Trad. Carmen Gauger. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007. 176 pp. 16,90 €
«Un largo viaje. Emerger, sumergirse. Hundirse. Que entonces siempre sean más fuertes los quejidos. Otra gran oleada de la misma marea, va a llevarme con ella. Hundirme. Ser hundida. Oscuro. Silencio.» Éste es uno de los párrafos de las primeras páginas de un libro cuyo tejido comienza deshilado por la indeterminación, por el extrañamiento, por una búsqueda de la descripción precisa de ciertas sensaciones a partir de un lenguaje enrarecido como los líquidos en disolución. Del mismo modo que el principio de Las olas, de Virginia Woolf, la voz narradora de En carne propia se abre camino a través de frases cuya única hilación es la de una subjetividad perpleja de sí misma y de sus propias sensaciones, de un mundo en el que lo interior no se diferencia de lo que viene de fuera. «Algo se queja, sin palabras». El intento de decir el dolor, de traducir a tejido verbal toda la gama sinestésica de colores, sombras, golpes y estallidos de una conciencia que se ha convertido en cuerpo, que ha sido llevada al presente de las sensaciones inmediatas y que debe reconstruirse desde ahí. «Llegan las otras figuras que se ponen a trabajar en su persona, que controlan drenajes, cambian frascos de infusión, lavan, me acomodan en la cama, esa cosa que es mi cuerpo para ellas.» Del mismo modo que en la citada novela de Virginia Woolf, la perplejidad ante el mundo termina convirtiéndose en una reflexión sobre el lenguaje y la literatura: «El shock de que todo lo que digo o escribo está falseado por lo que no digo ni escribo». «Cómo íbamos a saber la extensión de nuestro mundo interior si no nos lo abriera una llave especial, por ejemplo, la fiebre alta»: la pureza de las percepciones plásticas, sonoras y cinestésicas lleva a la conciencia del cuerpo, pero el cuerpo sólo tiene sentido en tanto que portador de la memoria. Y la memoria se manifiesta en forma de retazos de los otros, de sensaciones rescatadas: «Que haya tantos espacios interiores». Entre la trama sensorial que retrata el presente, y los deslizamientos de la memoria, aparecen reflexiones de profundas implicaciones filosóficas. El cuerpo como un juego de cajas chinas que esconde diferentes y misteriosos tipos de interior y de vacío. La memoria despliega su propia perplejidad, compuesta por recuerdos de inocencia perdida, de poemas de Goethe, de ilusiones sociales y políticas que parecen tan lejanas como la juventud perdida. «Curioso, cómo funciona el cerebro». El espacio del hospital es un territorio de lo inhóspito, de lo misterioso, de lo blanco. «Muy tarde, en plena noche —pero las horas del día y de la noche se difuminan—, bajará por fin la marea, vagamente emergerá la habitación, apenas iluminada por el cuadrilátero de luz nocturna que hay en el zócalo, junto a la puerta: ella estará, empapada de sudor y desfallecida, en su cama-barco...» «Comprendo el misterio de la tercera persona, que está ahí sin ser palpable, y que, cuando las circunstancias le son favorables, puede tener más realidad que la primera: Yo. Sobre la dificultad de decir yo», explica la autora en otro de sus libros, Noticias sobre Christa T. El mismo fenómeno que Wolf advierte al leer los diarios de su amiga desaparecida, escritos en tercera persona, es utilizado en esta obra de ficción. A medida que la memoria va reconstruyendo sus esquemas del mundo, la voz narradora avanza progresivamente desde la tercera persona al “yo”. Del mismo modo, el lector va reconstruyendo una historia de relaciones humanas a través de fragmentos: hay nombres que aparecen y aparecen dejando su huella en lo narrado, situaciones que configuran el retrato de una mujer y de un complejo tejido social que parece estar constantemente sometido a procesos de cambio, el bosquejo de las consecuencias de esos cambios sociales en sus habitantes más comprometidos políticamente. «Cómo murió Urban. Se ahorcó. En un bosquecillo. Lo encontraron al cabo de semanas. Renate. Dios mío, Renate. Tiene que vivir con esa imagen». Desafortunadamente, no soy capaz de comparar la traducción con su original en alemán, pero el trabajo de Carmen Gauger consigue transmitir la extraña mezcla de registros y tonalidades a través de la cual se muestra el ritmo desgarrado de la memoria que va saliendo a flote por estratos, y tiene la habilidad de sugerir sensaciones ayudándose del tipo de frase a utilizar. No debe de ser una tarea fácil enfrentarse a la traducción de un libro tan estriado, compuesto de grumos de significado que tropiezan unos contra otros como una hemorragia.
