Amadeo Cobas
«No fue triste. Dispersé sus cenizas y reuní mis pedazos»…
Si en algún momento se ha preguntado usted cómo son las «despedidas de verdad», aquellas que no tienen vuelta atrás, las que jamás se suavizan con la posibilidad de un regreso, Andrés Neuman tiene la respuesta.
Él las define como «fuera de lugar, torpes».
Y no han de ser de otra manera si nos atenemos a lo expuesto en este corolario a tres voces. Un tríptico que narra la vida desde tres planos bien diferentes. El del hijo de diez años, Lito, con la inocencia y la urgencia de la temprana edad, una prisa nerviosa; el de la madre, Elena, pausado, causativo, con la sensatez resultante de soportar los embates de la vida; y por fin el del padre, Mario, atribulado, sincopado, quitándose la palabra, iniciando una explicación que será velada por la idea siguiente, que atropella su previa claridad expositiva. Y siempre en primera persona, como confidencias o reflexiones en voz alta. No, en voz alta no; en voz baja. Un susurro es la narración entera. Y las voces ocupan todos los tiempos: Lito es el presente que ansía rebelarse; Elena es el futuro que se vislumbra incierto; y Mario es el pasado, el mirar atrás como opción más feliz que tender la vista al frente. Tres voces como tres recursos: la primera fustiga con su período corto, asfixiante al orlarse de modernidad con las abreviaturas que el hijo usa en los sms que envía a su madre; la segunda es una lluvia que empapa hasta hurgar lo profundo del alma; la tercera carece de ánimo para enfrentarse al devenir, es una huida a ninguna parte.
Aquí la descarnadura se hace visual hasta dañar: «Cuando entro en su habitación, vestida con la ropa que le gusta, peinada para él, siento que me mira con rencor. Como si mi agilidad lo ofendiera. ¿Cómo estás, mi amor?, lo saludé esta mañana. Aquí, muriéndome, ¿y tú?, me gruñó»… Crudo, pero irrefutable: si un estado de ánimo condiciona una respuesta, ¿qué no ha de hacer una enfermedad?
Respuestas… y preguntas. Podríamos hacernos muchas (y hacérselas a él) sobre la sorprendente capacidad narrativa del escritor. Yo me quedo con una que me sobrecoge y pasma a la vez: ¿por qué sabe tanto Andrés Neuman de la psique de la mujer? ¿Está en lo cierto cuando ahonda en lo intrínseco y trae a la luz esas interioridades recónditas de una chica, su modo de sentir, sus anhelos y motivaciones? ¿Cómo ha logrado descifrar ese lenguaje? ¿Será envidia lo que siento? Quiero pensar que no. Es profunda admiración ante su fértil observación de las féminas y esas introspecciones que considero tan atinadas. No sólo en esta obra en particular, donde borda la mente de Elena, sino a lo largo de su producción literaria (que conozco desde la deliciosa La vida en las ventanas, una sorpresa para mí, y que tuve la fortuna de reseñar hace años para el periódico Heraldo de Aragón). Porque, no nos engañemos, Elena vertebra este trocito de vida en forma de novela, le da consistencia hasta ser el vórtice de una vorágine, la que reflexiona sobre lo trascendente, la muerte y el amor… o sus respectivos antagonismos: el sexo y la vida.
¿Lo he formulado al revés? Me da que no… Pido perdón si me he equivocado.
Esta obra, engalanada con un primoroso armazón literario (expuesta incluso a la comparación frente a textos de otros autores), con deje otoñal, está muy bien trazada hasta su epílogo, largo y empero tan armonioso que ni se nota, fácil de leer porque despierta el interés del lector por su trama y porque le ayuda con la ya referida abundancia del uso de frases breves, donde cada una contiene una máxima, una razón para seguir vivo.
Así es. Que a ningún lector se le oculte que aunque la muerte ronda a quienes se dedican a Hablar solos tras la visita del infortunio, hete aquí un catálogo con las razones para vivir. Y para no estar solo.
A menos que uno quiera, claro…
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