Ézaro Ediciones, Santiago de Compostela, 2016. 326 pp. 20 €
Ignacio Sanz
Hay niños caprichosos que, cuando salen a la calle, para romper con la rutina de sus pasos, se colocan en el borde de la acera y avanzan con un pie en el bordillo y otro en la calzada, como si estuvieran bordando a punto de cruz con hilo de dos colores. Algo de esto pensaba mientras leía esta espléndida novela que nos cuenta dos historias, la de una pareja de novios en Zaragoza y la de un matrimonio con una hija pequeña en La Coruña. Capítulo a capítulo el lector se va desplazando de Aragón a Galicia y asiste a los momentos gozosos de un cortejo no exento de riesgos en el primer caso y a los desencuentros, miserias y rebatiñas que salpican la vida del matrimonio con siete u ocho años de rodaje. Pero no se advierten puntos de contacto entre ambas historias; de ahí el desconcierto.
Es verdad que a las dos historias centrales les van saliendo flecos de tal manera que a Elisa, la novia, y a Blanca, la mujer, habría que añadir la presencia de Lourdes, que también cumple un papel fundamental. O el viejo Eladio, padre de Lourdes, tan radical y entrañable. Y Ovidio, el hermano del narrador que aparece y desparece como un Guadiana.
Pero el lector va de un marco a otro como si estuviera asistiendo a un partido de tenis. Mueve la cabeza de derecha a izquierda en un continuo intercambio de raquetazos. Los escenarios no se intercomunican, es decir, que el lector tiene ante sí dos historias paralelas de encuentros más o menos gozosos en el primer caso y de desencuentros traumáticos en el segundo.
Supongo que cualquier lector a poco avispado que sea ha de intuir algo. Este lector, al menos, tuvo ese barrunto desde el principio. Entre otras cosas porque los protagonistas de ambas historias fuman y beben de manera desaforada. Y en ambos casos, Zaragoza y Coruña, los protagonistas leen con cierta tenacidad. Muñoz Molina, Bernardo Atxaga o Julio Llamazares se cuelan entre las lecturas, además de Salinger; y no solo se lee, también se escucha el disco que Amancio Prada dedicó al Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz. Es decir, nos movemos entre personajes que cultivan una cierta sensibilidad. Y, por supuesto, personajes bien trazados, con sus flaquezas y miserias, pero también con ese toque de hidalguía carpetovetónica que les otorga un atractivo radical. De manera que el lector fluye capítulo a capítulo con unas expectativas que poco a poco le irán arrastrando hacia un desenlace sorprendente.
La novela está escrita con refinamiento, aunque sin atisbo de pedantería; el autor se delecta en el empleo de ciertas palabras cultas que, antes que un lastre, dan color y riqueza a la historia.
En la contraportada se habla de Billy el Niño, un siniestro policía salido de las cloacas del franquismo que reaparece aquí, dando apoyo a otros personajes de la misma cuerda. Y está bien que todo ese fondo oscuro sirva para crear intriga. Pero los personajes centrales están tan bien trazados en su cotidianidad, sus vidas son tan ricas y tan llenas de matices, tan arrasadas a la par por los anhelos nobles y las miserias, que se bastan por sí mismos para tensionar la novela.
Leí en su día El periodista despedido, su primera novela y ya me pareció una obra madura llena de matices. Pues bien, en El orden invisible de las cosas Fernando Ontañón, no hace sino seguir ascendiendo en complejidad para entregarnos una obra intrigante, ambiciosa y madura.
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