viernes, diciembre 16, 2016

El camino del perro, Sam Savage


Trad. Ramón Buenaventura
Seix Barral, Barcelona, 2016. 152 pp. 16,50 €

José Morella

Esta novela habla, en principio, sobre artistas diletantes y sobre el peligro del diletantismo. Dicho peligro es más sutil de lo que parece. Si un artista es honesto consigo mismo se dará cuenta de que resulta tremendamente difícil discernir si su arte se nutre de sus neurosis egóticas o de la necesidad genuina de comunicar o expresar. Por supuesto, la neurosis no es algo de lo que se salga para no sufrirla nunca más. Lo que ocurre casi siempre es que transitamos una y otra vez de la neurosis a la cordura, del deseo frívolo de ser aplaudido al trabajo serio y humilde, al trabajo digno.
El camino del perro va de eso: de la dignidad o de su ausencia. Y no solo incumbe a artistas: todas las personas, en nuestra vida cotidiana -tratando con los otros, trabajando, estando con los amigos y con la familia- somos responsables de nuestra propia dignidad, de hasta qué punto forzamos la realidad para que se adecue a nuestros deseos y nuestros miedos o hasta qué punto trabajamos dignamente con ella sin querer imponer a toda costa el "qué hay de lo mío" o el "que no me toquen lo mío".
Los que escribimos sabemos de esto un rato. Tengo la sensación de que la gente que tiene que leer este libro -los artistas megalómanos, los escritores de foto de cubierta con mano en la barbilla, los editores y marchantes de arte maquiavélicos y el resto de gente que se pasa mucho más tiempo maquinando que creando- no lo leerán, o lo leerán sin sentirse aludidos.
Harold Nivenson, el anciano protagonista, revisa su vida desde dos miradores: su cercanía con la muerte y su olímpica misantropía: «Durante los fines de semana (las personas felices) se arraciman y apretujan en los jadines traseros y en los parques, sonriendo y meneando la cola como perros». Los personajes misántropos son maravillosos. Sin ellos la literatura quedaría huérfana, severamente achicada. Una de las ventajas de los cascarrabias es la distancia con la que miran el mundo. En el caso de Savage esa distancia ofrece a la voz narrativa una objetividad tangencial y deliciosa, a la vez que triste. Harold Nivenson -por eso es un personaje tan conseguido- no reserva la misantropía a los otros: una de sus principales dianas es él mismo. Su juventud y su madurez. La absurdidad de su tenaz vocación por el éxito, por ser especial, por ser un escritor y un artista admirado, por rodearse de gente famosa y brillante.
Nivenson lleva toda la vida escribiendo anotaciones en trozos de papel que ahora encuentra por toda la casa: «No puedo abrir un libro sin que de él no caiga algún papel. No sé qué era lo que esperaba conseguir.» Habla con la perspectiva que da el tiempo: eso que esperaba conseguir, fuera lo que fuera, ya no está al alcance. De hecho, Nivenson ni siquiera recuerda qué era aquello tan deseado.
Lo que cuenta la novela es poco, porque poco es lo que Nivenson hizo con su vida: a partir de una relativa fortuna familiar que no se ganó él mismo, se dedicó a hacerse un pequeño nombre como marchante de arte y a mantener ilusiones de ser un gran escritor. Compró una casa que llenó de cuadros. La casa fue atrozmente ocupada por gente que iba allí para estar con Meininger, el gran artista a quien Nivenson admiró y esponsorizó de un modo estúpido y casi delirante. Ese pintor irresponsable y suicida hizo lo que le dio la gana con él, y él se dejó. Meininger lo usó de un modo ruin, sin contemplaciones, sin disimulos. Lo traicionó. A Nivenson lo perdió su afán de notoriedad. Ser el mejor amigo de un supuesto genio de la pintura. Así desperdició su vida. La historia no tiene nada de especial. Lo valioso del texto es la minuciosidad del narrador para analizarla y la impresionante honestidad con la que se confiesa. Impresiona tanta lucidez. Es un comentario a la propia vida repleto de avisos para que el lector no desperdicie la suya. Son avisos no siempre evidentes, pero siempre certeros. El narrador, cuando nos habla, ha mudado ya muchas pieles de serpiente. Todos las mudaremos. Nuestra identidad cambiará y sufriremos, o nos resistiremos a cambiar y sufriremos más todavía. Nivenson nos avisa de las trampas que nos hacemos a nosotros mismos. Las disecciona. Son las peores trampas que hay. Es posible, de hecho, que sean las únicas que verdaderamente existen.
Nivenson, de joven, era ingenioso. Discutía de todo en las fiestas, las animaba, las colonizaba con su presencia encantadora. Era el foco de atención. Su verborrea estaba preñada de una "listeza elevadísima". La melancolía de la voz anciana del narrador recordando aquellas fiestas es punzante porque es lúcida. En realidad, el enorme esfuerzo por lucirse del joven Nivenson era patético. Era -según el propio texto- histérico.
Nivenson vive en su casa, la casa que compró y de la que se considera esclavo, y en ella se convierte en una especie de anti-Walden. Su afilada inteligencia lo ve todo: comprende muy bien, sin necesidad de aislarse en la naturaleza como el personaje de Thoreau, en qué consiste la vida de gran parte de los habitantes de las sociedades modernas: la obsesión por el triunfo, la competitividad innecesaria, la carrera absurda hacia ningún lado.
No reventaré aquí la imagen perfecta que Savage consigue de la institución familiar a partir de la afición a hacer puzles. Es uno de los símiles más eficaces que he leído en una novela, y sirve de maravilla para explicar al personaje, o al menos para enmarcarlo en algún sitio y entender tanto su inteligencia como su amargura.
El camino del perro es una novela sobre los sacrificios inútiles. Es extrañamente hermosa, casi hipnótica, y si es leída con atención difícilmente queda uno indemne. Todos hemos hecho algún sacrificio inútil alguna vez, y algunos de nosotros tal vez estemos dedicando nuestra vida entera a uno de ellos.
«El yo no es un hombre feliz», dice Nivenson. En realidad, aunque no lo sepamos, no somos ese personaje que nos hemos creado y que va por el mundo pescando halagos o creyéndose mejor que el resto de la gente. Somos otra cosa. Ese personaje, al final, como le pasa a Nivenson, nos cansa. Nos agota.

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