Care Santos
No sé apenas nada de mis bisabuelos, que nacieron en la segunda mitad del XIX, digamos que entre 1850 y 1880. Cuando pienso en ellos, me parecen a la vez seres próximos y remotísimos. Si un día, frotando una lámpara, se me aparece un genio dadivoso, le pediré compartir una larga sobremesa con ellos, sus padres y sus abuelos. Claro que tendrá que ser en una mesa grande, porque esa parentela y yo misma sumamos 57 personas.
Emilia Pardo Bazán fue contemporánea de mis bisabuelos (nació en 1851) y, en algunas cosas, muy similar a ellos, me figuro: vivió la sorpresa de asistir al primer tanteo cinematográfico de los Lumiére, alabó las virtudes del teléfono, se maravilló con las bondades de la electricidad, padeció las secuelas de las guerras carlistas, fue testigo del atentado en el día de su boda de Alfonso XIII y no pudo votar en toda su vida (porque el derecho al voto de las mujeres no se aprobó en España, y aun tímidamente, hasta 1923, dos años después de la muerte de la autora gallega). Seguro que la condesa habría suscrito una frase que la tradición de mi familia atribuye a un tío-abuelo de mi madre: «Jamás, ninguna generación, volveréis a ver cambiar el mundo del modo en que lo hemos visto nosotros».
Sin embargo, también en algunas cosas fue Pardo Bazán completamente distinta a mis venerables parientas: mujer de mundo, ilustrada, muy alejada de la cortedad cultural femenina que tanto y con tanto ahínco combatió (un dato ilustrador y terrible: en su época, más del 80 por ciento de la población femenina era anafabeta). Su curiosidad sin límites la llevó a interesarse por todo tipo de temáticas —como queda patente en sus artículos—, desde la sanidad a las tradiciones, los prgresos científicos y tecnológicos o los viajes. Militó en un feminismo incipiente que, sobre todo en lo literario, le debe mucho; y se atrevió con todo y con todos, sin pelos en la lengua, escribiendo siempre desde una subjetividad y una valentía que es uno de sus mayores encantos.
Me hubiera gustado tener en la familia a doña Emilia. Pero, a diferencia de mis olvidadas bisabuelas, de ella sé muchas cosas. No sólo porque la verdadera Pardo Bazán aflora constantemente en cuanto escribe sino porque su personaje vive en las palabras de muchos de sus contemporáneos, en las crónicas de la prensa de la época y en sus propias acciones.
Por ejemplo, gracias a lo que los cronistas escribieron de ella, un personaje público conocido y seguido por gran parte de los lectores, puedo conocer con qué sencillo atuendo se presentaba a conferenciar al Ateneo de Madrid:
«un riquísimo traje alto, de raso blanco, con encajes de Inglaterra, y (...) valiosas alhajas, entre las que llamaba la atención una lindísima rivière de brillantes y gruesas perlas» (Diario Las Provincias, 1900).
Sabemos cómo opinaba Pardo Bazán acerca de casi todo. Prefería la horchata de chufa al whiskey —«ahora en Madrid (...) no se encuentra fácilmente ningún refresco español», se queja—; abogaba por la falda corta en las ocasiones pertinentes, arremetía contra el provincianismo de los españoles que no sabían viajar; criticaba la sumisión de la mujer, ligada a la falta de cultura, y animaba a sus contemporáneoas a procurarse un trabajo que les permitiera ser independientes. Su valor a la hora de esgrimir sus ideas le costó en más de una ocasión un elevado precio: muchos de los intelectuales del momento la criticaron, algunos con saña. Por su posición, o por su afán de relevancia, o por su (legítimo) interés de entrar en la Real Academia —que ella llevó al extremo de la polémica pública— o incluso por su capacidad de trabajo. Leopoldo Alas —a quien ella anteriormente tuvo por amigo— escribía así:
«Doña Emilia escribe demasiadas novelas; su imaginación no es fecunda ni variada; ella no puede hacer lo que un Pérez Galdós o un Zola, y mucho menos doble de lo que ellos hacen. Dos novelas en cinco meses, ¡ahí es nada! Resulta que a veces escribe por escribir».
Lo cual viene a demostrar que por mucho que cambien los tiempos, los gustos y las tecnologías, el mundo literario —sus envidias y sus modos de demostrarlas— es inmutable.
Ella se defendió siempre con contundencia. La acusaron de «salpicar sus escritos de palabras de baja estofa» e incluso emplearon este argumento para invitarla públicamente a abandonar la literatura. Ella alegó la necesidad de hacer que sus personajes se expresaran en la lengua del pueblo del que formaban parte. La tildaron de demasiado prolífica y dijo que solía trabajar a diario, escribiendo «quince cuartillas diarias», porque pretendía vivir de escribir. La criticaron por su afán de entrar en la Academia y replicó que si lo que hacían allí los académicos cada jueves era contar chistes verdes, ella conocía muchos también, y podía contarlos. Menéndez Pidal la tildó de sabihonda y fea y añadió: «con lo cual tiene mucho adelantado para ser krausista». Años después, ella escribirá: «A ningún escritor vivo le han sido dirigidos los ataques que a mí», mientras continuaba trabajando sin descanso. Y fundando revistas, dictando conferencias, viajando sin descanso y frecuentando balnearios —que adoraba— para curarse de la intensidad de su vida y también de lo mucho que le gustaba comer.
