viernes, septiembre 28, 2012

Por qué me comí a mi padre, Roy Lewis

Trad. Ismael Attrache. Contraseña Editorial, Zaragoza, 2012. 192 pp. 16 €

Victoria R. Gil

¿Quién hubiera pensado que podríamos tener tanto en común con esos homínidos que a finales del Pleistoceno eran cada vez menos homo erectus y cada vez más homo sapiens? El lector de Por qué me comí a mi padre sonreirá con este grupo de salvajes que, consciente de su lugar en el mundo, se empeña en evolucionar para huir de la extinción que ha terminado con otras especies, pero sólo hasta que se activan todas sus alarmas. Un momento, se dirá. Pero si este tío Vania oportunista y reaccionario que se niega a bajar de los árboles y vaticina toda clase de desgracias por la acción del fuego recién descubierto es clavado a… ¿Y la elitista Griselda, ávida por encontrar mano de obra barata y sumisa entre las tribus menos desarrolladas, no me recuerda a…? Desde ese momento, el lector no se limitará a sonreír, sino que se reirá a carcajadas con estos pobladores de las cavernas en que se reconocerá como especie, en lo bueno, que hay mucho, y en lo malo, que aún hay más.
¿Es la maldad el combustible de la evolución? ¿El egoísmo, lo que impulsa el instinto de supervivencia? ¿Todo progreso es implacable? Con un título tan gastronómico como el de este libro, no sorprende que Roy Lewis se aproxime más al Leviatán de Hobbes, que al buen salvaje de Rousseau. La visión que nos ofrece de ese mono que se ha alzado sobre dos patas y empezado a caminar sin saber muy bien hacia adónde, es burlona y, sobre todo, inmisericorde. Aunque no falta tampoco la admiración por ese viaje que nos ha llevado tan lejos desde la Uganda paleolítica donde los protagonistas de Por qué me comí a mi padre descubren el fuego.
«El dominio del fuego no es más que el principio. Si queremos desarrollarnos a partir de esta base tiene que haber pensamiento, planes, organización ¡Después de las ciencias naturales vienen las ciencias sociales! (…) No creo que viva para verla, pero quizá vosotros sí, esa gloriosa edad dorada, esa recompensa a todos nuestros esfuerzos: ¡llegar a ser humanos, devenir Homo sapiens al fin!». Edward, el patriarca de esta horda de homínidos endogámica e incestuosa, se considera a sí mismo un científico idealista que se mueve, y mueve a toda su familia, hacia un único objetivo: ¡la evolución! Torpes aún en el lenguaje humano (a pesar de la florida oratoria de que hace gala toda la tribu), quizás eso explique que su prole entienda por evolución algo por completo diferente a lo que él imaginaba.
A cuanto plan elabora este primate obsesionado por crear una nueva raza de antropoides, se enfrenta su hermano Vania, orgulloso de seguir viviendo, «con toda inocencia y sencillez, como hijo de la naturaleza» y de continuar siendo «un simio», sin ningún interés por convertirse en otra cosa. «Te dedicas, lamento profundamente decir, a superarte. Lo cual supone una antinatural muestra de desobediencia, de petulancia; un rasgo, si me permites decirlo, de vulgaridad, de materialismo pequeñoburgués», sentencia en una de las periódicas visitas que aprovecha para criticar cuanto avance ha logrado su hermano, sin dejar por ello de beneficiarse de él.
Junto al visionario emprendedor y al retrógrado inmovilista, el tercer personaje que cierra este polígono evolutivo es Ernest, uno de los hijos de Edward, escéptico y precavido, que lejos de compartir los sentimientos altruistas de su progenitor prefiere capitalizar los descubrimientos de la tribu y convertirla en la primera oligocracia de la historia de la humanidad. «El fuego artificial nos proporciona una ventaja mucho más importante que unas cuantas veintenas de cebras. La gente tendrá que reconocer que somos…, bueno, el grupo dominante. No creo que debamos renunciar a eso. Estoy pensando en el futuro. Creo que a lo mejor nos compensa ser los únicos capaces de hacer fuego; que, cuando otros quieran encender uno, se vean obligados a llamar a uno de los nuestros…, pagando, claro», defiende con vehemencia.
¿Cuál de estos tres modelos de comportamiento que conviven en los humanos bipolares que somos ganará la partida? Si quieren saberlo, no dejen de leer esta novela sorprendente y mordaz, plagada de jocosos anacronismos que Roy Lewis distribuye como señuelos para recordarnos que no importan las eras geológicas transcurridas ni los colegios privados con que tratemos de refinarnos, seguimos siendo monos. Y fruto de la estirpe de Caín.

