Trad. Heide Braun. El Nadir Ediciones, Valencia, 2007. 302 pp. 22 €
Miguel Baquero
En el año 1932, en una Alemania que vive la fiebre del nacionalsocialismo, se publica Encuentro en el infinito, de Klaus Mann, hijo del famoso autor Thomas Mann, y autor él mismo de mediano prestigio en su país. La novela fue recibida en su día con gran frialdad, cuando no con severas críticas tanto por parte de los nacionalsocialistas en auge, que vieron en Encuentro en el infinito y sus descarnadas descripciones de consumo de drogas, ambientes sórdidos y relaciones homosexuales, el cuadro de unas «indecencias endemoniadas» que podían llevar «a los enemigos de la patria a demostrar una barbarie generalizada de las costumbres en Alemania», como por parte de críticos de índole marxista (supervivientes todavía en medio del furor que comenzaba a cobrar forma) que no dudaron en calificar la novela de «obra inmunda» que se limitaba «a copiar la vida sin extraerle ningún significado». Quizás la raíz de estas críticas por parte del marxismo haya que buscarla en algunas escenas del libro, donde, con una naturalidad asombrosa para el lector de hoy en día, se nos narra cómo los elementos izquierdistas, en el Berlín de la época, se sentían profundamente atraídos por el führer deslumbrante, tanto así que un Gregor Grigoriev de ascendencia eslava y pasado comunista (carne de cámara de gas, como se sabría poco después) no puede dejar de contemplar embelesado (¡esos son nuestros hombres!) un desfile de camisas pardas.
En realidad, Encuentro en el infinito choca al lector actual porque, por un lado, refleja ese caos de opiniones que hoy, que conocemos el resultado, nos parecen imposibles (¡marxistas, eslavos e incluso judíos atraídos por la estética y el discurso nazi!), pero que en la época, 1932, poco antes de que se disolviera la democracia parlamentaria alemana, era el ambiente que reinaba en las calles. Pero también nos desconcierta porque, en medio del hundimiento del barco, nos presenta a unos seres concernidos por las mismas cuestiones que hoy en día nos asaltan a nosotros, tipos en cuyos problemas y su expectativas vitales reconocemos las nuestras actuales, asistimos a la vivencia de la homosexualidad, al consumo de drogas, a la prisa por vivir, características que nos parecen exclusivas de nuestro tiempo pero que sin embargo ya estaban ahí, ocupando el corazón humano aun en medio de la catástrofe. Es tal vez por ello, porque este Encuentro en el infinito encierra una verdad última y humilde que nada tiene que ver con las grandes ideas, por lo que los nazis acabaron por decretar la quema de los ejemplares del libro y por lo que, posteriormente, en la Alemania que reencontraba los ideales democráticos, la novela fue reeditada con cierta desgana.
No sólo por traernos a la luz este pedazo de la cruda realidad (sin heroísmos, sin grandes miserias, lo que curiosamente amplifica el drama de aquellos días) es Encuentro en el infinito una novela interesante. La novela de Klaus Mann se inscribe dentro de una corriente muy poderosa en los años 30, una forma de entender la novela que andaba a la par de las teorías científicas de aquellos años. Unas teorías que, por un lado, postulaban que no había una realidad única y cartesiana, sino que todo a nuestro alrededor es relativo, variable, indeterminado; teorías asimismo que descubrían de pronto el campo del subconsciente y el mecanismo en virtud del cual funcionan nuestros sentidos y percibimos el mundo. Eran novelas que hablaban de una realidad distinta, realmente diferente en función del espectador, una realidad confusa y relativa. Una nueva novela para un mundo nuevo.
Esta forma diferente de narrar, que marcó a varias generaciones, se abrió con obras como el Ulysses de Joyce, o Contrapunto de Aldous Huxley (Proust exploraba asimismo la nueva sensibilidad), se afianzó con logros del nivel del Cuarteto de Alejandría o de Manhattan Transfer (un vago reflejo de esta, más centrada en el aspecto literario que en su conexión con lo científico, nos llegó a través de La colmena celiana), y acabó por extinguirse en los años 60 con el nouveau roman y en España con la que se conoció como novela metafísica. A partir de esta época (afortunadamente para algunos, desgraciadamente para otros), la novela se despojó de su conexión metafórica con los avances científicos y médicos (psicológicos) y volvió en gran manera al modo antiguo de contar, se embebió en sí misma y desistió (tal vez no supo aguantar el ritmo) de avanzar al compás de la ciencia. En muchos aspectos, retornó a los antiguos modos de un siglo atrás... pero esto ya es otra historia.
