Julián Díez
Años antes de convertirse en el gurú de cientos de millares de ociosas de todo el mundo, Alejandro Jodorowsky escribió algunos de los mejores cómics de ciencia ficción de la historia. La principal de sus sagas, Los Metabarones, se presenta por primera vez en castellano de manera integral. La ingestión consecutiva de la obra —un tanto empalagosa, para qué negarlo; que el lector se dé por avisado y dosifique los episodios para mayor disfrute— ofrece rápidamente varias conclusiones. La primera, que sus méritos no habrían llegado jamás a trascender de no ser por Juan Giménez, el dibujante argentino que dotó a esta historia de un verdadero aliento épico, singular. La segunda, que el cómic permite a un autor como Jodorowsky afrontar excesos tan de su gusto, y que resultarían ridículos en la literatura, con un mayor margen de tolerancia en el lector, lo que resulta aquí tremendamente útil. La ciencia ficción literaria ha dado progresivamente de lado una de sus posibilidades como herramienta narrativa: la alegoría. El poder llevar a la reflexión sobre otras cosas a través de exageraciones en la narración, mediante disfraces y espejos. Los metabarones es una obra profundamente alegórica: las tremebundas historias de los cinco señores guerreros de un distante futuro de escala interestelar no buscan sostenerse en ningún momento en cimientos de verosimilitud. Son herramientas para reflexionar sobre nuestro entorno, y en particular, para hablar con una máscara conveniente de cuestiones como la agresividad humana o el ansia del poder. Jodorowsky siempre ha manifestado una especial admiración por la serie novelística Dune, de Frank Herbert. Incluso intentó adaptarla al cine ya en los setenta, en un disparatado proyecto en el que Salvador Dalí interpretaría al emperador sentado en un trono en forma de retrete. Cabe enlazar a esta serie con esa vieja pasión, llevando los mecanismos que Dune comenzó a desarrollar hasta un paroxismo visual y temático. En cuanto a cada historia en sí, personalmente no puedo sino concluir que van desfilando en un leve, pero continuado, descenso de interés. Othon, el trisabuelo, el primer relato, cuenta con una frescura brutal que se va tiñendo muy levemente de autocomplacencia y metarreferencialidad con el paso de los episodios. Para cuando se publicó la historia final, Sin nombre, el último metabarón, Jodorowsky ya no era un excéntrico imaginativo, sino el personaje que hoy lee el tarot psicomágico en el telediario de Sánchez Dragó en Telemadrid, y que disparata sus chorradas habituales en el —por lo demás interesantísimo— epílogo. Y, quieras que no, eso se nota. Sin embargo, el volumen se termina porque uno ya está enganchado, y además siguen existiendo pequeños detalles que justifican el interés —a través del detallismo de Giménez, pero también por los extremismos bizarros de la imaginación de Jodorowsky—. Mención aparte merece la edición de Mondadori. Agrupar una serie como esta en un solo tomo es un deleite para los aficionados, y supone el tipo de labor editorial que justifica la existencia de las grandes compañías, que pueden afrontar el riesgo de publicar volúmenes tan caros. Desgraciadamente, para hacerlo viable comercialmente se ha optado por un formato algo inferior al original, por lo que el dibujo de Giménez pierde vistosidad. Es posible que los amantes del cómic extremos, pues, sientan que aún está pendiente una integral en las mejores condiciones posibles; para los lectores casuales, como yo, la experiencia es satisfactoria por sí misma.