jueves, septiembre 27, 2012

Solo con invitación: Un pequeño paso para el hombre, David Vicente

Ediciones Tagus, Madrid, 2012. 2,99 € (disponible en eBook)

Care Santos

David Vicente hace años que flirtea con la literatura, en el mejor de los sentidos. Como periodista, como editor -de un sello interesante pero de vida breve: Baladí- y como autor en algunos libros colectivos. Ahora, lo estábamos esperando, debuta como novelista con una historia que parte de un hito que marcó la infancia de toda una generación, aunque no la suya: la llegada del hombre a la Luna.
Hay que llamar la atención sobre el formato electrónico, el único, por ahora, en el que ve la luz esta novela.  Hay muchas cosas que celebrar en esta tímida iniciativa lanzada en nuestro país por la librería Casa del Libro y editorial Planeta -los correspondables del sello Tagus-: desde el apoyo a los autores noveles al precio de salida de los títulos, un precio realista, alejado de los muy hinchados precios habituales de las novelas en formato electrónico (que son, sin duda, uno de los motivos de que en España no prospere este tipo de venta al mismo tiempo que la piratería crece como la espuma.) Sin embargo, y sin que esta disquisición me lleve demasiado lejos, echo de menos que esta novela de David Vicente esté también disponible en papel y, con toda sinceridad, espero que sólo sea cuestión de tiempo.
Disfrazada de novela de espías, por lo menos al principio, Un pequeño paso para el hombre arranca con los problemas de un escritor en plena escritura -traumática- de su primera novela. En la historia, de tintes míticos pseudobíblicos- interfiere la llegada de un misterioso personaje dispuesto a ofrecer dinero a cambio de la escritura de la carta con la que piensa despedirse de este mundo, después de suicidarse. Lo que en un principio es un dilema moral se convierte en un caso que no hubiera desagradado al mismísimo James Bond, con la guerra fría como telón de fondo y un montón de agentes de los servicios sectetos estadounidenses dispuestos a lo que sea por salirse con la suya. Toda esta trama, contada con agilidad y, por difícil que parezca, absoluta verosimilitud, tiene además el aliciente de poner sobre la mesa la famosa teoría de la conspiración, cuyos partidarios sólo ven sombras sospechosas y vehículos forrados con papel de aluminio en las fotos mandadas por los astronautas desde la superficie de nuestro satélite.
En la segunda parte de la novela llega una sorpresa en forma de personaje. Un médico experto en transtornos de la mente retoma la historia del protagonista desde otro punto de vista. Es interesante, de pronto, esta incursión de Vicente en algo que podría recordar a la novela de campus, llena de personajes que conviven a partes iguales con su soberbia, su excentricidad y su testosterona y que al fin y al cabo se dirigen al mismo bando que el de todos los demás: el de los derrotados. 
En este desenlace ya no es el engaño, o la manipulación política de las grandes potencias mundiales, o el poder de lo económico, el protagonista del banquete, sino que se nos sirve un plato inesperado: la línea finísima, casi invisible, que separa la genialidad del desequilibrio. Nadie en su sano juicio parece estar dispuesto a tomar en serio al sufrido ex escritor, pero él ha ideado un plan para conseguirlo. Un plan que, además, dará al traste con los destinos de varios de los secundarios de esta historia.
Y si es difícil cerrar una reseña sin repetir lugares comunes del tipo "Nadie debería perderse este debut", hay que reconocer que en este caso lo difícil sería no hacerlo. Sin duda, para David Vicente, esta novela no es un paso pequeño.


David Vicente: "Tengo un pasado y no siempre demasiado confesable"

David Vicente no había nacido cuando el hombre llegó a la Luna, pero el tema le fascinó desde pequeño, hasta el punto de elegirlo para su debut como novelista. Forma parte de una generación de escritores preocupados por reivindicar la historia frente a lo literario, que no duda en publicar en Internet antes que en papel. En esto de contar historias y permitir que te las cuenten, ha desempeñado todos los papeles de la comedia. Sin embargo, su primera novela demuestra que éste es su sitio.

