Trad. Xavier Farré. El Acantilado, Barcelona, 2007. 149 pp. 14 €
José Morella
En el desopilante libro (que todo periodista cultural debería tener permanentemente en su mesilla de noche para curarse de cualquier tipo de esnobismo) The Complete Polysyllabic Spree, Nick Hornby recoge las palabras de una periodista sobre la escritura de reseñas culturales, palabras que según Hornby son las más sabias que haya leído al respecto. Cuenta que a Sarah Vowell, que así se llama la señora, le pidieron una vez una reseña sobre un disco de Tom Waits, y ella, al escucharlo, pensó que «le gustaban mucho las baladas». De modo que escribió exactamente esa frase: «Me gustan mucho las baladas». Después no tenía nada más que decir. Pero necesitaba ochocientas palabras más para que le pagaran por la reseña. Eso es lo que a veces pasa. Te gusta algo, te engancha, te pasa una especie de calambre afectivo, de saludo de trascendencia directo al estómago. Eso es, básicamente, la poesía, si nos perdonan la economía de la definición. Y luego uno se queda sin habla.
José Morella
En el desopilante libro (que todo periodista cultural debería tener permanentemente en su mesilla de noche para curarse de cualquier tipo de esnobismo) The Complete Polysyllabic Spree, Nick Hornby recoge las palabras de una periodista sobre la escritura de reseñas culturales, palabras que según Hornby son las más sabias que haya leído al respecto. Cuenta que a Sarah Vowell, que así se llama la señora, le pidieron una vez una reseña sobre un disco de Tom Waits, y ella, al escucharlo, pensó que «le gustaban mucho las baladas». De modo que escribió exactamente esa frase: «Me gustan mucho las baladas». Después no tenía nada más que decir. Pero necesitaba ochocientas palabras más para que le pagaran por la reseña. Eso es lo que a veces pasa. Te gusta algo, te engancha, te pasa una especie de calambre afectivo, de saludo de trascendencia directo al estómago. Eso es, básicamente, la poesía, si nos perdonan la economía de la definición. Y luego uno se queda sin habla.
Al intentar hablar de Adam Zagajewski, a mí también me pasa lo mismo que a Sarah Vowell con Tom Waits; cuando leo sus libros, solo diría una cosa: alucino con su capacidad de encontrar imágenes brillantes. Y ahora tengo que terminar la reseña, y siento que lo menos importante será cómo la escriba. El propio Adam Zagajewski habla de esta experiencia con el lector —pero con una fórmula infinitamente mejor que yo pueda inventar— en su libro de ensayos En defensa del fervor: la poesía es una antorcha encendida que el autor le pasa al lector, que se encargará de conducirla a otro lugar durante su vida, y de pasársela a otras personas. Esa antorcha a veces es un verso (Zagajewski tiene muchos de estos versos-antorcha), pero también puede ser una tonada de saxo, o una canción tonta de la que alguien hace una versión llena rabia o de desolación, o una escena en una película (no puedo reprimir un ejemplo que tengo reciente: Sergio Castellito y Vittorio Gassman, como nieto y abuelo, comiendo juntos, en silencio, en la cocina de la casa, en Familia, de Ettore Scola, escena que me hizo llorar como un grifo, y no me refiero al animal mitológico). Pero esta reseña tenía que ser sobre Zagajewski: resulta que se ha publicado un nuevo libro suyo en España, Antenas. Es delicioso, como todos los suyos, como Tierra de Fuego y Deseo, que contienen esas antorchas de las que hablábamos en cantidad fabulosa.
Me gusta infinitamente más el Zagajewski poeta que el ensayista; es decir, me gusta mucho más su poesía que su visión de la poesía, o mejor dicho de lo que tiene que ser buena o excelente poesía. Esta visión está atravesada de un esencialismo que, a pesar de sus constantes equilibrios por evitarlo, peca de cierto desprecio por otras aproximaciones al fenómeno poético. Le parece que la poesía actual está castrada de metafísica, de trascendencia, de falta de fe en la inspiración, en el rapto poético. No decimos que no haya algo de cierto en esto, pero Zagajewski engloba en su crítica un enorme cajón de cosas: todo aquello relacionado con las aproximaciones estructuralistas y postestructuralistas al arte, como si todo lo que ha sido relacionado con esas etiquetas fuera lo mismo: gente que recorta las posibilidades de la poesía, o de la poesía de altos vuelos, de la cual Zagajewski cree tener la clave. Cuando una poesía más económica con el lenguaje y menos llevada por la tentación de lo sublime resulta ser excelente, Zagajewski parece hablar de ella como simple excepción: eso es lo que hace, por ejemplo, con Eugenio Montale. Con todo esto no queremos decir que no valga la pena leer los ensayos de Zagajewski. Desde luego que vale la pena, por muchos motivos que no caben aquí. El simple hecho de ser una fantástica introducción a la cultura polaca contemporánea para los no iniciados es ya más que suficiente. Pero, a nuestro juicio, cuando quiere dar con la clave del fenómeno poético, no la encuentra.
