Trad. Masoud Sabouri. Lengua de Trapo, Madrid, 2009. 96 pp. 8.98 €
José Morella
Tierra y cenizas cuenta el viaje de un hombre, Dastguir, y su nieto, Yasin, hacia la mina de carbón donde trabaja el hijo del primero y padre del segundo. Van a contarle que su aldea ha sido arrasada por los rusos, y toda la familia excepto ellos ha perecido. Yasin se ha quedado sordo por culpa de las bombas, pero él piensa que, por el contrario, las bombas le han quitado la voz a todos los demás. El estilo lacónico y pulcro de Rahimi es un esfuerzo por representar la máxima violencia con la mayor delicadeza posible. Consigue evitar lo obsceno de la guerra y explicar la guerra al mismo tiempo, sin quitarle un ápice de dolor. Salpica el desierto narrativo de su historia con gotas de poesía destilada, mineral. Eso es lo que la literatura todavía puede ganarle a la imagen televisiva. Se pierde lo obsceno y se gana profundidad y verdad. Porque la verdad necesita una reflexión, un proceso de digestión mental, y la imagen de la pantalla no es más que brutalidad en el salón de tu casa. Acto sin reflexión.
Atiq Rahimi habla de su país desde una posición que podríamos llamar la del extranjero autóctono. Tal vez ningún otro afgano, demasiado implicado en su propio tejido de país, podría haber escrito una novela como esta. Rahimi lleva años de exilio en París. Cada día, a las diez de la mañana, se va a un bar, siempre el mismo. Pide un desayuno, y en cuanto el bar comienza a estar lo suficientemente lleno para que él se sienta solo, se pone a escribir. Se va de allí unas doce horas después. En una entrevista, Rahimi explica que eso sería imposible en su país: «en ciertos países, como Afganistán, no se tiene derecho a la soledad. La vida en familia, la vida social, política e intelectual te obliga a estar todo el tiempo en contacto con otras personas (... ) Hay miradas, sabes que estás siendo vigilado». En el año 2000 volvió a su país para hacer un reportaje fotográfico de encargo para una revista francesa, y notó el choque del retorno: «todo el mundo dice que partir es morir un poco. Yo digo que volver también es morir», dice Rahimi. Su país parece obsesionarle, pero para poder hablar de él necesita colocarse en el mundo como un extranjero. Acercarse a sus compatriotas como si estos fueran extraños. Y lo son. Ahí descansa la calidad de su mirada. En el extrañamiento. Ver en las cosas que creemos normales lo extrañas que en realidad son. En el rodaje de la película basada en Tierra y cenizas, rodada en Afganistán, Rahimi se sintió totalmente fuera de lugar, extranjero: habían programado incendiar un pequeño pueblo para algunas escenas. Era un pueblo totalmente destruido y abandonado. Reconstruyeron parcialmente el lugar de forma muy frágil, apenas unos decorados, todo en papel y madera. También reconstruyeron una mezquita. De repente, apareció gente que empezó a ir a rezar a la improvisada mezquita de cartón piedra. Les daban las gracias, imaginando que eran una ONG que iba a reconstruir todo el pueblo. Rahimi dice: «cuando digo que el arte es inmoral quiero decir esto: teníamos los medios para construir un pueblo sólo para destruirlo después. ¿Imagina el efecto de eso en aquel lugar? Yo les explicaba lo que era y les mostraba que, si se apoyaran en la pared de la mezquita, todo se iría abajo. Pero el día en que íbamos a filmar una escena muy importante, una parte de la mezquita se incendió y hubo una revuelta. Llegó gente de otros pueblos con armas. Fue peligroso. Durante todo el tiempo estuvimos amenazados y quisieron colocar explosivos donde filmábamos». Rahimi es, al mismo tiempo, el extranjero más alejado posible y el afgano que más de cerca, con más amor y sutilidad, nos ofrece una crítica honesta. Él mismo se coloca en el centro de la crítica cuando dice que el arte es inmoral, y no le importa. Esa autocrítica es la esencia de ser un extranjero «de la casa». Por ella lo es. Su mirada está corrompida de exterioridad y, precisamente por eso, es la más limpia posible.