No sé si es usted consciente que su novela generará búsquedas en Google de los nombres de sus personajes principales. ¿Lo buscaba?

—¡Ah sí! Pues no, la verdad es que no tenía la menor idea. Si te digo la verdad y, aunque soy un usuario frecuente de la red, no suelo hacer búsquedas sobre mí mismo o sobre la propia novela. Uno tiene miedo de lo que pueda aparecer en la pantalla cuando pulsa el Enter. Como cualquiera, tengo un pasado y no siempre demasiado confesable. Ja ja ja.
Aunque sea un poco ingenuo preguntarlo: ¿cree usted, personalmente, que el hombre pisó la Luna?

—Aunque suene sorprendente, nunca me he planteado esa pregunta con el nivel de profundidad y análisis suficiente como para responderla de una manera seria y con una opinión formada. Supongo que sí, aunque hemos de reconocer que ese episodio de la historia da para el mito y la elucubración. En cualquier caso, me parece mucho más interesante las motivaciones que llevaron al hombre a alcanzar la Luna o, en su defecto, a fingirlo, tanto da. En este sentido hay una frase de uno de los astronautas que conformaron la expedición del Apolo 11, que yo recojo en el libro y que es bastante reveladora. Buz Aldrin dijo «Si llegamos a la Luna no fue para estudiarla ni recoger muestras de su suelo, sino para aventajar a los rusos en la carrera espacial. Todo lo demás quedó en segundo plano». Me parece que esa simple frase encierra mucho más de lo que parece y define en gran medida al ser humano.

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miércoles, septiembre 26, 2012

Gargantúa y Pantagruel, François Rabelais

Trad. y notas: Gabriel Hormaechea. Acantilado, Barcelona, 2011. 1520 pp. 49 €

Mario S. Arsenal

Hace ya más de un año que Gargantúa y Pantagruel fue reeditada por Acantilado, obra clave del humanismo francés y del propio autor, François Rabelais (Poitou, 1494-París, 1553), pero estaba claro que todavía hoy, transcurridos los siglos de solera que ya la encumbran y este cerca de año y medio desde la reaparición, íbamos a seguir necesitando un tiempo de asimilación, lectura y relectura de esta obra cumbre de la literatura occidental para elaborar un pequeño conjunto de dignas sensaciones. Al menos que estuviesen a la altura, salvando todas las distancias salvables, claro está, con ese titán, polígrafo y erudito universal.
Guy Demerson, mayor especialista mundial en la obra del humanista francés, ha sido el encargado de elaborar un ambicioso prefacio, delicia sin precedentes. La enjundia que embargó el afán de Rabelais, creador no casualmente de Pantagruel, ese diablillo llamado a castigar a los borrachos infligiéndoles la sed del Diablo, parece haber sido la misma llama dionisíaca que ha guiado el camino tanto de este profesor como de Gabriel Hormaechea (encargado de la traducción y notas) a la hora de abordar tan magna obra. Pero, nos decimos a nosotros mismos: ¿en qué punto la llama dionisíaca y el humanismo se estrechan la mano? Primera contradicción. Pero sólo aparente, pues a ella