Trad. Gregorio Cantera. Alba, Barcelona, 2007. 304 pp. 18,5 €
Juan Marqués
«Por lo general la clase médica siempre anda demasiado ocupada para llevar un registro de situaciones singulares o de acontecimientos dramáticos. […] Cuando se le pregunta a un cirujano por sus experiencias más llamativas, puede respondernos que o bien no ha sido testigo de nada que merezca la pena, o perderse en consideraciones técnicas. Pero, si fuésemos capaces de sorprenderle una noche en compañía de algunos de sus colegas, cuando el fuego de la chimenea está en su apogeo y el humo de la pipa nos apesta, y le planteásemos con sutileza alguna pregunta o alusión que le permitiera explayarse, escucharíamos algunos casos muy, muy reales, verdaderos frutos recogidos del árbol de la vida» (pp. 189-190).
Quien escribía esto era un médico que abandonó pronto y todavía joven el ejercicio de su profesión para entregarse a la creación literaria, gracias al éxito obtenido inmediatamente con las primeras aventuras de Sherlock Holmes, su más célebre personaje. En todos sus libros introduciría guiños a su formación médica, con detalles anatómicos o pequeñas digresiones sobre enfermedades o epidemias, pero fue ya casi al principio, en 1894, cuando Arthur Conan Doyle consiguió reunir una colección de quince cuentos (algunos publicados en revistas) más o menos protagonizados por cuestiones relacionadas con sus estudios, con su anterior trabajo.
Ninguno de los casos narrados parece «muy, muy real», y no proceden de experiencias vividas por Doyle durante su labor como médico en un hospital, en un ballenero y en una frustrada consulta privada, pero sí se aprecia en casi todos ellos la filantropía y la voluntad de cercanía a la vida que caracteriza toda la literatura de este autor superdotado. Lo suyo es imaginación realista, narraciones a veces al borde de la verosimilitud que sin embargo hechizan por su “verdad”, por su mágica eficacia, por su habilidad para escribir, con aparente sencillez, exactamente lo que quiere decir.
El subtítulo habla, con razón, de «realidades y fantasías», pero sólo dos veces se recurre a lo fantástico, una en un estupendo ejemplo de terror clásico (El lote 249, que los lectores españoles ya conocíamos gracias a alguna de las recopilaciones de la editorial Valdemar) y otra en un cuento humorístico, a pesar de narrar la ejecución —o, mejor, su intento— de un condenado a muerte (El desastre de Los Amigos). Todos los demás son relatos “realistas”. Ese voluntarioso ministro de exteriores a quien un doloroso ataque de gota tiene postrado en la cama sin dejarle atender urgentísimos asuntos («Bastó un segundo para que se olvidase del Mediterráneo, incapaz de pensar en nada que no fuese aquel enorme, rampante e inoportuno dedo gordo enrojecido» –p. 168–), ese joven y respetado noble que se disfraza para visitar a un especialista en sífilis, ese tierno conflicto generacional entre un viejo y tradicional médico y dos jóvenes recién licenciados que ya no comparten sus obsoletos y superadísimos métodos, ese médico rural que no puede soportar cómo una joven doctora se instala en su pueblo y le arrebata toda la clientela (y quienes acusan a Doyle de ser tan misógino, al menos, como su mítico detective, deberían leer este cuento, y alguno más de la serie), o la forma brutal en que un marido engañado venga la infidelidad de su mujer con un reputado doctor... constituyen un volumen precioso que devolverá al lector a esa hospitalaria literatura victoriana (o, en general, a la insuperable narrativa del siglo XIX) a la que uno podría dedicar décadas de felicísima lectura, y en la que de hecho tantos niños fuimos captados para siempre por los libros.
En Arthur Conan Doyle es simpático y reconfortante incluso su moralismo (a veces anticuado o cándido, a veces no tanto...), que consuela y crea complicidad incluso cuando no se acaba de estar de acuerdo con él. Dicho de forma inaceptablemente simple, es imposible escribir así si no se es un hombre bondadoso, íntegro, justo. Basten como ejemplo las líneas que cierran el último cuento y que suponen toda una hermosa (aunque algo ingenua) apología de los médicos, puesta en boca de un veterano profesor: «un médico tiene, además, muchas razones para mostrarse agradecido. No lo olvide nunca. Es tal el placer que se siente al hacer un pequeño favor que cualquier hombre pagaría por tener ese privilegio en vez de cobrar por ello. [...] sus pacientes son sus amigos, o deberían serlo. [...] Por si fuera poco, tiene la obligación de ser un buen hombre. No puede ser de otra manera. Porque ¿quién que se pase la vida contemplando sufrimientos que se aguantan con entereza puede mostrarse intransigente o perverso? Es una profesión noble, generosa y afable, y ustedes los jóvenes tienen la obligación de hacer cuanto esté en su mano para que siga siéndolo» (p. 299).