Trad. Carmen Gauger. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007. 615 pp. 35 €
Hay diferentes maneras de leer. Inevitablemente, el género de escritura que un artista escoge para transmitir una idea es inseparable de las expectativas que el escritor cree que el lector va a tener respecto a un determinado formato. En este caso, la idea del libro es retratar el presente (incontable) y toma forma de diario personal, sólo que el ritmo de los días recogidos es anual. Lógicamente, el resultado de una lectura indefinida del presente es una sensación contradictoria: la conservación por escrito de un momento arrastra inevitablemente la sensación de caducidad, ese pensamiento, en palabras de Elena Medel, de que todas las personas conocidas estarán muertas algún día.
El problema de la captura del tiempo se resuelve aquí tendiéndole una trampa a la cruda realidad, y utilizándola como materia prima apenas filtrada, pero, eso sí, ciertos fragmentos son destacados sutilmente sobre el resto, como dotados de vibración por la manera de ser descritos, por la sensibilidad excepcional de la escritora.
Las obras de ficción de Christa Wolf suelen estar poco apegadas a un hilo argumental, y tienen una forma más bien pulviscular, atómica: mediante retazos de significado, las situaciones van cobrando forma dentro de un caldo de tensión emocional. Por el contrario, en Un día del año, la autora lo cuenta todo, y casi por orden. Su talento literario hace que resulten interesantes detalles que podrían no haberlo sido. Otra característica de este libro es que nunca se sabe cuándo va a surgir un fragmento de gran interés, puesto que todos los temas (políticos, afectivos, literarios, gastronómicos) aparecen mezclados orgánicamente.
La lectura de este diario-anuario, con sus a veces minuciosas descripciones, es como sumergirse en otra vida. Pronto se adquiere el ritmo de esta familia en concreto, se aprenden sus prioridades, se comprenden las relaciones que existen entre unos y otros.
Como quizá ocurre en todas las vidas, lo nuevo, lo excepcional o lo irreparable se insertan en el tejido de la cotidianeidad, confundiéndose con ella. Es inevitable sentir vértigo al ver cómo pasan cuarenta años tan rápidamente ante los ojos del lector. Por todo esto, quizá la mejor manera de leer este libro sea simular de algún modo el curso de los años mediante dosis espaciadas en el tiempo.
La edición incluye notas tanto de la autora como de la traductora. Esto facilita enormemente la contextualización de las escenas, situaciones y personajes.
A lo largo de esta cuarentena 1960-2000 nos hacemos eco del fastidio que le provoca a la autora recibir el premio nacional en 1964, el éxito y la repercusión de Casandra, que da la impresión de parecer desproporcionado a Christa Wolf en relación con su otras obras,
de sus comentarios de la actualidad política desde el lado este de Berlín, de los numerosos libros que lee y la opinión que le merecen («He leído antes una líneas de los diarios de Virginia Woolf y tuve una sensación extraña al comprobar ciertas afinidades en el terreno emocional»), de la importancia que la autora concede a sus intensos sueños, a veces de carácter premonitorio, como en 1987: «Helmut se les acaba de morir. Toda mi inquietud y miedo nocturno se habían confirmado».