la siguen más circunstancias parejas. De antemano, la obra no parece expresar esa armonía, ese idealismo ni esa dignidad humanistas, pero dentro se esconde un profundo mensaje de orden y razón. Cuando sus personajes cultivaron la subversión del lenguaje, los razonamientos absurdos, los juegos de palabras ridículos o los borborigmos animales, el humanismo magnificaba ese privilegio del hombre que es el lenguaje. Asimismo, detestaba las supersticiones que emergían o subsistían en la cultura popular y, sin embargo, las conocía al dedillo. Esta plétora de –y subrayamos– aparentes contradicciones llevaría a Rabelais a elaborar esta, tan grandiosa como extensísima, novela cómica que narra las aventuras del gigante Gargantúa, personaje asociado de manera burda con el ciclo de novelas artúricas, y su hijo Pantagruel, del cual Rabelais se arrogó su particular, malicioso y fantasioso natalicio. El autor fue presentando el conjunto de libros de manera distinta a como hoy están dispuestos; primero dio a conocer Pantagruel, después Gargantúa; y lo hizo bajo el pseudónimo de Alcofribas Nasier hasta que en 1546 publicó el Libro Tercero, firmando un prólogo en el que ofrecía a su bebedor (su lector) un nuevo contrato de lectura, esto es, una nueva intención en los episodios narrados, sin necesidad de renunciar a la estridente pero sagaz crítica de las costumbres populares y a todo un sinfín de ácidas barrabasadas.
Al margen de la biografía del autor, que ya sería interesante sólo por el contexto –fue conspicuo médico, competente jurista, además de representante de los personajes más influyentes de la diplomacia francesa del momento y filólogo autodidacta que llegó a dominar el latín y el griego, por los que fue considerado erudito gracias a sus ensayos en dichas lenguas–, la obra consiguió abrazar la categoría de mito y fue capaz de generar una marca-nombre-firma para Rabelais. Era leído tanto en público como en privado, y ya en vida se extraían locuciones de sus obras y se pronunciaban como auténticos proverbios. Citado entre otros por Michelet, mistificado por Victor Hugo o certeramente recordado por Paul Valéry, en definitiva, tanto obra como autor fueron ensalzados a la altura de mito nacional. Y el caso es que, desde la aparición de Pantagruel, se sucedieron al menos ocho reediciones entre 1533 y 1534, pero también inspiró versiones e incluso falsificaciones, aspecto este que el autor fue incapaz de prever.
Con la intención de no deshilachar los magníficos requiebros de esta trepidante historia soez y encantadoramente cómica, desvergonzada hasta el aturdimiento y fomento de inevitables carcajadas, les invito a su concienzuda lectura a la par que deseo felicitar expresamente a la editorial por esta labor formidable de estudio y recuperación. Hacía mucho tiempo que las prensas hispanoparlantes no acometían un trabajo de tal envergadura. Porque nunca está de más leer a uno de esos hombres que, y cito a Valéry, “saben vivir allí donde les conducen las palabras”.

