Trad. Jesús Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2008. 264 pp. 17 €
Pablo Gutiérrez
Acabo de terminar de leer La casa de los encuentros, y no quiero que se me escape la emoción y el bocado de la última página; por eso acudo rápido al cuaderno y sobre la contraportada escribo esta nota muy apresurada.
Primer apunte: Amis escribe como yo deseo escribir (y lo leo traducido, mi inglés apenas me alcanza para alguna simplicidad). Quiero decir, con esas paletadas de ideas y de imágenes que yo no tengo; dije imágenes, sí (no me atrevo a hablar de su prosa sin haberlo leído en inglés, aunque pueda entreverse detrás de la traducción), pero sobre todo me refiero a sus ideas, los carros de ideas que te vuelca a los pies para que hurgues en ellas y te manches los zapatos y elijas algunas para llenarte los bolsillos. ¡Hay tantos escritores (y muchos de mis favoritos) que ni siquiera manejan una sola idea!, una idea cabal e integrada en el discurso, en este caso en la novela, una idea que pueda distinguirse detrás de todo, entorno a todo, una idea que, como se decía antes, forme algo parecido a una tesis.
¿Recuerdan las novelas de tesis, ese concepto que aprendimos en los manuales de literatura? Los profesores hablaban de novela de tesis cuando nos hacían leer a Baroja o a Galdós, y después de las truculencias minuciosas del primero o de las lentitudes del segundo se nos decía: pues todo eso lo escribió este señor para demostrar tal cosa (y en tal cosa poníamos: la imposibilidad de un orden justo, la decadencia de la sociedad del XIX, el opresivo sistema de clases, el caciquismo, etcétera).
Pues bien, La casa de los encuentros es una novela de tesis, muy distinta de El libro de Rachel, Dinero, Campos de Londres o Perro callejero. En éstas, las ideas circulaban en zig-zag, atravesaban a los personajes, cogían al lector de los carrillos y trepidaban en un alegre desconcierto muy cómico, muy brillante, muy ingenioso. En cambio, las piezas dispuestas por Martin Amis en La casa de los encuentros tienen un objetivo, son un vector dirigido a la demostración de una idea, de una tesis, como hacían los viejos abueletes de la literatura pasada. La tesis es: qué enorme traición cometió la izquierda de acá (acá quiere decir la Europa formal), qué ceguera quiso inflingirse al mirar hacia otro lado para no ver la carnicería que se cometía en la Unión Soviética. Y aquí se adjunta con un clip el monstruoso Archipiélago Gulag —Solzhenitsyn ya describió con minucia esas fauces que se tragaron millones de cuerpos, y la novela de Amis no tendría sentido sin Solzhenitsyn—; pero también se adjunta, porque es indivisible, aquel Koba el Temible con el que el mismo Amis nos noqueó hace algunos años. Koba el Temible... recuerdo que no dejé de anotarlo y subrayarlo y de sentir rubor por todas esas cosas que no sabía, todo ese universo que no conocía, que no imaginaba, ni siquiera después de leer, por ejemplo, La broma de Kundera, porque la magnitud de la crueldad, el dolor y la desesperación se me escapaban, las proporciones eran irreales.
Segundo apunte: no hay duda, La casa de los encuentros parece una novela construida a partir de la digestión de Koba el Temible. Si en Koba... el autor describía la crueldad y la carnicería genocida de Stalin con la forma de una biografía, en La casa... acerca su lupa a la historia de dos hermanos sepultados en uno de los campos de concentración con los que el padre de todos los rusos quiso limpiar las llanuras, ya saben, con ese modo suyo tan delicado de hacer las cosas. Recurriendo otra vez a un concepto de antiguo manual de crítica literaria, aquí se enfrentarían las nociones de Historia y de intrahistoria: Historia en Koba..., intrahistoria en La casa de los encuentros.
Tercer apunte: como espera el lector de Guerra y paz, la narración de Martin Amis trasciende al escenario histórico en el que transcurre y cobra valor por el propio relato y por la construcción de los complejos personajes, con independencia de que eso ocurra durante las guerras napoleónicas o durante el terror soviético. Las descripciones de los grados del dolor y la tortura en el gulag son sobrecogedores, te revuelven y te revientan, pero el verdadero dolor se produce dentro de ti cuando Amis consigue que entiendas que todo ese tormento no se produce en el interior de un gulag, sino en el interior de dos seres concretos, vivos, carnales, próximos, ciertos.
Martin Amis: no puedo decir nada más de él. Comencé a leerlo tarde, hace un par de años, tarde y al revés, desde Perro callejero hasta El libro de Rachel, y aún no sé decir qué contiene su literatura, cuál es su fórmula, el ingrediente. Aunque haya un estilo recurrente en sus novelas, tengo la sensación de que Amis sería capaz de escribir fácilmente con cualquier otro tono, impostando una voz diferente. Cualquier libro podría ser el próximo de Martin Amis; cualquier libro que te sacuda, que te inquiete, que no olvides, como La casa de los encuentros.
