jueves, abril 09, 2009

Cartas de París, Alexander Ródchenko

Idea, edición y prólogo de Ginés Garrido. Coordinación de Emilio Ruiz Mateo. Traducción de Sergio Mendezona y Ginés Garrido, revisada por Sara Gutiérrez. La Fábrica, Madrid, 2009. 171 páginas. 22 €

Elena Medel

Supón que eres pintor, fotógrafo, escultor, diseñador gráfico, escenógrafo, activista artístico y gestor cultural en una URSS en pañales; que en 1925, entre marzo y junio, te ofrecen vivir en París, ocupándote —construcción, montaje, etcétera— de algunas de las exhibiciones de tu país para la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industrias Modernas. Y que la ciudad del Sena acoge por entonces, también, a los mayores artistas de vanguardia en cualquier disciplina que puedas imaginar: Braque, Le Corbusier... Te llamas Alexander Ródchenko, has cumplido poco más de treinta años; décadas más tarde se te considerará uno de los autores clave de la historia de la fotografía, en parte por las escenas que has captado —quizá con alma más documental que artística— durante tu periplo francés.
Regresemos: te llamas Alexander Ródchenko, vives para el arte y, sin embargo, París te aburre soberanamente. «Qué sano y sencillo es Oriente, esto se ve con tal claridad solamente desde aquí. Aquí, a pesar de que roban los bailes, los trajes, los colores, la forma de andar, los tipos y las costumbres de Oriente, todo, hacen de todo ello tal abominación y porquería que al fin no queda nada de Oriente», escribe Ródchenko el 25 de marzo de 1925, sólo cuarenta y ocho horas después de llegar a París, en una de sus primeras cartas a las mujeres de su vida: su madre, su pareja —la también artista plástica Várvara Stepánova— y su hija pequeña. Les llama, en tono cariñoso, «Mulka, Mamulka y Mulichka»: mamá, mamaíta, mamita.
Y es que en estas Cartas de París constituyen el diario, en forma de intercambio epistolar —desigual: una cincuentena de misivas de Ródchenko, por sólo seis conservadas de Stepánova—, acerca de la monótona existencia de un genio en una capital de genios; alguien que despierta, trabaja y trabaja, apenas disfruta de jornadas de descanso, y entre ideas, quejas y compras de material para los amigos rechaza conocer a sus homólogos en Francia: cuando un colega y compatriota, el pintor Antoine Pévsner, comunica a Ródchenko el interés de Piccaso y Eremburg por conocerle, éste responde que «mejor dentro de unos días» (2 de abril); casi dos meses más tarde, el 1 de junio, escribe sobre su encuentro con Fernand Léger: «hablé con Léger y me mostré presuntuoso. Soy artista… Lo que hace Léger yo lo he dejado de hacer hace mucho. Y si yo viviera en París, tendría un nombre más grande que Léger. Y aun así no me gustaría vivir aquí… En qué somos peores los de Moscú…»
Alexander Ródchenko compara una y otra vez ambas ciudades, sus costumbres, sus hábitos, sus mundillos artísticos, para despreciar el capitalismo que representa la capital francesa, y subrayar la pureza y calidad de vida de Moscú. «Así es este París, que antes no me apasionaba, pero al que tenía respeto», transmite a su familia el mismo 2 de abril. «Lo raro», continúa, «es que todo el mundo trabaja y todo va bien, tal y como quisiéramos que fuera en nuestro país. Pero, ¿cuál es el fin de todo esto? ¿A dónde quieren llegar? ¿Y para qué? Entonces es cierto que es mejor marcharte a China y, allí, tumbarte, soñar no se sabe con qué». «La exposición, seguramente, no vale la pena ni visitarla; han construido unos pabellones que hasta vistos desde lejos provocan rechazo, y de cerca son un horror. La nuestra [la exposición del sector soviético] es sencillamente genial. En general, desde el punto de vista del gusto artístico, París no es más que una provincia en arquitectura. Los puentes, los ascensores, las escaleras mecánicas, eso sí, eso es bueno», rematará el 5 de abril.
Cartas de París cataloga el trabajo artístico de Ródchenko en los pabellones de la URSS en un doble sentido —el de la minuciosidad con la que Ródchenko registra los avances de su equipo, y el de las imágenes que se incluyen—, pero también narra la historia de un creador con enorme conciencia política: «la luz de Oriente no es solamente la liberación de los trabajadores. La luz de Oriente consiste en una nueva actitud hacia el individuo, la mujer y las cosas» (4 de mayo); «no podremos organizar unas nuevas normas de vida si nuestras relaciones se parecen a las relaciones bohemias de Occidente. Ahí radica el mal» (21 de mayo); «las cosas son el opio de la vida. Sólo se puede ser comunista o capitalista. Aquí no puede haber nada intermedio» (sin fecha). Se nos muestra, pues, a un artista más politizado que político, que compensa el desinterés hacia sus compañeros de profesión con la pasión por el proyecto ideológico de la URSS; y es el peculiar diario de trabajo de un hombre dos únicos anhelos: perder de vista los bidés, y regresar a casa. «Pienso siempre en ti, me apena que no estés conmigo, estoy tan acostumbrado a hacer todo con tus ojos, a hablar con tus oídos y pensar contigo», confiesa a Stepánova el 28 de marzo. «Mañana es ¡día 2! ¡Pronto seré libre! ¡Oriente!», celebra en la recta final de su estancia parisina, harto de los retrasos en la inauguración de los pabellones de la URSS y, por tanto, de los retrasos en su vuelta a Moscú, al hogar y a la familia. Más que el diario de un artista, el diario de un hombre: cansado de su situación, ilusionado con su misión, solo en el fondo. Aunque parezca un tópico, no se lo pierdan.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Fantástica recomendación. Me voy corriendo a por él. Estuve en la exposición de Barcelona hace unos meses y me enamoré de Rodchenko.

Sandra CM