En 1970 la familia viaja a Bulgaria, como parte de un grupo organizado. «Gerd se ha traído de nuevo Los mitos de la antigüedad clásica, que siempre lee en tierras meridionales donde, en su opinión, encajan a la perfección». Tinka descubre cómo son en realidad «las célebres hojas de la higuera». Gerd «declara que habría que tener una dacha en el mediterráneo». La imagen de la Grecia clásica se superpone a la realidad búlgara, hasta que «una mañana luminosa», ante las fantasías de Gerd sobre vivir en una isla griega, Christa se de cuenta de que «no es el sur, es la falta de ganas de volver a casa. (¿Cuándo vino realmente el cambio, la desgana de volver?).»
Entre todos los personajes que aparecen, llama la atención la historia de Tinka, la hija que cumple años al día siguiente de la escritura del “diario”, y que vemos crecer a lo largo del libro: se nos cuenta cómo fue su nacimiento, numerosas escenas de su infancia, cómo ya mide un metro setenta y dos con catorce años, cómo le asusta cumplir diecisiete, sus difíciles partos, cómo se hace crítica de teatro y también pertenece a un grupo dramático.
No pasa un día sin algún comentario respecto a la situación política y social, pero hay jornadas dedicadas casi exclusivamente a analizarla, como la entrada del 89, tras la caída del muro, la jornada electoral de 1998 «la extrema derecha quedó por debajo del 2%, esta fue una de las mayores alegrías de la noche electoral». En la actitud de la familia parece advertirse cierto escepticismo (el pesimismo de la lucidez descrito por Gramsci) en los comentarios, pero sus actos muestran el optimismo de la voluntad: «Sacamos (nuestra casa) de un estado ruinoso hace cinco años y la fuimos poniendo en un estado aceptable para nosotros; habitable era, desde luego, y más que eso: una casa de trabajo y de vacaciones, también para hijos, nietos y amigos, había tomado ya una pátina y era fuente de relatos, hasta de mitos».
En la entrada de 1993 leemos: «Alguien plantea la bonita pregunta de si los expedientes de la Stasi eran la mala conciencia de la nación; yo digo que no, que sólo en Alemania se puede concebir la idea de que unos expedientes puedan sustituir a la conciencia. Después de haber leído mi expediente, dije, yo lo sabía: estos expedientes no contienen 'la verdad' [...] Contienen lo que la gente de la Stasi debía, podía o tenía que ver o haber visto […] ni siquiera el lenguaje que empleaban, dije, era apropiado para registrar la 'verdad' [...] No, 'la verdad' sobre esa época y sobre nuestra vida probablemente habrá de traerla la literatura».
Hay diferentes maneras de leer. Inevitablemente, el género de escritura que un artista escoge para transmitir una idea es inseparable de las expectativas que el escritor cree que el lector va a tener respecto a un determinado formato. En este caso, la idea del libro es retratar el presente (incontable) y toma forma de diario personal, sólo que el ritmo de los días recogidos es anual. Lógicamente, el resultado de una lectura indefinida del presente es una sensación contradictoria: la conservación por escrito de un momento arrastra inevitablemente la sensación de caducidad, ese pensamiento, en palabras de Elena Medel, de que todas las personas conocidas estarán muertas algún día.
El problema de la captura del tiempo se resuelve aquí tendiéndole una trampa a la cruda realidad, y utilizándola como materia prima apenas filtrada, pero, eso sí, ciertos fragmentos son destacados sutilmente sobre el resto, como dotados de vibración por la manera de ser descritos, por la sensibilidad excepcional de la escritora.
Las obras de ficción de Christa Wolf suelen estar poco apegadas a un hilo argumental, y tienen una forma más bien pulviscular, atómica: mediante retazos de significado, las situaciones van cobrando forma dentro de un caldo de tensión emocional. Por el contrario, en Un día del año, la autora lo cuenta todo, y casi por orden. Su talento literario hace que resulten interesantes detalles que podrían no haberlo sido. Otra característica de este libro es que nunca se sabe cuándo va a surgir un fragmento de gran interés, puesto que todos los temas (políticos, afectivos, literarios, gastronómicos) aparecen mezclados orgánicamente.
La lectura de este diario-anuario, con sus a veces minuciosas descripciones, es como sumergirse en otra vida. Pronto se adquiere el ritmo de esta familia en concreto, se aprenden sus prioridades, se comprenden las relaciones que existen entre unos y otros.
