José Luis Gómez Toré
Cuando con demasiada frecuencia la poesía se convierte en un fatigoso enfrentamiento entre facciones, en una larga serie de disputas en torno a modas y escuelas, se recibe como un soplo de aire fresco una lírica que se mueve sin dificultad desde las aventuras vanguardistas a la dicción más clásica, y que lo hace siempre con el aire desenfadado y elegantemente sentimental, no exento de humor, casi de poesía popular, de los versos de Eduardo Mitre (Oruro, Bolivia, 1943). En efecto, lo primero que llama la atención en estos poemas es la facilidad expresiva, la aparente espontaneidad de una escritura, que, frente a la mayor parte de la poesía contemporánea, recurre incluso al juego ocasional de la rima, casi siempre asonante. En las manos de Mitre, la poesía parece con frecuencia un juego, pero jugado con la seriedad con la que lo haría un niño, como se aprecia sobre todo en sus caligramas pero también en no pocos de sus versos de apariencia más convencional, que parecen una adivinanza o incluso una greguería: «¡Relámpagos: nubes/ que se abren las venas!».
Este tipo de poesía tiene sus riesgos y en algunos tramos de su trayectoria asoma así una falta de tensión lingüística. No es raro en un escritor honesto, y menos en un poeta, que sus logros mayores y sus puntos débiles estén sorprendentemente próximos. En ocasiones, la ligereza, la encantadora sencillez de los versos de Mitre se acerca peligrosamente a cierto descuido expresivo. Con todo, haríamos mal en juzgar esta escritura desde la visión simbolista del poema como una joya perfecta. Estos poemas son menos artefactos que una forma de respiración, de estar en el mundo. Sé que se trata de una asociación muy personal y probablemente muy discutible, pero esta conciencia vitalista, en la que el escribir se alimenta de la vida y esta a su vez es intensificada por la escritura, me recuerda de alguna forma al Goethe del Diván de Oriente y Occidente, ese libro de senectute tan sorprendente juvenil.
Pese a algunas reticencias, a la postre estos poemas nos seducen con su capacidad para decir el mundo sin ocultar la distancia insalvable entre mundo y lenguaje. Poeta de las realidades más humildes y por eso mismo poeta del milagro, de lo familiar convertido en asombroso, Eduardo Mitre es un poeta de la presencia, de lo que está ahí “por primera vez siempre”. Estamos ante una poesía de la carne hecha verbo y del verbo hecho carne, de una carnalidad que va más allá incluso del elegante erotismo de no pocos de sus versos. En esa atención a la materia no es difícil descubrir al admirador de Lucrecio, de quien, como de otros maestros, ha aprendido que “No hay más ascensión que hacia la tierra”.
Creo que no tiene sentido preguntarse si en estos poemas predomina lo elegíaco o lo hímnico, como tampoco si pesa más la mirada vitalista que el aliento meditativo. Precisamente en esa fusión de actitudes y elementos aparentemente contrarios está el atractivo mayor de su lírica, que conjuga asimismo la rebeldía frente a lo injusto con la serena aceptación de lo que existe: «No hay pregunta bien hecha:/ la vida es un entierro y una fiesta». La poesía es entonces, no un sustituto de lo real, sino una mirada alerta para advertir la fugacidad del milagro y, como quería Italo Calvino, hacer que dure y dejarle espacio: «El Paraíso está aquí./ Abre los ojos/ que abran sus puertas./ Despierta. Está aquí./ No es la dicha,/ es la presencia».
1 comentario:
Excelente trabajo, es todo un gusto visitarte.
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