martes, septiembre 25, 2012

Años de prosperidad, Chan Koonchung

Trad. Barbero Moraño. Destino, Barcelona, 2011. 416 pp. 19,50 €

Miguel Sanfeliu

Así como los autores japoneses nos llegan con relativa facilidad, y todos conocemos a algunos de los más representativos, con la literatura china no ocurre lo mismo. La literatura china que llega hasta nosotros es muy escasa y, por lo general, lo hace por algún tipo de acontecimiento excepcional. Así ocurrió con Gao Xingiang, que nos llegó gracias a la concesión del Premio Nobel de Literatura. Y el Premio Nobel de la Paz nos ha hecho tomar conciencia de la difícil situación que vive Liu Xiaobo, de quien nos llega ahora el libro Elegías del 4 de Julio. También la escritora Wen Hui y el supuesto escándalo producido por una muchacha joven que escribía literatura con una fuerte dosis erótica en un país comunista en el que, de hecho, se habían prohibido sus libros, llegando a quemarse públicamente 40.000 ejemplares. O Hong Ying, que tiene prohibido regresar a China por haber publicado El verano de la traición, una novela en la que se habla de la matanza de Tiananmen, y cuya última obra publicada en nuestro país se titula Hija del río. También la masacre de Tiananmen se encuentra muy presente en la obra Pekín en coma, de Ma Jian. Al margen de estos casos, se encuentra también el autor Dai Sijie, que se convirtió en un best-seller con su libro Balzac y la costurera china, Yu Hua, de quien se acaba de publicar su novela ¡Vivir!, o Mo Yan, un autor al que se suele calificar como el Kafka chino. Por cierto, buena parte de los autores que acabo de citar no viven en China.
Ahora, nos llega la obra Años de prosperidad, del escritor Chan Koonchung, de la que se nos asegura en la faja promocional que es la novela que toda China está leyendo en secreto. De Koonchung se sabe que vive en Pekín, aunque ha estado muchos años asentado en Hong Kong, que completó sus estudios universitarios en Estados Unidos, que entre su labor periodística se encuentra la fundación de la revista City en 1976, que produce películas y que pertenece o ha pertenecido a Greenpeace.
Años de prosperidad es un libro que parte de una premisa interesante: Por algún motivo, parece que un mes ha sido borrado del recuerdo colectivo de los chinos. Sólo unos pocos empiezan a darse cuenta de ello y sospechan que se trata de una maniobra del gobierno. Nos encontramos en un futuro cercano, en el año 2013, por lo que podríamos estar hablando de una novela de ciencia ficción, pero también tiene una estructura de novela de investigación, de novela negra, y en algunos momentos se acerca al reportaje periodístico para describir distintos aspectos de la realidad china. Lao Chen, el protagonista, es un hombre despreocupado, ajeno a lo que le rodea, hasta que se encuentra con dos personas a las que no ve desde hace bastante tiempo y que sospechan que algo extraño está ocurriendo. Una sucesión de personajes, entre misteriosos y esperpénticos, en un ambiente que se va volviendo más opresivo conforme se va desvelando la naturaleza del suceso.
Detrás de esta historia hay, por supuesto, una crítica evidente a la situación política de China. El autor cuenta en distintas entrevistas que la juventud actual china no conoce los sucesos sucedidos en Tiananmen. Sus familias no se lo han contado y en los libros de texto ni se menciona. Como si nunca hubiese ocurrido. Así que la situación propuesta por Koonchung es más real de lo que pueda parecer en un principio, y sucede continuamente, aunque de un modo más sutil que el propuesto en este libro cuya trama, a fin de cuentas, disfraza de distopía la manipulación de la historia y la lleva a un extremo aparentemente inocuo.
Años de prosperidad es una novela ingeniosa, que combina diversos géneros e introduce personajes esperpénticos para reflejar una realidad aterradora. Hay momentos en los que se producen algunos altibajos en el ritmo narrativo, la acción se interrumpe para hablar de la situación económica china, de su estrategia política y comercial, aspectos interesantes pero que ralentizan la acción. No obstante, su estilo es dinámico y los sucesos que nos describe funcionan como uno de esos espejos que deforman la realidad a fin de hacerla más reconocible. La prosperidad no debe obtenerse a costa de eliminar el pasado, parece decirnos Koonchung, que asegura no haber tenido problemas hasta el momento con las autoridades chinas, pese a que el libro no puede comprarse en ninguna librería del país y las páginas de internet que facilitaban su descarga han sido cerradas.

