XXXII premio Jaén de Poesía
Hiperión, Madrid, 2016. 60 pp. 10 €
Ignacio Sanz
Qué emoción tener un nuevo libro de Fermín Herrero entre las manos. Cuando me llega lo abro al azar, nervioso como un niño, y ya el primer poema me deja herido y trastocado. Y no puedo seguir, no quiero seguir leyendo. En todo caso, a pequeños sorbos, me digo, para que runda. Pero luego no puedo resistirlo y, tras el primer impacto, me atrinchero tras el libro y, como los borrachos, me bebo la botella entera. Una botella que, felizmente, no se acaba nunca, aunque el impacto de la primera lectura queda ahí, flotando en la memoria para siempre.
Fermín Herrero nació en Ausejo de la Sierra, un pueblecito soriano que en invierno sólo alberga dos familias. Así perviven muchos pueblos sorianos, semivacíos, en una agonía que se prolonga. Ahora trabaja de profesor de instituto en Valladolid. Ha recibido ocho o diez premios de entre los más prestigiosos del panorama poético. El libro que reseño se alzó con XXXII premio Jaén de Poesía. Uno más. Un clásico como él no debería presentarse a premios, pienso yo; supongo que lo hace, miseria de los tiempos, para ver su obra publicada. Total que…
Pero no nos enfanguemos en asuntos terrenos y volvamos al libro que es lo que importa; volvamos a estos 39 poemas en los que flota detrás la mirada de aquel niño nacido en Ausejo, una mirada que se conmueve ante los pequeños acontecimientos, una mirada cuyo destello nos deslumbra. Ese lebrato que le sale en un ladero y que le mira con insistencia y descaro y que le recuerda al poeta ahora pesaroso la época, ¡ay!, en la que fue cazador. O la visita al pequeño cementerio acompañando a su madre que lleva una azadilla para cavuchar la tierra donde descansan los abuelos a los que el poeta no conoció. Las losas del río donde lavaban las mujeres y limpiaban las tripas del cerdo en los días fríos de matanza.
En fin, poca cosa, como se puede ver, casi nada. Pero entonces ¿por qué nos estremecen estos poemas, por qué restallan con tanta furia. Quizá porque hablan de nosotros, quizá porque el paisaje, como en Machado, arda cargado de recuerdos. Al fin, se canta lo que se pierde. Fermín Herrero escribe desde una tradición que apenas que se le cuela sin hacerse ostensible por más que ciertas palabras nos choquen: «Vivo en un lugarcillo de hartos pocos vecinos».
En una nota final nos aclara que en esta travesía le han acompañado El Evangelio de San Mateo, Unamuno, Santa Teresa y San Juan de la Cruz. Es decir que se vale de tan hidalga compañía para reforzar algunos de sus versos. De ahí que, en esta ocasión se aprecie un aliento místico acaso más reforzado que de costumbre. Ese misticismo que aparece también en Claudio Rodríguez, el depurado místico de nuestro tiempo que se arrebata ante los pequeños acontecimientos. Y que nos arrebata como hace Fermín Herrero. Porque cada poema nos arranca una pequeña emoción al recordar una vivencia iluminada por el paisaje de fondo. Permanece además ese gusto por distorsionar levemente la sintaxis para sacar más jugo a la lengua. Y también una tendencia, sin abusar, de ciertas palabras llenas de connotaciones campesinas como tenazón, adormijaba o soledumbre que remiten a las brasas de su propia memoria. En fin, aquí está el Fermín Herrero de siempre, el nieto de Virgilio pasado por el tamiz de Eliot y de Claudio, el poeta que no olvida al niño que fue y cuyos poemas llegan de manera diáfana al tuétano de nuestras emociones.
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