritas o al menos imaginadas, si no en un estado febril, sí en estado de gracia.
Ignacio Sanz
Dos amigos, desconocidos entre sí, me habían hablado con mucho entusiasmo de Murado, escritor gallego que se ganaba la vida como reportero de guerra en algunos de las refriegas abiertas en el mundo. Uno de ellos, además, me contaba que cada día se trasladaba al frente en un taxi junto con otros compañeros. Salían del hotel los periodistas y fotógrafos y le decían al taxista: llévenos al frente a ver cómo anda aquello. Como si fueran descendientes directos de Gila. A partir de esas experiencias Murado escribía, convenientemente distorsionados, relatos tremebundos sobre las contradicciones y disparates que se producen en todas las guerras.
Parte de esas experiencias las volcó en Ruido. Relatos de guerra, centradas en el conflicto yugoslavo, un libro que corrió de mano en mano entre los lectores fervorosos. Posteriormente publicó Fin de siglo en Palestina, considerado como el «Libro del año» por la Asociación Gallega de Editores donde ahonda en las brechas que abre la guerra en la sociedad circundante.
Con El sueño de la fiebre, objeto de este comentario, Murado no se aparta del todo de la guerra, porque alguno de los relatos tiene como protagonista de fondo el conflicto palestino, pero el hilo conductor de estas historias es la fiebre, los estados febriles que sacan al mundo de la realidad y lo colocan en ese grado de calentura en la que se pierde la nitidez para contemplar pero, al mismo tiempo, nos descubre realidades fantasmales latentes en nuestra cabeza. Entre relato y relato y entre lo real y lo ficticio, Murado hilvana unos excursus sobre la fiebre entre reales y ficticios que recorren todo el libro y que resultan muy reveladores: «La fiebre no es una tiniebla, es una luz cegadora. Recuperarse de ella es como flotar en la oscuridad, como cuando se sale a flote de un baño de agua caliente. La temperatura del cuerpo va descendiendo lentamente y la carne se estremece con un placer que tiene que ser similar al placer de revivir.»
La fiebre, los estados febriles, a veces de apariencia irreal o fantástica, dan vida a la mayoría de los relatos ambientados en escenarios que van de la Galicia rural de Los otros, El sueño de la nieve o El remordimiento hasta los situados en una Roma lejana o en un Santiago de Compostela inquisitorial. Pero todos están tocados por un hilo sutil de fiebre, de irrealidad, de fantasía contenida, muy lejos de la fantasía desbordante de su paisano Cunqueiro en el que Murado bebe, sí, pero a tragos cortos, con templanza.
Jan Van Iriis, joyero, el cuento con el que se abre el libro, que discurre en un Santiago de Compostela de principios del siglo XX, podría servir como ejemplo de esa atmósfera inquietante y perturbadora que salpica al resto de los relatos. Por lo demás, Murado escribe con la agilidad propia de un periodista, es decir, con eficacia.
Acaso por ello el lector se transforma con la lectura de estas historias y acaba, también él, poseído por la fiebre, empujado a leer, a seguir leyendo, como si estuviera contagiado por la reverberación febril en la que nos mete Murado con estas historias fantásticas, escritas o al menos imaginadas, si no en un estado febril, sí en estado de gracia.
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