lunes, septiembre 24, 2012

El caso Casas Viejas. Crónica de una insidia (1933-1936), Tano Ramos

XXIV Premio Comillas de Historia. Tusquets, Barcelona, 2012. 443 pp. 23 €

Ángeles Prieto

Es extraño, pero muy gratificante debido a esta sociedad consumista y hueca que se nos derrumba, abrir un libro y encontrarte dentro de un viaje necesario hacia nosotros mismos profundamente ético. Lo que a mí me ocurrió tras el periplo por varios libros publicados con anterioridad sobre Casas Viejas. Y es que no me quedaba otra que leer este también, toda vez que mi apellido materno es Barba, como el autor de la frase maldita protagonista del caso, y mi abuelo, que murió antes de que yo naciera, fue guardia de asalto y natural de Medina Sidonia, tan cerca de los hechos. Es sólo que, una vez descartado el temor de que mi familia tuviera ningún tipo de relación con estos crímenes horrendos, conservé la curiosidad apremiante por saber la verdad sobre lo ocurrido, como le sucede a quien se acerca a este tema apasionante, tras tantas falacias vertidas encima y por tantos nombres ilustres como Ramón J. Sender, Federica Montseny o el gran historiador Eric Hobsbawm.
Es sólo que gracias a esa nobleza, honesta y ética (insisto) que aquí desborda y que ciertamente caracteriza al autor, nacido no por casualidad en Asturias, me quedo con este estudio precisamente no sólo por ser el más completo sobre el caso, incorporando el importantísimo sumario del juicio y los diarios de Azaña, ambos perdidos, sino por su lucha contra la damnatio memoriae y por su coraje en defender a algunos hombres buenos.
Un libro que pone punto y aparte en un camino hacia la verdad iniciado por Jerome R. Mintz, modesto antropólogo norteamericano, quien en los años sesenta y bajo el régimen de Franco, realizó en Benalup un excepcional trabajo de campo entrevistando a los protagonistas de aquella revuelta, en realidad un auténtico desatino, que desembocó en el asalto fallido al cuartel de la Guardia Civil del pueblo. Es sólo que tras el correspondiente sofocamiento y dominio de la situación, refugiados algunos anarquistas en las choza del anciano e inocente Seisdedos, apareció el capitán Manuel Rojas que, ansioso de gloria y de furia asesina, ordenó arbitrarias detenciones y el posterior fusilamiento de doce hombres, a sangre fría.
Pero sigamos. Porque tras la detención de Rojas y su encarcelamiento provisional en el Castillo de Santa Catalina, fue juzgado en mi barrio, el barrio de la Viña, en la Audiencia Provincial de Cádiz, justo en el mismo lugar donde yo estudiaría y celebraría muchos años después el final venturoso de un 23-F. Lugar donde apareció para testificar, desde Madrid, un tipo infame que ostentaba mi apellido materno, Bartolomé Barba, quien no tuvo empacho en declarar que Rojas sólo obedecía órdenes de un Manuel Azaña absolutamente desbordado y desconocido para todo aquel que lo haya leído o estudiado: “Los tiros, a la barriga”, frase prefabricada con astucia, impactante e inolvidable, que se le atribuyó falsa y criminalmente con clara intencionalidad política desde la derecha y la extrema izquierda anarquista.
Desmentir dicha falacia gracias a los diarios robados de Azaña, propiedad luego de la familia Franco, así como incorporar el sumario completo del juicio a Rojas, para luego rememorar los avatares del destino de todos estos personajes tras el estallido de la Guerra Civil, es lo que realiza Tano Ramos en este libro: parece una pieza más, rigurosa e imprescindible, para aclarar los hechos. Pero no. No es una pieza más. Porque los fantasmas ensangrentados permanecen acusadores durante mucho tiempo en la memoria de los vivos exigiendo justicia, la que aquí reciben, y porque para poder continuar, con esperanza, necesitamos conocer la existencia de “algunos hombres buenos”, esos que Tano nos da a conocer emocionado y conmovido: Manuel Azaña, quien siempre dijo la verdad sobre lo ocurrido, el valiente guardia civil Juan Gutiérrez, natural de Chiclana, que salvó a dos inocentes del fusilamiento, arriesgando su propia vida para luego perder la suya en julio del 36 a manos anarquistas, y el abogado, riguroso y honrado, López Gálvez, representante de las víctimas, perseguido por ello toda su vida.
Y para finalizar, tan sólo desear que ojalá todos los libros se escribieran en España con los mismos propósitos nobles, sinceros y valientes de Tano, porque quizá nuestra historia también hubiera podido ser diferente.