De todo lo que acabo de referir y de mucho más habla Marta González Megía en la magnífica introducción a esta recopilación de cuentos, que viene a completar su edición de Bucólica y otras novelas, en esta misma colección. La editora ha buceado en los documentos inéditos de Pardo Bazán conservados en la Real Academia Gallega y nos sirve un buen número de los mismos, incluyendo un cuento nunca ublicado hasta ahora, precisamente el que se ha elegido para titular esta selección personal, La maga primavera. Se trata de un texto corto, de los últimos —tal vez el último— que salieron de la pluma de la gallega, muy descriptivo, con tan escasa acción como relevancia en el conjunto de su obra, salvo como mera curiosidad. A pesar de todo, la recuperación bien merece haber sido incluida en este volumen, en el que el lector podrá disfrutar también de algunos de sus mejores cuentos.
Doña Emilia cultivó el relato corto durante toda su vida. Con más intensidad todavía en los últimos 25 años, cuando ya era una autora consagrada y diarios y revistas le reclamaban a menudo textos breves de ficción. Escribió en total 600 relatos que, si bien han conocido numerosas publicaciones parciales, sólo una vez se han publicado en su totalidad y en una edición de difícil acceso para el gran público (Cuentos completos, Fundación Pedro Barrié de la Maza, 1990). Desde luego, el volumen del material disponible hace aconsejable la selección de un buen garbillador, que es exactamente lo que nos ofrece esta edición.
Pardo Bazán admiraba a Maupassant y a Zola. Ambas querencias se adivinan en sus temáticas y, sobre todo, en sus desarrollos, aunque amalgamadas con sus propias preocupaciones y los ambientes que mejor conocía. Es frecuente el recurso de la historia dentro de la historia, el del narrador que refiere algo que le ocurrió con anterioridad para deslumbrar a un auditorio. Aunque el gusto de la autora por transmitir historias que conocía de boca de sus paisanos —invotaba a comer a los párrocos de los pueblos para escuchar sus anécdotas— la convierte en una notable recopiladora de historias, además de gran deudora de la realidad que la circundaba. Sus temas abordan todo aquello en lo que Pardo Bazán tuvo implicación: el mundo rural gallego, el urbanita de la gran ciudad —normalmente, Madrid—, los problemas de la mujer —la incultura, la sumisión, la violencia...—, la fascinación por culturas extrañas, lo sobrenatural —de nuevo la sombra de Maupassant, tal vez— y hasta lo metafísico. Particularmente, prefiero a esta última Pardo Bazán: la que reflexiona sobre la vida además de retratarla con maestría. La de “La resucitada”, “Las dos vengadoras”, “La calavera” —este último en deuda con Edgar Allan Poe— la que no vacila en ser descarnada y brutal de “No lo invento” (el título es toda una declaración de intenciones) o la que se atreve con un tema clásico —la posesión demoníaca— al que da sutiles matices de humor, en “Posesión”. La mayoría de sus relatos fueron publicados en la prensa —de ahí su brevedad— y están plagados de guiños: ya sea a la España del momento, a los nuevos inventos que inquietaban a la mayoría o a una realidad que ella deseaba combatir. El huracán Pardo Bazán se adivina bajo todos ellos: incluso los más simples, los más ingenuos, tienen una fuerza y una capacidad de seducción raros de encontrar en un texto literario.
Tengo un amigo que afirma que vivimos 150 años. Los 70 u 80 que deambulamos por la tierra y los otros tantos en que nos retiene la memoria de algún vivo. Emilia Pardo Bazán murió hace 86 años y vivió 70. Tal vez, a la vista de lo poco y mal que se la recuerda, tendré que comenzar a pensar que la sentencia de mi amigo es también aplicable a escritores como ella, que dejaron la estela de una obra tan considerable. Por fortuna, el trabajo de estudiosos como Marta González Megía y el esfuerzo de editores como Pote Huerta, de Lengua de Trapo, contribuyen a remediar el escaso conocimiento que tenemos todos de una de las autoras más interesantes del siglo pasado, que sigue conservando el poder de atrapar a cualquier lector, cuando no por la contemporaneidad de sus temas, por el embrujo indiscutible de su estilo. Claro que a la propia doña Emilia no le asombraría demasiado el escaso reconocimiento de su obra y de su propia figura. Ella misma fue una escéptica, una desengañada. Hacia la mitad de su carrera, cuando ya era una autora de cuarenta años, exitosa, conocida, con el pasado resuelto y una brillante carrera por delante, sentenció: «En España casi no se puede contar con el público».
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