Trad. Ángel Arnau Casas. Ediciones B, Barcelona, 2009. 477 pp. 20 €
Recaredo Veredas
Las peripecias de Vito Corleone y su desventurada prole no pueden separarse de los rostros de un maduro Marlon Brando y de un gélido Al Pacino. La trilogía ha devorado totalmente a la novela. No ha dejado ni los huesos. La obra que nos ocupa gozó de un tremendo éxito en el momento de su publicación. Luego fue totalmente desplazada, tanto que estaba fuera de catálogo antes de la actual reedición. Irremediablemente el lector no establece la comparación de la novela con la versión —como sí ocurre con Guerra y Paz, El Gatopardo o A Sangre Fría— sino al contrario.
El padrino es una obra magnífica e imperfecta. Puzo posee un consumado oficio y es capaz de manejar cientos de personajes y decenas de subtramas sin perder en ningún momento el control, sin dejar de emplazar a los personajes exactamente donde quiere y para lo que desea. Es un gran artesano, que posee arrebatos de genio. Entre las muestras de maestría destaca su capacidad para crear un mundo propio, regido por un código muy distinto al de los vulgares ciudadanos, unas leyes ágrafas que derrumban la omnipotencia y la presunción de inocencia del estado de derecho. La imperfección aparece en el tramo intermedio donde zonas apasionantes de la historia -el crecimiento del negocio durante la época que rodea a la segunda guerra mundial y la reveladora actitud de los Corleone frente al conflicto- están narradas con demasiada rapidez, parecen cercanas a la sinopsis sin que existan causas claras que lo justifiquen.
El planeta edificado por Puzo está regido por el Don, un personaje situado en los límites de la divinidad y la omnisciencia, protegido por una meticulosa red de pasos intermedios que imposibilitan su roce con los tribunales o la policía. Es un protagonista parco en matices, porque no los necesita. El mundo que ha creado los tiene por él. Su debilidad más destacada es su afición por Johnny Fontane, ese cantante arruinado, trasunto de Frank Sinatra. Por lo demás es una pieza de acero, llena de grietas, pero de interior macizo.
La mirada sobre el mundo de los Corleone es una traslación lógica de la lúcida filosofía siciliana, magistralmente expuesta en El Gatopardo o en El Breviario de los Políticos de Mazarino (que también tenía orígenes sicilianos). El estado nunca cuidará por sus ciudadanos. Es, únicamente, una plataforma que permite el enriquecimiento de los políticos, de los privilegiados y los arribistas. Quien no sitúe a su familia en alguno de esos escalafones, aunque sea a costa de su propia vida, será un esclavo hasta su muerte. Así lo afirma la cita de Balzac que abre el libro: «Detrás de cada gran fortuna hay un crimen». Y así lo constata el propio Puzo, escondido bajo los pensamientos del Don: «De pronto comprendió las mil oportunidades que para un hombre de su talento existían en aquel otro mundo, que antes había estado cerrado para él, como lo seguiría estando para todos los hombres honrados». Nos encontramos frente al mundo trazado por Hobbes sin otro Leviatán que uno mismo y su prolongación familiar. Todo está permitido y todo se perdona siempre que la causa del desmán sean los negocios, adquirir una mejor posición que permita la protección de la familia, incluso la muerte de un hijo. El peor delito es la colaboración con el estado: no en vano, el mayor enfado del Don ocurre cuando su hijo Michael decide alistarse al ejército: servir a los intereses de otros. Así contempla la Segunda Guerra Mundial: «El mundo era un oasis de paz para todos los que habían jurado fidelidad a su persona, mientras para otros muchos que creían en la ley y el orden era un infierno donde se moría como una rata». Su omnipotencia se define en una de las primeras escenas, omitida en la versión cinematográfica, en la que El Don se despide de su viejo consiglieri, enfermo terminal de cáncer, quien le solicita que medie ante Dios, porque sólo él puede evitar la condena eterna que le aguarda por sus imperdonables pecados. Son sus hijos, finalmente, quienes pagan las consecuencias de su temeridad: Sonny con la muerte, Fredo con la estupidez y Michael con la caída en el infierno. Sin duda este último es el gran personaje de la novela, como también lo es de las tres películas. La causa reside en el crecimiento: Michael evoluciona, de forma a la vez compleja y comprensible. El lector asiste a su descenso al horror con plena conciencia de su inevitabilidad. Es un auténtico personaje de tragedia griega, que debe afrontar un mundo mucho más cruel que el vivido por su padre (Algo debe cambiar para que todo continúe igual, afirmaba Lampedusa). Un mundo que ya no respeta las férreas tradiciones sicilianas, que deben combinarse con el feroz capitalismo de Wall Street, formando un cóctel que, irremediablemente, aboca a la perdición, a un nihilismo brutal e irremediable, una vez destruido el vínculo con el código de honor siciliano. No en vano la novela se cierra con los rezos de su esposa por la irremisible pérdida de su alma.
¿Cuál es la opinión de Puzo sobre los desmanes de sus personajes? Tal vez ahí resida el aspecto más revolucionario de esta obra. Como en la versión cinematográfica, oscila entre el repudio y una velada admiración. Al menos poseen una mirada sobre el mundo propia y actúan en consecuencia. Nos encontramos frente a una novela que ha mantenido su capacidad reveladora. Un oscuro manual de autoayuda, cuyas enseñanzas permanecen vigentes cuarenta años después de su escritura.
