ACVF Editorial, Madrid, 2009. 111 pp. 8 €.
Miguel Baquero
Editada por primera vez hace siete años, sale ahora la segunda edición de La alambrada, la tercera novela del madrileño José Marzo. Subtitulada La deconstrucción de un individualista, La alambrada es una novela corta con vocación de desprenderse de todo lo superfluo e ir desde el primer momento, desde la primera frase: «Me telefonearon pasada la medianoche para decirme que mi tío había muerto», en busca de los temas universales: en este caso, las maneras de vivir, las diferentes posturas que los hombres adoptamos ante el discurrir del tiempo, y tratar de establecer, al menos de vislumbrar, cuál de ellas puede ser la más correcta. La más humana. La más moral.
Novela de reflexión pero al mismo tiempo contada con ligereza, muy cercana al estilo del mejor Baroja de El árbol de la ciencia, el autor no busca en ningún momento establecer afirmaciones categóricas, quizás ni llegar a una conclusión. Planteada como un largo diálogo entre un joven que empieza a vivir y su tío, un hombre hasta hace poco vital, individualista, nihilista y un punto cínico, que de pronto se encuentra enfrentado a una muerte inminente, a lo largo de las páginas de La alambrada se van poniendo (lanzando) sobre el tapete cuestiones sobre la vida que a todos nos afectan. Escenas que nos invitan a pensar.
De un lado, el tío enfermo, un hombre que hasta hace poco se encontraba seguro en la vida y contemplaba a los demás con cierta cínica suficiencia, encuentra de repente que sus ideas (o la carencia de ellas), que él creía un terreno firme, y la cultura que consideraba un refugio seguro, comienzan a desmoronarse, a «deconstruirse», sin que al fondo de todo ello, en un primer momento, parezca que vaya a haber nada. Hombre vital, ya se ha dicho, atado al presente, un hombre que ni siquiera se había molestado hasta entonces en ordenar sus recuerdos de forma cronológica, se encuentra de pronto con que pierde pie y en su confusión no encuentra ningún asidero que le frene en la caída. Del otro lado, un joven que hace poco ha salido de la adolescencia, esa etapa que tan feliz se nos aparece en la distancia pero que en realidad te expulsa cargado de traumas, de complejos, de frases que te han quedado por decir, de decisiones que no tuviste el valor de tomar. José Marzo acierta a pintar estos dos caracteres sin otro fondo que una habitación de hospital, apenas unos paisajes diluidos en el recuerdo, y en el diálogo entre ambos, fluido, diverso y, lo que es más importante, desnudo y sin tapujos, asistimos a la comedia humana. Esa comedia cruda, absurda y, a ratos, literaria que los hombres se ven abocados a cumplir desde el inicio de los tiempos.
No diré aquí lo que, finalmente, el tío moribundo acaba por encontrar, como una moneda de oro, al fondo del fango, ni en qué se impulsa el joven para obviar, o aplazar al menos, el absurdo y seguir hacia delante. Novela humana y profunda, emparentada con lo mejor del existencialismo, La alambrada se aparta de cuanto sea conformismo y distracción (en el peor sentido, en el sentido de no querer advertir lo que ocurre alrededor) y apuesta por una constante incitación al lector para que se detenga a pensar, para que considere lo que es y abra los ojos, sin el recurso fácil a esas ideas que flotan espesas por el aire.
«Cuando mi tío nos visitaba, yo sentía que un soplo de aire fresco entraba por la puerta. Cuando partía y la puerta se cerraba, la pipa de mi padre (un hombre idealista, el paréntesis es mío, y adepto a los grandes conceptos) recuperaba el espacio perdido. Ahumaba el salón; el humo se deshilachaba por el pasillo, bajo las puertas, flotaba en los dormitorios, ocupaba la casa entera. Todo parecía cubierto de un humo de responsabilidad y compromiso sin fisuras que se adhería a las paredes y las penetraba».
Miguel Baquero
Editada por primera vez hace siete años, sale ahora la segunda edición de La alambrada, la tercera novela del madrileño José Marzo. Subtitulada La deconstrucción de un individualista, La alambrada es una novela corta con vocación de desprenderse de todo lo superfluo e ir desde el primer momento, desde la primera frase: «Me telefonearon pasada la medianoche para decirme que mi tío había muerto», en busca de los temas universales: en este caso, las maneras de vivir, las diferentes posturas que los hombres adoptamos ante el discurrir del tiempo, y tratar de establecer, al menos de vislumbrar, cuál de ellas puede ser la más correcta. La más humana. La más moral.
Novela de reflexión pero al mismo tiempo contada con ligereza, muy cercana al estilo del mejor Baroja de El árbol de la ciencia, el autor no busca en ningún momento establecer afirmaciones categóricas, quizás ni llegar a una conclusión. Planteada como un largo diálogo entre un joven que empieza a vivir y su tío, un hombre hasta hace poco vital, individualista, nihilista y un punto cínico, que de pronto se encuentra enfrentado a una muerte inminente, a lo largo de las páginas de La alambrada se van poniendo (lanzando) sobre el tapete cuestiones sobre la vida que a todos nos afectan. Escenas que nos invitan a pensar.
De un lado, el tío enfermo, un hombre que hasta hace poco se encontraba seguro en la vida y contemplaba a los demás con cierta cínica suficiencia, encuentra de repente que sus ideas (o la carencia de ellas), que él creía un terreno firme, y la cultura que consideraba un refugio seguro, comienzan a desmoronarse, a «deconstruirse», sin que al fondo de todo ello, en un primer momento, parezca que vaya a haber nada. Hombre vital, ya se ha dicho, atado al presente, un hombre que ni siquiera se había molestado hasta entonces en ordenar sus recuerdos de forma cronológica, se encuentra de pronto con que pierde pie y en su confusión no encuentra ningún asidero que le frene en la caída. Del otro lado, un joven que hace poco ha salido de la adolescencia, esa etapa que tan feliz se nos aparece en la distancia pero que en realidad te expulsa cargado de traumas, de complejos, de frases que te han quedado por decir, de decisiones que no tuviste el valor de tomar. José Marzo acierta a pintar estos dos caracteres sin otro fondo que una habitación de hospital, apenas unos paisajes diluidos en el recuerdo, y en el diálogo entre ambos, fluido, diverso y, lo que es más importante, desnudo y sin tapujos, asistimos a la comedia humana. Esa comedia cruda, absurda y, a ratos, literaria que los hombres se ven abocados a cumplir desde el inicio de los tiempos.
No diré aquí lo que, finalmente, el tío moribundo acaba por encontrar, como una moneda de oro, al fondo del fango, ni en qué se impulsa el joven para obviar, o aplazar al menos, el absurdo y seguir hacia delante. Novela humana y profunda, emparentada con lo mejor del existencialismo, La alambrada se aparta de cuanto sea conformismo y distracción (en el peor sentido, en el sentido de no querer advertir lo que ocurre alrededor) y apuesta por una constante incitación al lector para que se detenga a pensar, para que considere lo que es y abra los ojos, sin el recurso fácil a esas ideas que flotan espesas por el aire.
«Cuando mi tío nos visitaba, yo sentía que un soplo de aire fresco entraba por la puerta. Cuando partía y la puerta se cerraba, la pipa de mi padre (un hombre idealista, el paréntesis es mío, y adepto a los grandes conceptos) recuperaba el espacio perdido. Ahumaba el salón; el humo se deshilachaba por el pasillo, bajo las puertas, flotaba en los dormitorios, ocupaba la casa entera. Todo parecía cubierto de un humo de responsabilidad y compromiso sin fisuras que se adhería a las paredes y las penetraba».
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