Alfaguara, Madrid, 2007. 253 pp. 17, 50 €
Amadeo Cobas
Que «el invierno es un estado de ánimo» es algo que sabemos, se lo hemos oído decir a escritores como Ramón Pernas. Lo que quizá no sabíamos es que «envejecer es perder peso... ir liberando lastre, desprenderse de toda la basura acumulada, desnudarse. Soltar los sacos de arena y echar a volar». Esta afirmación la hace Luis Manuel Ruiz a través del personaje de su novela, Santiago Beltrán, abuelo que en el recorrido por el invierno de su vida, solo, encuentra un aliciente inesperado y motivador cuando un enigma le sale al encuentro al heredar una caja repleta de objetos a priori sin sentido, que le lega un amigo al perecer. Y es una motivación nueva, diferente, arrolladora, que le hace desprenderse del «tedio y la sensación de inutilidad que le oprimían desde que se jubiló».
Aunque el bueno de Santiago asume riesgos con los que no contaba, lo mismo que Ruiz, convirtiendo a un anodino señor ya de edad provecta en el protagonista de trepidantes aventuras que llegan a poner en peligro su vida, al estilo de un Indiana Jones (salvando las distancias, permítaseme la comparación) a la española. Así como se aproxima al desenlace de la novela, así como la intriga va perdiendo la velada turbidez de sus ocultos embrollos, la amenaza aguarda… y el escritor consigue con habilidad engatusar al lector para animarle a proseguir en la lectura para llegar a desentrañar qué pinta el ojo de esa deidad egipcia con efigie de halcón en esta trama policíaca en el tiempo actual; también con la sugerencia de una escritura esmerada en el manejo de figuras, belleza y ornato diseminados de manera que no empalaguen, va abocándonos al pliegue a partir del cual se desvelarán los enigmas y saldrán a la luz las conspiraciones serias en las que un detective aficionado se ha involucrado sin saber ni cómo, quizá por el peso del recuerdo del amigo fallecido, el poso amargo que la vida le ha dejado, o el paso de los días sin reconciliarse con su hija, su único contacto con la realidad y el cariño.
Tiene razón Santiago Beltrán cuando postula que «el mundo es como la arena: si uno no aprieta el puño, se escurre entre los dedos». Siempre se encuentra un aliciente para vivir, hay que tener paciencia para buscarlo.
Amadeo Cobas
Que «el invierno es un estado de ánimo» es algo que sabemos, se lo hemos oído decir a escritores como Ramón Pernas. Lo que quizá no sabíamos es que «envejecer es perder peso... ir liberando lastre, desprenderse de toda la basura acumulada, desnudarse. Soltar los sacos de arena y echar a volar». Esta afirmación la hace Luis Manuel Ruiz a través del personaje de su novela, Santiago Beltrán, abuelo que en el recorrido por el invierno de su vida, solo, encuentra un aliciente inesperado y motivador cuando un enigma le sale al encuentro al heredar una caja repleta de objetos a priori sin sentido, que le lega un amigo al perecer. Y es una motivación nueva, diferente, arrolladora, que le hace desprenderse del «tedio y la sensación de inutilidad que le oprimían desde que se jubiló».
Aunque el bueno de Santiago asume riesgos con los que no contaba, lo mismo que Ruiz, convirtiendo a un anodino señor ya de edad provecta en el protagonista de trepidantes aventuras que llegan a poner en peligro su vida, al estilo de un Indiana Jones (salvando las distancias, permítaseme la comparación) a la española. Así como se aproxima al desenlace de la novela, así como la intriga va perdiendo la velada turbidez de sus ocultos embrollos, la amenaza aguarda… y el escritor consigue con habilidad engatusar al lector para animarle a proseguir en la lectura para llegar a desentrañar qué pinta el ojo de esa deidad egipcia con efigie de halcón en esta trama policíaca en el tiempo actual; también con la sugerencia de una escritura esmerada en el manejo de figuras, belleza y ornato diseminados de manera que no empalaguen, va abocándonos al pliegue a partir del cual se desvelarán los enigmas y saldrán a la luz las conspiraciones serias en las que un detective aficionado se ha involucrado sin saber ni cómo, quizá por el peso del recuerdo del amigo fallecido, el poso amargo que la vida le ha dejado, o el paso de los días sin reconciliarse con su hija, su único contacto con la realidad y el cariño.
Tiene razón Santiago Beltrán cuando postula que «el mundo es como la arena: si uno no aprieta el puño, se escurre entre los dedos». Siempre se encuentra un aliciente para vivir, hay que tener paciencia para buscarlo.
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