Los lectores de Francisco Álvarez Velasco encontramos en su anterior libro Noche (Hiperión, 2005; Premio Antonio Machado en Baeza), una suerte de canción crepuscular volcada sobre la naturaleza, el cuerpo del otro, las vivencias o la amenaza de la muerte. Con el listón en un libro de madurez tan cerrado, Las aguas silenciosas (Trea, 2007) viene a dar un paso más, organizando un todo de dolor reposado donde lo que antes eran elementos característicos (la casa, la mujer, la naturaleza) se subordinan a un ejercicio de recuerdo hecho desde una posición en la que las palabras vida o muerte podrían perfectamente cambiarse por memoria y meta.
La metáfora elegida para titular el conjunto de poemas es la del río: lo que su curso se lleva, lo que se queda en sus orillas, lo que no puede permanecer y es arrastrado por la corriente. Sucede que de todos los ritmos que puede tener el agua, es ese conducirse en silencio el que arrastrará irremediablemente a la muerte. Y una vez consciente de que el tenue murmullo se convierte en una banda sonora involuntaria, en un hilo musical de fondo que no va a ya a abandonarle, el sujeto poético vuelve sobre su experiencia y aún canta (porque una cosa es asumir, pero otra resignarse) a todas aquellas cosas que hacen disminuir el sonido del agua: los amigos, los poetas, la mujer querida, los buenos recuerdos, la nieta.
Por preámbulo, unos versos de Vallejo y en el fondo algunos nombres de otros navegantes con parecido mirar, desde Manrique a Machado. Cuenta el autor que este libro ha sido escrito en los últimos dos años, simultáneo a Noche, y es difícil no imaginarse al poeta apartando los poemas que eran más guijarros en el limo de la última estación de paso, de aquellos en los que la naturaleza era aún gozosa aunque se mirase bajo la luz del atardecer y estaba preñada de primavera.
Leer la tierra es un privilegio reservado a un puñado de autores conscientes de la textura exacta del suelo que pisan, aunque esté camuflado por asfaltos y urbanidad. Francisco Álvarez Velasco se cuenta entre ellos y merece la pena un libro que no consigue ser oscuro, porque la mirada es de sosiego y en toda la crudeza del trayecto terminal que plantea, consigue dejarnos una pequeña llama de calor en cada poema. Tal vez porque la memoria es nuestro único patrimonio, para bien y para mal.
La metáfora elegida para titular el conjunto de poemas es la del río: lo que su curso se lleva, lo que se queda en sus orillas, lo que no puede permanecer y es arrastrado por la corriente. Sucede que de todos los ritmos que puede tener el agua, es ese conducirse en silencio el que arrastrará irremediablemente a la muerte. Y una vez consciente de que el tenue murmullo se convierte en una banda sonora involuntaria, en un hilo musical de fondo que no va a ya a abandonarle, el sujeto poético vuelve sobre su experiencia y aún canta (porque una cosa es asumir, pero otra resignarse) a todas aquellas cosas que hacen disminuir el sonido del agua: los amigos, los poetas, la mujer querida, los buenos recuerdos, la nieta.
Por preámbulo, unos versos de Vallejo y en el fondo algunos nombres de otros navegantes con parecido mirar, desde Manrique a Machado. Cuenta el autor que este libro ha sido escrito en los últimos dos años, simultáneo a Noche, y es difícil no imaginarse al poeta apartando los poemas que eran más guijarros en el limo de la última estación de paso, de aquellos en los que la naturaleza era aún gozosa aunque se mirase bajo la luz del atardecer y estaba preñada de primavera.
Leer la tierra es un privilegio reservado a un puñado de autores conscientes de la textura exacta del suelo que pisan, aunque esté camuflado por asfaltos y urbanidad. Francisco Álvarez Velasco se cuenta entre ellos y merece la pena un libro que no consigue ser oscuro, porque la mirada es de sosiego y en toda la crudeza del trayecto terminal que plantea, consigue dejarnos una pequeña llama de calor en cada poema. Tal vez porque la memoria es nuestro único patrimonio, para bien y para mal.
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