viernes, septiembre 21, 2012

Todo está tranquilo arriba, Gerbrand Bakker

XIII Premio Llibreter 2012. Trad. Julio Grande. Rayo Verde Editorial, Barcelona, 2012. 288 pp. 20 €

José Morella

Una vez el maestro budista Tanzan viajaba a pie por un camino lleno de barro acompañado de un monje joven llamado Ekido. En un cruce se encontraron con una chica —muy guapa— que quería pasar al otro lado del camino pero temía enfangar sus zapatos y su kimono de seda. Tanzan se la subió a hombros, cruzó el charco y la dejó al otro lado. Ekido estuvo mordiéndose la lengua durante horas, pero al anochecer ya no aguantaba más: nosotros somos monjes, protestó, y tenemos prohibido el contacto con mujeres, sobre todo tan jovenes y guapas como esa. ¿Por qué lo ha hecho, maestro? Tanzan le contestó: yo la he dejado allí. Pero tú, después de tantas horas, todavía estás cargando con ella. Esta introducción un poco larga viene a cuento porque creo que Todo está tranquilo arriba habla de eso constantemente, incluso cuando parece no hacerlo. De las cosas que cargamos en la mente y en el corazón no sólo durante horas, sino durante meses, años o la vida entera. Helmer es un granjero que no eligió serlo. Si su hermano gemelo Henk, el preferido de su padre, no hubiera muerto 35 años antes, seguramente Helmer habría terminado su carrera universitaria y tal vez sus verdaderos deseos —así como su homosexualidad, latente durante toda la novela—, ya se habrían podido manifestar. Pero eso tampoco lo sabemos, y no es lo que interesa. Lo que interesa es qué se hace cuando ya no hay tiempo; o si es verdad que ya no hay tiempo. Lo que interesa en esta novela es cómo mirarnos con honestidad y decirnos lo que no nos hemos atrevido a decir antes, por muchos años de retraso que llevemos en lo que a honestidad se refiere. Es una novela sobre el despertar a la propia vida. Sobre el darse cuenta de que cargamos sobre los hombros a una señorita con kimono desde hace mucho. Los lectores del libro que no piensen sobre sus propias muchachas japonesas y lo mucho que pesan con el paso del tiempo, o bien no cargan con ninguna o es que no se atreven todavía, ni aun con la ayuda de la novela, a mirarlas y a reconocerlo. Al morir Henk, el granjero van Wonderen obliga al hijo que le queda vivo a heredar varias cosas que en principio no eran para él: la granja, la tarea de ordeñar a las vacas a diario sin un sólo día de vacaciones en su vida y la obligación de hacerse cargo de sus padres en su vejez. La novela empieza cuando Helmer, o habría que decir el resentimiento de Helmer, exilia a su padre al desván de la casa. Helmer van Wonderen, un hombre de 55 años, está tan sólo empezando a verbalizar el rencor que siente por quien le arruinó la vida y le trató siempre con desprecio. Perdonarle queda aún más lejos. Un pelín tarde, diría yo. Pero la tesis de la novela es optimista: nunca es tarde para eso. El libro está escrito con una precisión que se disfruta mucho: los diálogos son tan buenos y económicos que no parece que pudieran haber ocurrido de ningún otro modo. Los nombres de los animales, el conocimiento milimétrico del campo, de la vida en la granja, de la naturaleza: uno no cree que existan todavía cosas así, gente así. De hecho la novela cuenta, en parte, el proceso de extinción de esa gente. Gerbrand Bakker, el novelista, también parece un animal en vías de extinción. He leído alguna entrevista suya y le he visto en youtube: no se distingue en él ni un ápice de exageración o vulgaridad. Para nada la creencia molesta y falsa —ni explícita ni implícita— de que escribir o publicar o recibir premios (el último, el Premi Llibreter 2012) te hacen interesante, importante o mejor. Ninguna tensión, ningún alarde. Cuando habla de David Colmer, su traductor al inglés y clave en su proyección internacional, dice: él me hizo darme cuenta de que el libro era un libro y de que yo era un escritor. Bakker es jardinero profesional. También es, en invierno, monitor de patinaje. Si se presentara a algo, yo le votaba. Volviendo al texto, el personaje de Riet es clave para entender a Helmer. Riet era la novia de su hermano Henk. Ella conducía el coche en el accidente que le mató. Riet se casó con otro y vivió su vida. Ahora, cuando han pasado tantos años y su marido ha muerto, vuelve a comunicarse con Helmer y le pide que albergue y dé trabajo en la granja a su hijo. Riet también carga cosas a sus espaldas. Carga rabia desde hace años por no poder haber sido la granjera de esa granja. Es muy inconsciente: juzga a Helmer injustamente y no ve más que lo que ella quiere. No tiene ninguna empatía con nadie. Está enfadada con todos. Sus maniobras para conseguir algo más de esa familia, de la que sólo quedan ya Helmer y el moribundo señor van Wonderen, son una nueva explicación, una nueva oportunidad para que Helmer comprenda. El puede hacer lo de siempre —vivir en función de los otros y olvidarse del deseo propio por miedo o comodidad— o soltar de una vez a la niña del kimono y no volver a pensar en ella. Lleva treinta y cinco años ordeñando vacas y dándoles de comer a los burros. Ahora podría tomarse unas vacaciones. Nunca es tarde.