Lo que ahora nos ocupa es hacer ver al lector cómo Encuentro en el infinito participa de lleno en el pensamiento literario y científico de su época. Recursos (recién descubiertos entonces) como el monólogo interior o el flujo de conciencia la conectan con las preocupaciones psicológicas de aquel tiempo; mientras que el hecho de que el libro cuente las vidas paralelas de dos personajes que (y en esto el título es muy ilustrativo) corren parejas, comparten amistades, pero nunca llegan a encontrarse, quiere ser una metáfora de esa nueva concepción del mundo en virtud de la cual no hay una sola realidad inmutable y total, sino tantas realidades como intervinientes en ella, y realidades tan diferentes como diferentes e infinitas son las formas de captar el universo.
A día de la fecha, en que la novela ha vuelto (tal vez no tanto por pereza como por necesidad) a la peripecia, a la intriga y al esquema clásico, resulta reconfortante, sin embargo, de vez en cuando echar la vista atrás y volver a aquella época en que, a la par que las antorchas comenzaban a desfilar por las calles de Berlín, también los hombres de ciencia y los hombres de letras parecían encontrarse hermanados en busca de la forma de avanzar, pese a todo, en medio de aquella barbarie.
En el año 1932, en una Alemania que vive la fiebre del nacionalsocialismo, se publica Encuentro en el infinito, de Klaus Mann, hijo del famoso autor Thomas Mann, y autor él mismo de mediano prestigio en su país. La novela fue recibida en su día con gran frialdad, cuando no con severas críticas tanto por parte de los nacionalsocialistas en auge, que vieron en Encuentro en el infinito y sus descarnadas descripciones de consumo de drogas, ambientes sórdidos y relaciones homosexuales, el cuadro de unas «indecencias endemoniadas» que podían llevar «a los enemigos de la patria a demostrar una barbarie generalizada de las costumbres en Alemania», como por parte de críticos de índole marxista (supervivientes todavía en medio del furor que comenzaba a cobrar forma) que no dudaron en calificar la novela de «obra inmunda» que se limitaba «a copiar la vida sin extraerle ningún significado». Quizás la raíz de estas críticas por parte del marxismo haya que buscarla en algunas escenas del libro, donde, con una naturalidad asombrosa para el lector de hoy en día, se nos narra cómo los elementos izquierdistas, en el Berlín de la época, se sentían profundamente atraídos por el führer deslumbrante, tanto así que un Gregor Grigoriev de ascendencia eslava y pasado comunista (carne de cámara de gas, como se sabría poco después) no puede dejar de contemplar embelesado (¡esos son nuestros hombres!) un desfile de camisas pardas.
En realidad, Encuentro en el infinito choca al lector actual porque, por un lado, refleja ese caos de opiniones que hoy, que conocemos el resultado, nos parecen imposibles (¡marxistas, eslavos e incluso judíos atraídos por la estética y el discurso nazi!), pero que en la época, 1932, poco antes de que se disolviera la democracia parlamentaria alemana, era el ambiente que reinaba en las calles. Pero también nos desconcierta porque, en medio del hundimiento del barco, nos presenta a unos seres concernidos por las mismas cuestiones que hoy en día nos asaltan a nosotros, tipos en cuyos problemas y su expectativas vitales reconocemos las nuestras actuales, asistimos a la vivencia de la homosexualidad, al consumo de drogas, a la prisa por vivir, características que nos parecen exclusivas de nuestro tiempo pero que sin embargo ya estaban ahí, ocupando el corazón humano aun en medio de la catástrofe. Es tal vez por ello, porque este Encuentro en el infinito encierra una verdad última y humilde que nada tiene que ver con las grandes ideas, por lo que los nazis acabaron por decretar la quema de los ejemplares del libro y por lo que, posteriormente, en la Alemania que reencontraba los ideales democráticos, la novela fue reeditada con cierta desgana.