Como quizá ocurre en todas las vidas, lo nuevo, lo excepcional o lo irreparable se insertan en el tejido de la cotidianeidad, confundiéndose con ella. Es inevitable sentir vértigo al ver cómo pasan cuarenta años tan rápidamente ante los ojos del lector. Por todo esto, quizá la mejor manera de leer este libro sea simular de algún modo el curso de los años mediante dosis espaciadas en el tiempo.
La edición incluye notas tanto de la autora como de la traductora. Esto facilita enormemente la contextualización de las escenas, situaciones y personajes.
A lo largo de esta cuarentena 1960-2000 nos hacemos eco del fastidio que le provoca a la autora recibir el premio nacional en 1964, el éxito y la repercusión de Casandra, que da la impresión de parecer desproporcionado a Christa Wolf en relación con su otras obras,
de sus comentarios de la actualidad política desde el lado este de Berlín, de los numerosos libros que lee y la opinión que le merecen («He leído antes una líneas de los diarios de Virginia Woolf y tuve una sensación extraña al comprobar ciertas afinidades en el terreno emocional»), de la importancia que la autora concede a sus intensos sueños, a veces de carácter premonitorio, como en 1987: «Helmut se les acaba de morir. Toda mi inquietud y miedo nocturno se habían confirmado».
En 1970 la familia viaja a Bulgaria, como parte de un grupo organizado. «Gerd se ha traído de nuevo Los mitos de la antigüedad clásica, que siempre lee en tierras meridionales donde, en su opinión, encajan a la perfección». Tinka descubre cómo son en realidad «las célebres hojas de la higuera». Gerd «declara que habría que tener una dacha en el mediterráneo». La imagen de la Grecia clásica se superpone a la realidad búlgara, hasta que «una mañana luminosa», ante las fantasías de Gerd sobre vivir en una isla griega, Christa se de cuenta de que «no es el sur, es la falta de ganas de volver a casa. (¿Cuándo vino realmente el cambio, la desgana de volver?).»
Entre todos los personajes que aparecen, llama la atención la historia de Tinka, la hija que cumple años al día siguiente de la escritura del “diario”, y que vemos crecer a lo largo del libro: se nos cuenta cómo fue su nacimiento, numerosas escenas de su infancia, cómo ya mide un metro setenta y dos con catorce años, cómo le asusta cumplir diecisiete, sus difíciles partos, cómo se hace crítica de teatro y también pertenece a un grupo dramático.
No pasa un día sin algún comentario respecto a la situación política y social, pero hay jornadas dedicadas casi exclusivamente a analizarla, como la entrada del 89, tras la caída del muro, la jornada electoral de 1998 «la extrema derecha quedó por debajo del 2%, esta fue una de las mayores alegrías de la noche electoral». En la actitud de la familia parece advertirse cierto escepticismo (el pesimismo de la lucidez descrito por Gramsci) en los comentarios, pero sus actos muestran el optimismo de la voluntad: «Sacamos (nuestra casa) de un estado ruinoso hace cinco años y la fuimos poniendo en un estado aceptable para nosotros; habitable era, desde luego, y más que eso: una casa de trabajo y de vacaciones, también para hijos, nietos y amigos, había tomado ya una pátina y era fuente de relatos, hasta de mitos».
En la entrada de 1993 leemos: «Alguien plantea la bonita pregunta de si los expedientes de la Stasi eran la mala conciencia de la nación; yo digo que no, que sólo en Alemania se puede concebir la idea de que unos expedientes puedan sustituir a la conciencia. Después de haber leído mi expediente, dije, yo lo sabía: estos expedientes no contienen 'la verdad' [...] Contienen lo que la gente de la Stasi debía, podía o tenía que ver o haber visto […] ni siquiera el lenguaje que empleaban, dije, era apropiado para registrar la 'verdad' [...] No, 'la verdad' sobre esa época y sobre nuestra vida probablemente habrá de traerla la literatura».
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