José Morella
Tierra y cenizas cuenta el viaje de un hombre, Dastguir, y su nieto, Yasin, hacia la mina de carbón donde trabaja el hijo del primero y padre del segundo. Van a contarle que su aldea ha sido arrasada por los rusos, y toda la familia excepto ellos ha perecido. Yasin se ha quedado sordo por culpa de las bombas, pero él piensa que, por el contrario, las bombas le han quitado la voz a todos los demás. El estilo lacónico y pulcro de Rahimi es un esfuerzo por representar la máxima violencia con la mayor delicadeza posible. Consigue evitar lo obsceno de la guerra y explicar la guerra al mismo tiempo, sin quitarle un ápice de dolor. Salpica el desierto narrativo de su historia con gotas de poesía destilada, mineral. Eso es lo que la literatura todavía puede ganarle a la imagen televisiva. Se pierde lo obsceno y se gana profundidad y verdad. Porque la verdad necesita una reflexión, un proceso de digestión mental, y la imagen de la pantalla no es más que brutalidad en el salón de tu casa. Acto sin reflexión.
Atiq Rahimi habla de su país desde una posición que podríamos llamar la del extranjero autóctono. Tal vez ningún otro afgano, demasiado implicado en su propio tejido de país, podría haber escrito una novela como esta. Rahimi lleva años de exilio en París. Cada día, a las diez de la mañana, se va a un bar, siempre el mismo. Pide un desayuno, y en cuanto el bar comienza a estar lo suficientemente lleno para que él se sienta solo, se pone a escribir. Se va de allí unas doce horas después. En una entrevista, Rahimi explica que eso sería imposible en su país: «en ciertos países, como Afganistán, no se tiene derecho a la soledad. La vida en familia, la vida social, política e intelectual te obliga a estar todo el tiempo en contacto con otras personas (... ) Hay miradas, sabes que estás siendo vigilado». En el año 2000 volvió a su país para hacer un reportaje fotográfico de encargo para una revista francesa, y notó el choque del retorno: «todo el mundo dice que partir es morir un poco. Yo digo que volver también es morir», dice Rahimi. Su país parece obsesionarle, pero para poder hablar de él necesita colocarse en el mundo como un extranjero. Acercarse a sus compatriotas como si estos fueran extraños. Y lo son. Ahí descansa la calidad de su mirada. En el extrañamiento. Ver en las cosas que creemos normales lo extrañas que en realidad son. En el rodaje de la película basada en Tierra y cenizas, rodada en Afganistán, Rahimi se sintió totalmente fuera de lugar, extranjero: habían programado incendiar un pequeño pueblo para algunas escenas. Era un pueblo totalmente destruido y abandonado. Reconstruyeron parcialmente el lugar de forma muy frágil, apenas unos decorados, todo en papel y madera. También reconstruyeron una mezquita. De repente, apareció gente que empezó a ir a rezar a la improvisada mezquita de cartón piedra. Les daban las gracias, imaginando que eran una ONG que iba a reconstruir todo el pueblo. Rahimi dice: «cuando digo que el arte es inmoral quiero decir esto: teníamos los medios para construir un pueblo sólo para destruirlo después. ¿Imagina el efecto de eso en aquel lugar? Yo les explicaba lo que era y les mostraba que, si se apoyaran en la pared de la mezquita, todo se iría abajo. Pero el día en que íbamos a filmar una escena muy importante, una parte de la mezquita se incendió y hubo una revuelta. Llegó gente de otros pueblos con armas. Fue peligroso. Durante todo el tiempo estuvimos amenazados y quisieron colocar explosivos donde filmábamos». Rahimi es, al mismo tiempo, el extranjero más alejado posible y el afgano que más de cerca, con más amor y sutilidad, nos ofrece una crítica honesta. Él mismo se coloca en el centro de la crítica cuando dice que el arte es inmoral, y no le importa. Esa autocrítica es la esencia de ser un extranjero «de la casa». Por ella lo es. Su mirada está corrompida de exterioridad y, precisamente por eso, es la más limpia posible.
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