Pablo Gutiérrez
Acabo de terminar de leer La casa de los encuentros, y no quiero que se me escape la emoción y el bocado de la última página; por eso acudo rápido al cuaderno y sobre la contraportada escribo esta nota muy apresurada.
Primer apunte: Amis escribe como yo deseo escribir (y lo leo traducido, mi inglés apenas me alcanza para alguna simplicidad). Quiero decir, con esas paletadas de ideas y de imágenes que yo no tengo; dije imágenes, sí (no me atrevo a hablar de su prosa sin haberlo leído en inglés, aunque pueda entreverse detrás de la traducción), pero sobre todo me refiero a sus ideas, los carros de ideas que te vuelca a los pies para que hurgues en ellas y te manches los zapatos y elijas algunas para llenarte los bolsillos. ¡Hay tantos escritores (y muchos de mis favoritos) que ni siquiera manejan una sola idea!, una idea cabal e integrada en el discurso, en este caso en la novela, una idea que pueda distinguirse detrás de todo, entorno a todo, una idea que, como se decía antes, forme algo parecido a una tesis.
¿Recuerdan las novelas de tesis, ese concepto que aprendimos en los manuales de literatura? Los profesores hablaban de novela de tesis cuando nos hacían leer a Baroja o a Galdós, y después de las truculencias minuciosas del primero o de las lentitudes del segundo se nos decía: pues todo eso lo escribió este señor para demostrar tal cosa (y en tal cosa poníamos: la imposibilidad de un orden justo, la decadencia de la sociedad del XIX, el opresivo sistema de clases, el caciquismo, etcétera).
Pues bien, La casa de los encuentros es una novela de tesis, muy distinta de El libro de Rachel, Dinero, Campos de Londres o Perro callejero. En éstas, las ideas circulaban en zig-zag, atravesaban a los personajes, cogían al lector de los carrillos y trepidaban en un alegre desconcierto muy cómico, muy brillante, muy ingenioso. En cambio, las piezas dispuestas por Martin Amis en La casa de los encuentros tienen un objetivo, son un vector dirigido a la demostración de una idea, de una tesis, como hacían los viejos abueletes de la literatura pasada. La tesis es: qué enorme traición cometió la izquierda de acá (acá quiere decir la Europa formal), qué ceguera quiso inflingirse al mirar hacia otro lado para no ver la carnicería que se cometía en la Unión Soviética. Y aquí se adjunta con un clip el monstruoso Archipiélago Gulag —Solzhenitsyn ya describió con minucia esas fauces que se tragaron millones de cuerpos, y la novela de Amis no tendría sentido sin Solzhenitsyn—; pero también se adjunta, porque es indivisible, aquel Koba el Temible con el que el mismo Amis nos noqueó hace algunos años. Koba el Temible... recuerdo que no dejé de anotarlo y subrayarlo y de sentir rubor por todas esas cosas que no sabía, todo ese universo que no conocía, que no imaginaba, ni siquiera después de leer, por ejemplo, La broma de Kundera, porque la magnitud de la crueldad, el dolor y la desesperación se me escapaban, las proporciones eran irreales.
Segundo apunte: no hay duda, La casa de los encuentros parece una novela construida a partir de la digestión de Koba el Temible. Si en Koba... el autor describía la crueldad y la carnicería genocida de Stalin con la forma de una biografía, en La casa... acerca su lupa a la historia de dos hermanos sepultados en uno de los campos de concentración con los que el padre de todos los rusos quiso limpiar las llanuras, ya saben, con ese modo suyo tan delicado de hacer las cosas. Recurriendo otra vez a un concepto de antiguo manual de crítica literaria, aquí se enfrentarían las nociones de Historia y de intrahistoria: Historia en Koba..., intrahistoria en La casa de los encuentros.
Tercer apunte: como espera el lector de Guerra y paz, la narración de Martin Amis trasciende al escenario histórico en el que transcurre y cobra valor por el propio relato y por la construcción de los complejos personajes, con independencia de que eso ocurra durante las guerras napoleónicas o durante el terror soviético. Las descripciones de los grados del dolor y la tortura en el gulag son sobrecogedores, te revuelven y te revientan, pero el verdadero dolor se produce dentro de ti cuando Amis consigue que entiendas que todo ese tormento no se produce en el interior de un gulag, sino en el interior de dos seres concretos, vivos, carnales, próximos, ciertos.
Martin Amis: no puedo decir nada más de él. Comencé a leerlo tarde, hace un par de años, tarde y al revés, desde Perro callejero hasta El libro de Rachel, y aún no sé decir qué contiene su literatura, cuál es su fórmula, el ingrediente. Aunque haya un estilo recurrente en sus novelas, tengo la sensación de que Amis sería capaz de escribir fácilmente con cualquier otro tono, impostando una voz diferente. Cualquier libro podría ser el próximo de Martin Amis; cualquier libro que te sacuda, que te inquiete, que no olvides, como La casa de los encuentros.
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