Alejandro Luque
En 1966, el escritor Edmundo Desnoes publicó Memorias del subdesarrollo, una de las mejores novelas de la historia de Cuba y sin duda la mejor de su generación, la del 50, con permiso de grandes nombres como Antón Arrufat, Reinaldo Arenas, Pablo Armando Fernández, Miguel Barnet o César López. Lo que hacía único este volumen era el enfoque que se daba a la Revolución castrista: ni desde la militancia ni desde Miami, sino todo lo contrario. Su protagonista es un burgués que ve cómo sus hermanos de clase se marchan de la isla a toda prisa, pero él decide quedarse para sentirse libre de viejas ataduras, pero también porque sabe que va a presenciar algo insólito e irrepetible. Esta situación sirve en bandeja apasionantes reflexiones acerca del subdesarrollo, más allá de los parámetros políticos o económicos, como un factor cultural profundamente arraigado. De este obra hizo Tomás Gutiérrez Alea, el director de Fresa y Chocolate, una insuperable versión cinematográfica. Encontré un descojonado —Borges habría dicho “fatigado”— ejemplar de Memorias del subdesarrollo en un tenderete callejero de La Habana, y desde entonces ha sido una de mis lecturas predilectas. Cuando, no hace mucho, la editorial Mono Azul lanzó este título por primera vez en España (¡cuarenta años de retraso!), me quedé perplejo ante la escasa repercusión que tuvo. O los críticos de este país andan en sabe dios qué ignotas joyas, o se demuestra que sin un aparataje publicitario ruidoso, o el marchamo de una editorial gorda, a nuestros colegas se les van las mejores: apenas un par de reseñas, y tampoco muy entusiastas. También pudiera ser que yo me haya convertido en un casi solitario fanático, en cuyo caso me permito empecinarme en mi empresa para abordar una novela complementaria de la mencionada, estas Memorias del desarrollo que acaban de llegar a las librerías. Desnoes, exiliado e instalado en Nueva York desde 1979, ha querido cerrar un ciclo escribiendo desde la otra orilla, desde el mundo rico y civilizado. De nuevo el punto de vista vuelve a ser altamente estimulante, porque el alter ego narrador, perfectamente integrado en los Estados Unidos, siente a la vejez el desgarro de ser un hijo pródigo de la Revolución, una rama injertada en un árbol cuyas raíces no son las suyas. Es sólo el punto de partida de una narración que toca muchas claves y traza, a lo largo de 250 páginas, un universo personal de contradicciones e interrogantes.
Uno de los episodios más intensos empieza cuando el protagonista adquiere un bastón con cabeza de perro, lo llama Fiddle —pronúnciese ‘fidel’— y sostiene un largo diálogo con él. Rizando el rizo, podemos entrever que dog (perro) se lee a la inversa como dios (god), pero quizá ese juego sea ya para sacar nota. Lo cierto es que en la ciudad desarrollada el individuo existe en tanto consumidor, o sea, vale lo que tiene; su nostalgia de Cuba parte de una identidad que se basaba en lo que hacía. El intelectual se encaramaba sobre su obra y ésa era su estatura, era alguien porque sus libros tenían el poder de intervenir en la realidad. Sin embargo, ese abrazo de la Revolución podía aniquilarlo: bastaba con molestar al poder para que éste lo aplastara como a un insignificante insecto. En el mundo desarrollado, por el contrario, la censura contra el intelectual se ejerce por asfixia: hay tantos libros, tantas cadenas de televisión, que la condena a la invisibilidad la dicta sibilinamente el exceso. Resulta curioso que Memorias del desarrollo viera la luz al mismo tiempo que la edición americana de Exit ghost, lo último de Philip Roth. También hay en estas páginas una reflexión alrededor de la vejez, pues en la sociedad de consumo todo, incluido el ser humano, es desechable. Pero el anciano de Memorias se resiste a ser arrumbado en el trastero en tanto sigue deseando, y sobre todo acarreando una memoria. En él concurren los dos caminos, el que tomó y el que quiso rechazar, lo que fue y lo que podía haber sido, todo trenzado en una soga que le ata a la vida y le impele a emprender una huida en busca del verdadero yo. No desmenuzaré los sucesivos episodios ni el contundente final de esta obra, pero sí adelanto que hay un mensaje para los lectores del futuro, una suerte de testamento literario absolutamente fascinante. Y una advertencia: el autor asume el riesgo de desarrollar los diálogos casi en formato bilingüe inglés y español, algo que ya ensayara en cuentos como Jack y el guagüero. Ignoro si este hecho será molesto para quienes desconozcan la lengua de Shakespeare aun en sus nociones más básicas, pero creo que el experimento está justificado. La conciencia del personaje discurre en castellano, pero los diálogos con sus vecinos estadounidenses tal vez quedarían desvirtuados con la traducción. La sensación de dos planos —también idiomáticos— se hace de este modo mucho más poderosa. Cuatro décadas después de Memorias del desarrollo, Desnoes ha vuelto a sacar músculo para cerrar el círculo y demostrar, de paso, que aquella obra maestra no fue una iluminación pasajera. Esta segunda parte, aunque independiente de la primera, es un torrente similar de buena prosa que arrastra ideas punzantes directas a la conciencia. Un minucioso juego desmontable que proporcionará al lector muchas horas de placer y no pocas preguntas desasosegantes. Nunca es tarde para descubrir a un maestro escondido.
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