Y lo curioso es que la tiene; tiene la clave: está en sus poemas. Pero no puede explicarla en sus ensayos. Por eso sus ensayos son eruditos y divertidos, pero no son grandes ensayos, como los de Octavio Paz o Borges. Al intentar defender lo sublime y elevado parece alguien que desea agarrar el contenido de un vaso de agua con la mano. El agua se escapa, solo queda de ella un charquito en la palma ahuecada. La mayor parte queda inexplicada, en el suelo, y la que ha quedado en la mano no es más que una clausura de su esencia: da más cuenta del continente (la forma de la mano, el equilibrio que se ve obligada a buscar para mantener el agua, su fisicidad opaca) que del contenido, que no es más que un resto. De alguna manera, este argumento mío puede desmontarme a mí mismo claramente, puesto que tal vez el fracaso (suponiendo que sea un fracaso, cosa que es un simple juicio nuestro) del ensayo de Zagajewski no sea sino un potente artefacto creado para hacer resonar más aún el éxito de sus versos. Versos geniales, antorchas. Ejemplos: Si supiéramos leer poemas con la misma atención con que estudiamos el menú en un restaurante de lujo... O este otro: El cine era tan pequeño que la película de Bergman apenas cabía. Un kayac inmóvil en el mar es, desde la lejanía, para Zagajewski, la aguja de una brújula. Los jubilados que van de excursión son vistos como seres que aprenden a andar/ por la tierra. Los turistas deambulan como los Padres de la Iglesia, por desgracia/ aquejados de una profunda acedía. Su profunda estética cristiana, todavía llena de esperanza, se adapta al paisaje de nuestro mundo, un mundo en que todo está plagado de las antenas del título. Antenas en cada tejado, en cada edificio. Antenas que son vehículos del flujo de comunicación del mundo contemporáneo, pero que no duermen, que vigilan, que murmuran y dicen: Mesías, ven finalmente.
Me gusta infinitamente más el Zagajewski poeta que el ensayista; es decir, me gusta mucho más su poesía que su visión de la poesía, o mejor dicho de lo que tiene que ser buena o excelente poesía. Esta visión está atravesada de un esencialismo que, a pesar de sus constantes equilibrios por evitarlo, peca de cierto desprecio por otras aproximaciones al fenómeno poético. Le parece que la poesía actual está castrada de metafísica, de trascendencia, de falta de fe en la inspiración, en el rapto poético. No decimos que no haya algo de cierto en esto, pero Zagajewski engloba en su crítica un enorme cajón de cosas: todo aquello relacionado con las aproximaciones estructuralistas y postestructuralistas al arte, como si todo lo que ha sido relacionado con esas etiquetas fuera lo mismo: gente que recorta las posibilidades de la poesía, o de la poesía de altos vuelos, de la cual Zagajewski cree tener la clave. Cuando una poesía más económica con el lenguaje y menos llevada por la tentación de lo sublime resulta ser excelente, Zagajewski parece hablar de ella como simple excepción: eso es lo que hace, por ejemplo, con Eugenio Montale. Con todo esto no queremos decir que no valga la pena leer los ensayos de Zagajewski. Desde luego que vale la pena, por muchos motivos que no caben aquí. El simple hecho de ser una fantástica introducción a la cultura polaca contemporánea para los no iniciados es ya más que suficiente. Pero, a nuestro juicio, cuando quiere dar con la clave del fenómeno poético, no la encuentra.
Y lo curioso es que la tiene; tiene la clave: está en sus poemas. Pero no puede explicarla en sus ensayos. Por eso sus ensayos son eruditos y divertidos, pero no son grandes ensayos, como los de Octavio Paz o Borges. Al intentar defender lo sublime y elevado parece alguien que desea agarrar el contenido de un vaso de agua con la mano. El agua se escapa, solo queda de ella un charquito en la palma ahuecada. La mayor parte queda inexplicada, en el suelo, y la que ha quedado en la mano no es más que una clausura de su esencia: da más cuenta del continente (la forma de la mano, el equilibrio que se ve obligada a buscar para mantener el agua, su fisicidad opaca) que del contenido, que no es más que un resto. De alguna manera, este argumento mío puede desmontarme a mí mismo claramente, puesto que tal vez el fracaso (suponiendo que sea un fracaso, cosa que es un simple juicio nuestro) del ensayo de Zagajewski no sea sino un potente artefacto creado para hacer resonar más aún el éxito de sus versos. Versos geniales, antorchas. Ejemplos: Si supiéramos leer poemas con la misma atención con que estudiamos el menú en un restaurante de lujo... O este otro: El cine era tan pequeño que la película de Bergman apenas cabía. Un kayac inmóvil en el mar es, desde la lejanía, para Zagajewski, la aguja de una brújula. Los jubilados que van de excursión son vistos como seres que aprenden a andar/ por la tierra. Los turistas deambulan como los Padres de la Iglesia, por desgracia/ aquejados de una profunda acedía. Su profunda estética cristiana, todavía llena de esperanza, se adapta al paisaje de nuestro mundo, un mundo en que todo está plagado de las antenas del título. Antenas en cada tejado, en cada edificio. Antenas que son vehículos del flujo de comunicación del mundo contemporáneo, pero que no duermen, que vigilan, que murmuran y dicen: Mesías, ven finalmente.
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