No sólo por traernos a la luz este pedazo de la cruda realidad (sin heroísmos, sin grandes miserias, lo que curiosamente amplifica el drama de aquellos días) es Encuentro en el infinito una novela interesante. La novela de Klaus Mann se inscribe dentro de una corriente muy poderosa en los años 30, una forma de entender la novela que andaba a la par de las teorías científicas de aquellos años. Unas teorías que, por un lado, postulaban que no había una realidad única y cartesiana, sino que todo a nuestro alrededor es relativo, variable, indeterminado; teorías asimismo que descubrían de pronto el campo del subconsciente y el mecanismo en virtud del cual funcionan nuestros sentidos y percibimos el mundo. Eran novelas que hablaban de una realidad distinta, realmente diferente en función del espectador, una realidad confusa y relativa. Una nueva novela para un mundo nuevo.
Esta forma diferente de narrar, que marcó a varias generaciones, se abrió con obras como el Ulysses de Joyce, o Contrapunto de Aldous Huxley (Proust exploraba asimismo la nueva sensibilidad), se afianzó con logros del nivel del Cuarteto de Alejandría o de Manhattan Transfer (un vago reflejo de esta, más centrada en el aspecto literario que en su conexión con lo científico, nos llegó a través de La colmena celiana), y acabó por extinguirse en los años 60 con el nouveau roman y en España con la que se conoció como novela metafísica. A partir de esta época (afortunadamente para algunos, desgraciadamente para otros), la novela se despojó de su conexión metafórica con los avances científicos y médicos (psicológicos) y volvió en gran manera al modo antiguo de contar, se embebió en sí misma y desistió (tal vez no supo aguantar el ritmo) de avanzar al compás de la ciencia. En muchos aspectos, retornó a los antiguos modos de un siglo atrás... pero esto ya es otra historia.
Lo que ahora nos ocupa es hacer ver al lector cómo Encuentro en el infinito participa de lleno en el pensamiento literario y científico de su época. Recursos (recién descubiertos entonces) como el monólogo interior o el flujo de conciencia la conectan con las preocupaciones psicológicas de aquel tiempo; mientras que el hecho de que el libro cuente las vidas paralelas de dos personajes que (y en esto el título es muy ilustrativo) corren parejas, comparten amistades, pero nunca llegan a encontrarse, quiere ser una metáfora de esa nueva concepción del mundo en virtud de la cual no hay una sola realidad inmutable y total, sino tantas realidades como intervinientes en ella, y realidades tan diferentes como diferentes e infinitas son las formas de captar el universo.
A día de la fecha, en que la novela ha vuelto (tal vez no tanto por pereza como por necesidad) a la peripecia, a la intriga y al esquema clásico, resulta reconfortante, sin embargo, de vez en cuando echar la vista atrás y volver a aquella época en que, a la par que las antorchas comenzaban a desfilar por las calles de Berlín, también los hombres de ciencia y los hombres de letras parecían encontrarse hermanados en busca de la forma de avanzar, pese a todo, en medio de aquella barbarie.
1 comentario:
Discrepo de la siguiente afirmación: "la novela se despojó de su conexión metafórica con los avances científicos y médicos (psicológicos) y volvió en gran manera al modo antiguo de contar, se embebió en sí misma y desistió (tal vez no supo aguantar el ritmo) de avanzar al compás de la ciencia", que deja entrever una creencia acrítica en la "objetividad" y "verdad" de la ciencia. A veces, y no lo digo con acritud, tengo la impresión de que en España sufrimos ese deslumbramiento que la ciencia produjo en Europa en el XIX, y que la Escuela de Frankfurt se encargó de refutar. Incluso los grandes filósofos de la ciencia fueron, y aún lo son, incapaces de demostrar la supremacía epistomológica de la ciencia. Ésta sólo produce una verdad dependiente de lo que previamente se ha definido como "verdad" (método científico). La ciencia no produce sentido, y el nouveau roman no fue un paso atrás, sino adelante. Un sacudirse el inocente deslumbramiento inicial por un saber que, produciendo indiscutibles avances técnicos, dejaba intacto el campo del sentido, que es el objeto de la novela y del arte en general. Por tanto, es completamente lógico que la novela no acompañe a la ciencia. Ya no le sirve; al menos no en términos de producción de sentido.
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