Matías Candeira
Tienen delante un libro horriblemente bello, que es, aunque pueda pensarse lo contrario, un falso bautizo de rey. Les contaré una historia: hace tiempo Juan Gómez Bárcena fue, probablemente —si él mismo viviera dentro de las páginas de sus propio libro—, un campesino violento empuñando una hoz contra los señores de la tierra. Tuvo que pasar, como muchos, por ese cuarto oscuro que todos los autores “jóvenes”, “nuevas promesas”, “noveles” se ven obligados a cruzar antes de un aterrizaje en condiciones, sea esto en un gran grupo o en una editorial pequeña con el suficiente prestigio. A veces le sale acné del peor –el estilo-, o se dirigen voluntariamente a su propio crematorio alemán, porque han entendido que es necesario renegar de su obra y arrojarse al fuego. Me consta la invisibilidad de los anteriores libros de Bárcena: Farmer stop, premio de novela de la Complutense, El héroe de Duranza y otra novela inédita, sobre universos virtuales, que corrió la misma suerte que los enfermos de tuberculosis de un sanatorio mientras viajaba por diferentes concursos. La verdad es que no sé si apenarme demasiado por ese material que se le murió en el cajón. Lo que está claro es que cualquier autor joven es violento al principio, repleto de tanatos, por todo eso que se le niega frente al Palacio. Quizás debe ser así. Al final llega la conquista.
Ahora Juan Gómez Bárcena se “reestrena” en Salto de página, una editorial que ha sabido editarle maravillosamente esta arquitectura diminuta, algo pierremichonada en sus escenas de cama con el devenir histórico y el estilo, que no tiene un solo exceso y al que no se le puede hacer casi ninguna enmienda, todo lo más, defecar con envidia sobre su madre cuando nadie nos mire, porque es exquisito. Yo soy el primer sorprendido. Gracias a Dios, Los que duermen aporta al catálogo de esta editorial otro libro con oro suficiente en sus cámaras para interesar, gustar y hasta entusiasmar. Acérquense si no a otros títulos como Submáquina, El año del desierto, Plop o ahora, y en esa misma línea de calidad, Los que duermen. El libro apenas tiene 120 páginas y, se lo aseguro, es un crisol borgiano completo, un homenaje y una escritura perversa de algunas obsesiones que no están fuera de la vida académica del propio autor.
Todo cuanto este libro tiene de viaje —formal, moral, filosófico— y de transformación semántica, lo tiene de brutal energía atómica y amor por el material que está trabajando, quizás la única manera en la que los libros salen crujientes, bien horneados, y aunque hay relatos sobre nazis, no me pidan que haga una broma sobre judíos en este último punto. Con todo, siendo justos con los relatos menos interesantes —los hay— o alguna que otra repetición excesiva de patrones narrativos, da la sensación de que el autor llegó a un merecido punto de crisis en la escritura del manuscrito cuando planteó los mimbres del que es, con toda probabilidad, el mejor relato de la colección, Hitler regala una ciudad a los judíos. En fin, que este tipo que es Juan Gómez Bárcena se dijo, sencillamente, “Este libro ha de hablar de lo que le hacemos al lenguaje”, por lo demás, otra de las cosas que nos trajo la ascensión de Hitler y el exterminio, y que la colección no deja de recordarnos. Ese llegar a una crisis para trabajar mejor, sea para enloquecer y gasear a seis millones de señores y señoras, o para encontrar lo que uno tenía que decir. Esta obsesión sobre el terror del lenguaje está incluida en otro de los cuentos más notables, Cuaderno de bitácora, que, aunque lleva broches antiguos en la forma, en el fondo está trufado de una teoría interesante sobre el capitalismo salvaje, en esta historia de compra de lenguaje según las castas de un pueblo.
Pero quizás hay dos grandes temas en esta colección alquímicamente pura. El viaje, y el tiempo. A veces, si el relato lo permite, no van del todo separados y hacen lo necesario para proporcionarnos viajeros temporales atípicos. No sobra tampoco la paradoja temporal desde la perspectiva netamente épica, en Fábula del tiempo, esa hermosísima historia de la princesa que se enamora de un rey demasiado viejo y que debe vencer al tiempo, y de nuevo a la Historia, para encontrarse con la vida que debió vivir. Uno de los mejores relatos sobre viajes en el tiempo que he tenido el placer de encontrarme. En otra faceta, el libro también presenta con acierto varios textos que trabajan lo que podría llamarse “la paradoja de la versión”, donde la historia de los mitos griegos o el nazismo se aprecia como cúmulo de equívocos frente a ese intratable discurso oficial, en El mercader de betunes.
Al igual que el difunto Hobsbawn alertaba de la importancia de cambios microscópicos, no necesariamente políticos, en la configuración de las sociedades, este libro se nutre de esas arenas para mirarlo todo desde los cambios al lenguaje. Todos estos narradores genuinamente mutantes, que viajan con ustedes de lo arbolado y castellano, a lo clínico, según avanza la Historia, el tiempo o el deseo de vencer a la muerte, acaban por hacerse cuerpo con una pulcritud muy necesaria, desesperanzadora, en la rama de cuentos finales que coquetean con la ciencia ficción, de los que yo destacaría 2374. Los que duermen, y sus voces, una vez acabada esta lectura feliz, han viajado con nosotros en un pequeño caballo por los mares del tiempo, en un engranaje perfectamente natural que no salta ni desentona, y llena nuestra sala de lectura con los reyes, los sacerdotes fanáticos, los poderosos biroches y fantásticos robots que hay repartidos a lo largo de los dieciséis cuentos.
El autor ha cuidado exquisitamente hasta el trenzado interior y las variadas conexiones entre los relatos, lo que aleja a Los que duermen de una colección con cuentos caprichosamente incluidos, que pugnan por conciliar estilos y temáticas —opción que, en según qué casos, no suma sino resta.
Sólo una admonición para terminar, grabada en la piedra de los templos:
Estén atentos, y encuentren los hilos.
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