Recaredo Veredas
Las peripecias de Vito Corleone y su desventurada prole no pueden separarse de los rostros de un maduro Marlon Brando y de un gélido Al Pacino. La trilogía ha devorado totalmente a la novela. No ha dejado ni los huesos. La obra que nos ocupa gozó de un tremendo éxito en el momento de su publicación. Luego fue totalmente desplazada, tanto que estaba fuera de catálogo antes de la actual reedición. Irremediablemente el lector no establece la comparación de la novela con la versión —como sí ocurre con Guerra y Paz, El Gatopardo o A Sangre Fría— sino al contrario.
El padrino es una obra magnífica e imperfecta. Puzo posee un consumado oficio y es capaz de manejar cientos de personajes y decenas de subtramas sin perder en ningún momento el control, sin dejar de emplazar a los personajes exactamente donde quiere y para lo que desea. Es un gran artesano, que posee arrebatos de genio. Entre las muestras de maestría destaca su capacidad para crear un mundo propio, regido por un código muy distinto al de los vulgares ciudadanos, unas leyes ágrafas que derrumban la omnipotencia y la presunción de inocencia del estado de derecho. La imperfección aparece en el tramo intermedio donde zonas apasionantes de la historia -el crecimiento del negocio durante la época que rodea a la segunda guerra mundial y la reveladora actitud de los Corleone frente al conflicto- están narradas con demasiada rapidez, parecen cercanas a la sinopsis sin que existan causas claras que lo justifiquen.
El planeta edificado por Puzo está regido por el Don, un personaje situado en los límites de la divinidad y la omnisciencia, protegido por una meticulosa red de pasos intermedios que imposibilitan su roce con los tribunales o la policía. Es un protagonista parco en matices, porque no los necesita. El mundo que ha creado los tiene por él. Su debilidad más destacada es su afición por Johnny Fontane, ese cantante arruinado, trasunto de Frank Sinatra. Por lo demás es una pieza de acero, llena de grietas, pero de interior macizo.
La mirada sobre el mundo de los Corleone es una traslación lógica de la lúcida filosofía siciliana, magistralmente expuesta en El Gatopardo o en El Breviario de los Políticos de Mazarino (que también tenía orígenes sicilianos). El estado nunca cuidará por sus ciudadanos. Es, únicamente, una plataforma que permite el enriquecimiento de los políticos, de los privilegiados y los arribistas. Quien no sitúe a su familia en alguno de esos escalafones, aunque sea a costa de su propia vida, será un esclavo hasta su muerte. Así lo afirma la cita de Balzac que abre el libro: «Detrás de cada gran fortuna hay un crimen». Y así lo constata el propio Puzo, escondido bajo los pensamientos del Don: «De pronto comprendió las mil oportunidades que para un hombre de su talento existían en aquel otro mundo, que antes había estado cerrado para él, como lo seguiría estando para todos los hombres honrados». Nos encontramos frente al mundo trazado por Hobbes sin otro Leviatán que uno mismo y su prolongación familiar. Todo está permitido y todo se perdona siempre que la causa del desmán sean los negocios, adquirir una mejor posición que permita la protección de la familia, incluso la muerte de un hijo. El peor delito es la colaboración con el estado: no en vano, el mayor enfado del Don ocurre cuando su hijo Michael decide alistarse al ejército: servir a los intereses de otros. Así contempla la Segunda Guerra Mundial: «El mundo era un oasis de paz para todos los que habían jurado fidelidad a su persona, mientras para otros muchos que creían en la ley y el orden era un infierno donde se moría como una rata». Su omnipotencia se define en una de las primeras escenas, omitida en la versión cinematográfica, en la que El Don se despide de su viejo consiglieri, enfermo terminal de cáncer, quien le solicita que medie ante Dios, porque sólo él puede evitar la condena eterna que le aguarda por sus imperdonables pecados. Son sus hijos, finalmente, quienes pagan las consecuencias de su temeridad: Sonny con la muerte, Fredo con la estupidez y Michael con la caída en el infierno. Sin duda este último es el gran personaje de la novela, como también lo es de las tres películas. La causa reside en el crecimiento: Michael evoluciona, de forma a la vez compleja y comprensible. El lector asiste a su descenso al horror con plena conciencia de su inevitabilidad. Es un auténtico personaje de tragedia griega, que debe afrontar un mundo mucho más cruel que el vivido por su padre (Algo debe cambiar para que todo continúe igual, afirmaba Lampedusa). Un mundo que ya no respeta las férreas tradiciones sicilianas, que deben combinarse con el feroz capitalismo de Wall Street, formando un cóctel que, irremediablemente, aboca a la perdición, a un nihilismo brutal e irremediable, una vez destruido el vínculo con el código de honor siciliano. No en vano la novela se cierra con los rezos de su esposa por la irremisible pérdida de su alma.
¿Cuál es la opinión de Puzo sobre los desmanes de sus personajes? Tal vez ahí resida el aspecto más revolucionario de esta obra. Como en la versión cinematográfica, oscila entre el repudio y una velada admiración. Al menos poseen una mirada sobre el mundo propia y actúan en consecuencia. Nos encontramos frente a una novela que ha mantenido su capacidad reveladora. Un oscuro manual de autoayuda, cuyas enseñanzas permanecen vigentes cuarenta años después de su escritura.
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