Lengua de Trapo, Madrid, 2008. 516 pp. 24,95 €
Sofía Castañón
Esta es la historia de un fracaso. Lo dice Urbano, (o sea, yo), convertido en narrador y personaje de la novela que escribe, que es más bien un guión de cine, o un desastre, que es lo que le augura la Simondebovuá, su profesora en taller literario al que acude con regularidad incierta.
Cuando un actor debe interpretar a un personaje que a su vez quiere ser actor, pero que es malísimo, de repente, actuar mal se convierte en un grado de dificultad mucho mayor. Ser buen actor actuando mal. Esta voltereta, con triple looping y mortal hacia atrás, es la que se marca Manuel García Rubio con Sal: escribe una maravillosa y extensa novela como si fuera un pésimo escritor. Y le sale, claro.
Y entonces una, toda imaginativa, piensa en cómo se podría leer esta novela siendo un pésimo lector. Supongo que entonces, lo primero que tendría que resaltar es que no tiene estilo, porque el narrador combina los registros altos, bajos y desfasados como quien masca chicle, y que además es tramposa, porque con esto de que el narrador no sabe contar —¿o era cosa de ese escritor? ya me pierdo…— nos oculta información por un tubo, y luego a ver quién es el guapo que adivina que el asesino era el mayordomo. De ser una pésima lectora subrayaría la cantidad de información inútil, que no va a ninguna parte —casi igual que en las novelas de Stephen King, en las que te relata la infancia tortuosa de un carnicero que sólo vende carne de auténtica procedencia animal y que, por cierto, no aparece en la historia más que para vender esa carne legítima—, que nos cuela un fragmento de una escena porno a lo Decamerón, con monjas y felación incluida. No diría nada, seguro, de la arquitectura del relato, del talento para crear personajes, de la relación entre el cómo se cuenta una historia y el cómo se suceden las historias. No me pararía ni un segundo a buscar la conexión entre el retrato de una generación que superada la transición transitan sin superarse y la crónica de la vida reciente de una región desahuciada como es Asturias. Y ni mú, oiga, sobre el uso magistral de la ironía, que deja una sonrisa permanente en el lector, que mantiene el pulso y nunca explota en carcajada, porque con el ruido parte del chiste siempre se pierde.
De ser una lectora mala, y para este Stanislavsky he encontrado referentes, me llevaría las manos más canónicas a la cabeza pensando que si una novela ha de ser un espejo en mitad del camino, García Rubio lo fragmenta y así nadie –vamos, ningún lector, que era de lo que hablábamos- se aclara. Ni por la cabeza se me pasaría la idea de que un espejo puede ser también una masa densa, maleable, algo así como un lago que se deje abrazar y nos devuelva, al mismo tiempo, el reflejo a su antojo.
La mala lectora, muy mala ella, no se asomará después por el blog del autor para asistir a un «entre bambalinas» de la novela. La mala lectora andará por ahí muy resentida, y la pobre no habrá disfrutado ni la décima parte que servidora con esta novela. Y, si usted tampoco es malo, entenderá lo que quiero decir.
Sofía Castañón
Esta es la historia de un fracaso. Lo dice Urbano, (o sea, yo), convertido en narrador y personaje de la novela que escribe, que es más bien un guión de cine, o un desastre, que es lo que le augura la Simondebovuá, su profesora en taller literario al que acude con regularidad incierta.
Cuando un actor debe interpretar a un personaje que a su vez quiere ser actor, pero que es malísimo, de repente, actuar mal se convierte en un grado de dificultad mucho mayor. Ser buen actor actuando mal. Esta voltereta, con triple looping y mortal hacia atrás, es la que se marca Manuel García Rubio con Sal: escribe una maravillosa y extensa novela como si fuera un pésimo escritor. Y le sale, claro.
Y entonces una, toda imaginativa, piensa en cómo se podría leer esta novela siendo un pésimo lector. Supongo que entonces, lo primero que tendría que resaltar es que no tiene estilo, porque el narrador combina los registros altos, bajos y desfasados como quien masca chicle, y que además es tramposa, porque con esto de que el narrador no sabe contar —¿o era cosa de ese escritor? ya me pierdo…— nos oculta información por un tubo, y luego a ver quién es el guapo que adivina que el asesino era el mayordomo. De ser una pésima lectora subrayaría la cantidad de información inútil, que no va a ninguna parte —casi igual que en las novelas de Stephen King, en las que te relata la infancia tortuosa de un carnicero que sólo vende carne de auténtica procedencia animal y que, por cierto, no aparece en la historia más que para vender esa carne legítima—, que nos cuela un fragmento de una escena porno a lo Decamerón, con monjas y felación incluida. No diría nada, seguro, de la arquitectura del relato, del talento para crear personajes, de la relación entre el cómo se cuenta una historia y el cómo se suceden las historias. No me pararía ni un segundo a buscar la conexión entre el retrato de una generación que superada la transición transitan sin superarse y la crónica de la vida reciente de una región desahuciada como es Asturias. Y ni mú, oiga, sobre el uso magistral de la ironía, que deja una sonrisa permanente en el lector, que mantiene el pulso y nunca explota en carcajada, porque con el ruido parte del chiste siempre se pierde.
De ser una lectora mala, y para este Stanislavsky he encontrado referentes, me llevaría las manos más canónicas a la cabeza pensando que si una novela ha de ser un espejo en mitad del camino, García Rubio lo fragmenta y así nadie –vamos, ningún lector, que era de lo que hablábamos- se aclara. Ni por la cabeza se me pasaría la idea de que un espejo puede ser también una masa densa, maleable, algo así como un lago que se deje abrazar y nos devuelva, al mismo tiempo, el reflejo a su antojo.
La mala lectora, muy mala ella, no se asomará después por el blog del autor para asistir a un «entre bambalinas» de la novela. La mala lectora andará por ahí muy resentida, y la pobre no habrá disfrutado ni la décima parte que servidora con esta novela. Y, si usted tampoco es malo, entenderá lo que quiero decir.
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