Juan Marqués
«Por lo general la clase médica siempre anda demasiado ocupada para llevar un registro de situaciones singulares o de acontecimientos dramáticos. […] Cuando se le pregunta a un cirujano por sus experiencias más llamativas, puede respondernos que o bien no ha sido testigo de nada que merezca la pena, o perderse en consideraciones técnicas. Pero, si fuésemos capaces de sorprenderle una noche en compañía de algunos de sus colegas, cuando el fuego de la chimenea está en su apogeo y el humo de la pipa nos apesta, y le planteásemos con sutileza alguna pregunta o alusión que le permitiera explayarse, escucharíamos algunos casos muy, muy reales, verdaderos frutos recogidos del árbol de la vida» (pp. 189-190).
Quien escribía esto era un médico que abandonó pronto y todavía joven el ejercicio de su profesión para entregarse a la creación literaria, gracias al éxito obtenido inmediatamente con las primeras aventuras de Sherlock Holmes, su más célebre personaje. En todos sus libros introduciría guiños a su formación médica, con detalles anatómicos o pequeñas digresiones sobre enfermedades o epidemias, pero fue ya casi al principio, en 1894, cuando Arthur Conan Doyle consiguió reunir una colección de quince cuentos (algunos publicados en revistas) más o menos protagonizados por cuestiones relacionadas con sus estudios, con su anterior trabajo.
Ninguno de los casos narrados parece «muy, muy real», y no proceden de experiencias vividas por Doyle durante su labor como médico en un hospital, en un ballenero y en una frustrada consulta privada, pero sí se aprecia en casi todos ellos la filantropía y la voluntad de cercanía a la vida que caracteriza toda la literatura de este autor superdotado. Lo suyo es imaginación realista, narraciones a veces al borde de la verosimilitud que sin embargo hechizan por su “verdad”, por su mágica eficacia, por su habilidad para escribir, con aparente sencillez, exactamente lo que quiere decir.
El subtítulo habla, con razón, de «realidades y fantasías», pero sólo dos veces se recurre a lo fantástico, una en un estupendo ejemplo de terror clásico (El lote 249, que los lectores españoles ya conocíamos gracias a alguna de las recopilaciones de la editorial Valdemar) y otra en un cuento humorístico, a pesar de narrar la ejecución —o, mejor, su intento— de un condenado a muerte (El desastre de Los Amigos). Todos los demás son relatos “realistas”. Ese voluntarioso ministro de exteriores a quien un doloroso ataque de gota tiene postrado en la cama sin dejarle atender urgentísimos asuntos («Bastó un segundo para que se olvidase del Mediterráneo, incapaz de pensar en nada que no fuese aquel enorme, rampante e inoportuno dedo gordo enrojecido» –p. 168–), ese joven y respetado noble que se disfraza para visitar a un especialista en sífilis, ese tierno conflicto generacional entre un viejo y tradicional médico y dos jóvenes recién licenciados que ya no comparten sus obsoletos y superadísimos métodos, ese médico rural que no puede soportar cómo una joven doctora se instala en su pueblo y le arrebata toda la clientela (y quienes acusan a Doyle de ser tan misógino, al menos, como su mítico detective, deberían leer este cuento, y alguno más de la serie), o la forma brutal en que un marido engañado venga la infidelidad de su mujer con un reputado doctor... constituyen un volumen precioso que devolverá al lector a esa hospitalaria literatura victoriana (o, en general, a la insuperable narrativa del siglo XIX) a la que uno podría dedicar décadas de felicísima lectura, y en la que de hecho tantos niños fuimos captados para siempre por los libros.
En Arthur Conan Doyle es simpático y reconfortante incluso su moralismo (a veces anticuado o cándido, a veces no tanto...), que consuela y crea complicidad incluso cuando no se acaba de estar de acuerdo con él. Dicho de forma inaceptablemente simple, es imposible escribir así si no se es un hombre bondadoso, íntegro, justo. Basten como ejemplo las líneas que cierran el último cuento y que suponen toda una hermosa (aunque algo ingenua) apología de los médicos, puesta en boca de un veterano profesor: «un médico tiene, además, muchas razones para mostrarse agradecido. No lo olvide nunca. Es tal el placer que se siente al hacer un pequeño favor que cualquier hombre pagaría por tener ese privilegio en vez de cobrar por ello. [...] sus pacientes son sus amigos, o deberían serlo. [...] Por si fuera poco, tiene la obligación de ser un buen hombre. No puede ser de otra manera. Porque ¿quién que se pase la vida contemplando sufrimientos que se aguantan con entereza puede mostrarse intransigente o perverso? Es una profesión noble, generosa y afable, y ustedes los jóvenes tienen la obligación de hacer cuanto esté en su mano para que siga siéndolo» (p. 299).
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