Años antes de convertirse en el gurú de cientos de millares de ociosas de todo el mundo, Alejandro Jodorowsky escribió algunos de los mejores cómics de ciencia ficción de la historia. La principal de sus sagas, Los Metabarones, se presenta por primera vez en castellano de manera integral. La ingestión consecutiva de la obra —un tanto empalagosa, para qué negarlo; que el lector se dé por avisado y dosifique los episodios para mayor disfrute— ofrece rápidamente varias conclusiones. La primera, que sus méritos no habrían llegado jamás a trascender de no ser por Juan Giménez, el dibujante argentino que dotó a esta historia de un verdadero aliento épico, singular. La segunda, que el cómic permite a un autor como Jodorowsky afrontar excesos tan de su gusto, y que resultarían ridículos en la literatura, con un mayor margen de tolerancia en el lector, lo que resulta aquí tremendamente útil. La ciencia ficción literaria ha dado progresivamente de lado una de sus posibilidades como herramienta narrativa: la alegoría. El poder llevar a la reflexión sobre otras cosas a través de exageraciones en la narración, mediante disfraces y espejos. Los metabarones es una obra profundamente alegórica: las tremebundas historias de los cinco señores guerreros de un distante futuro de escala interestelar no buscan sostenerse en ningún momento en cimientos de verosimilitud. Son herramientas para reflexionar sobre nuestro entorno, y en particular, para hablar con una máscara conveniente de cuestiones como la agresividad humana o el ansia del poder. Jodorowsky siempre ha manifestado una especial admiración por la serie novelística Dune, de Frank Herbert. Incluso intentó adaptarla al cine ya en los setenta, en un disparatado proyecto en el que Salvador Dalí interpretaría al emperador sentado en un trono en forma de retrete. Cabe enlazar a esta serie con esa vieja pasión, llevando los mecanismos que Dune comenzó a desarrollar hasta un paroxismo visual y temático. En cuanto a cada historia en sí, personalmente no puedo sino concluir que van desfilando en un leve, pero continuado, descenso de interés. Othon, el trisabuelo, el primer relato, cuenta con una frescura brutal que se va tiñendo muy levemente de autocomplacencia y metarreferencialidad con el paso de los episodios. Para cuando se publicó la historia final, Sin nombre, el último metabarón, Jodorowsky ya no era un excéntrico imaginativo, sino el personaje que hoy lee el tarot psicomágico en el telediario de Sánchez Dragó en Telemadrid, y que disparata sus chorradas habituales en el —por lo demás interesantísimo— epílogo. Y, quieras que no, eso se nota. Sin embargo, el volumen se termina porque uno ya está enganchado, y además siguen existiendo pequeños detalles que justifican el interés —a través del detallismo de Giménez, pero también por los extremismos bizarros de la imaginación de Jodorowsky—. Mención aparte merece la edición de Mondadori. Agrupar una serie como esta en un solo tomo es un deleite para los aficionados, y supone el tipo de labor editorial que justifica la existencia de las grandes compañías, que pueden afrontar el riesgo de publicar volúmenes tan caros. Desgraciadamente, para hacerlo viable comercialmente se ha optado por un formato algo inferior al original, por lo que el dibujo de Giménez pierde vistosidad. Es posible que los amantes del cómic extremos, pues, sientan que aún está pendiente una integral en las mejores condiciones posibles; para los lectores casuales, como yo, la experiencia es satisfactoria por sí misma.
2 comentarios:
El dibujo de Giménez, sobre todo en los primeros tomos, es formidable. Luego, se le nota que le apremian por acabar pronto o que han perdido interés.
La historia, totalmente de acurdo con tu crítica, va a menos. El final da clara cuenta de que Jodorowsky no tuvo nunca ni idea de la trama completa. El final es tan cursi como malo e incoherente, pues no encajan el principio y el final, y menos aún si se relaciona con "EL incal", de donde surgió el personaje del Metabarón.
Jodorowsky será es dechado de imaginación, pero tanta intuición chamánica y tan poco orden lógico tiran las mejores ideas por el suelo (porque hay que reconocer que tiene buenísimas ideas).
Y si dices que la nueva edición de Mondadori es en un formato menor, pues es una completa porquería, pues el dibujo de Giménez debe disfrutarse a gran escala.
He disfrutado leyendo tu reseña.
Un saludo!
Confieso que Jodorowsky me desconcierta,precisamente por lo que decís: por un lado, una imaginación desbordante y liberrima; por el otro, sus actuales poses chamánicas y psicomágicas a mí, personalmente, me parecen insoportables. Quizás sean los excesos, para lo bueno y para lo malo, de un genio.
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