jueves, septiembre 20, 2012

La historia de mi gente, Edoardo Nesi

Trad. Teresa Clavel Lledó. Salamandra, Barcelona, 2012. 160 pp. 9,50 €

Mara Montesinos

T.O. Nesi e Hijos S. A. era el nombre de la fábrica de tejidos con la que la familia Nesi se ganó la vida durante tres generaciones. La empresa fue fundada en 1926 por los hermanos Omero y Temistocle, en la población de Prato. Situada en la región de la Toscana, Prato fue una de las localidades industriales que engrandecieron la fama de Florencia en la artesanía de la ropa y el calzado. Dos décadas después de su fundación, en 1945, con el esfuerzo de sus dueños y de sus empleados, la fábrica de los Nesi se levantó sobre sus cenizas después de que un ejército nazi en retirada prendiese fuego a sus telares, pero no pudo sobrevivir a la globalización mundial de la economía y, en 2004, fue vendida a una compañía internacional. Edoardo Nesi, hijo de Alvarado y nieto de Temistocle, fue el encargado de organizar la venta, después de ser, desde 1993 y hasta el día de su venta, el director general de la compañía. “No acabo de ver si fui listo o cobarde”, escribe el autor, “si hice bien o traicioné” se pregunta, refiriéndose a ese ‘Hijos’ en el nombre de la empresa familiar, que revelaba el deseo de continuidad de sus fundadores.
La trayectoria de la fábrica de su familia le sirve a Nesi para hablar de “su gente”, un concepto que abarca mucho más sus propios parientes: es todo el tejido industrial textil de Prato. Y así habla de trabajadores concienzudos y responsables, de unos empresarios que no debían nada a los bancos, de telas de calidad que duraban años, del trabajo bien hecho y el descanso merecido.
Y aunque lo hace desde su faceta de industrial, y él mismo reconoce su posición de “niño mimado”, habla del orgullo de la industrial textil dignificando a todos esos artesanos, todos los obreros y empleados, y desde la añoranza de un sistema que “dejaba a todos ganar un poco” y elaboraba “los tejidos más bonitos del mundo”. Nesi cuenta cómo todo eso que era real y perfecto se perdió por culpa de gobernantes cegatos, acomplejados y crédulos frente a las corrientes económicas que les engañaron con baratijas, y frente a quienes decidieron producir fuera poniendo luego, eso sí, el “Made in Italy” a las prendas “porque han sido pensadas en Italia”.
La historia de la gente de Nesi puede ser la de la industria textil española, de las fábricas de telas de Tarrasa o Sabadell, o de los talleres de Caspe, cuyas costureras confeccionaban hace una década trajes de Dior. En definitiva, nos habla del fraude a la clase media europea, esos ciudadanos que ven, que vemos, deshacerse la tierra bajo nuestros pies cuando nos habían dicho que pisábamos roca sólida.
En su relato chirría un poco alguna visión un poco apocalíptica de posibles brotes xenófobos o de arranques populistas. Pero hace justicia a “su gente” cuando nos cuenta su “historia” con tono épico, incluso en las anécdotas más livianas, en detalles sencillos pero cercanos al alma del lector. Porque Nesi no era solo un director general de una empresa de tejidos entre 1993 y 2004, era también un escritor que, con la aquiescencia tácita de sus socios-parientes, sacaba tiempo en sus jornadas en la fábrica (de ocho de la mañana a siete de la tarde “porque no conviene que la empresa esté abierta sin ninguno de los propietarios”, según la máxima paterna) para escribir sus propias obras. Nesi también ha traducido a varios de sus autores favoritos, desde Lowry a Foster Wallace, pasando por Scott Fitzgerald o Chatwin, entre otros.
Y esas vivencias literarias constituyen el otro pilar de este texto, tan importante en la obra como el relato de la epopeya familiar y de la decadencia de la industria textil Toscana. Y en ese apartado, reflexiona sobre la naturaleza de la creación narrativa y el oficio y la vocación de escribir. Industrial y creador, Nesi mezcla ambos mundos, inventando con su diseñador textil “los jerseys de lana de Fitzgerald o el lino de las camisas de Hemingway cazando elefantes en África”.
También nos deja hermosas páginas sobre su pasión por la lectura, sus libros y escritores favoritos, las razones para leerlos. Hijo de su tiempo, en sus referencias no faltan directores cinematográficos como Tarantino, ni evocaciones a la música pop y rock.
En el año 2006, Edoardo Nesi escribió La edad de oro. La historia de un empresario textil de Prato que lucha contra la extinción de su fábrica y contra su propia extinción física, enfermo de un mal incurable. El libro fue uno de los finalistas en el Premio Strega, el máximo galardón de las letras italianas. En la mañana del 28 de febrero de 2009, en la mayor manifestación de protesta del sector textil de Prato, un Edoardo Nesi que acudía pensando en si merecía estár allí después de haber abandonado su empresa, (“si fui listo o cobarde”), solo recibió felicitaciones por su libro y fue colocado por sus colegas arruinados y los trabajadores desempleados en la cabeza de la manifestación, sujetando la pancarta. Sus emociones de ese momento sirven de colofón a esta historia de su gente:
«Ahora sé que no viviré el deslumbrante esplendor fitzgeraldiano en que me parecía vivir cuando tenía 18 años y sueños ilimitados, (…), y a mi alrededor cualquiera podía intentar hacerse empresario y sentirse dueño de su futuro, incluso yo. Sé que soy siervo de mis libros y mi familia, y mi destino es escribir. Mientras pueda.
Hoy, sin embargo, quiero seguir caminando junto a los míos. No sé bien adonde vamos, pero desde luego no estamos parados”»

miércoles, septiembre 19, 2012

Rafael. Una vida feliz, Antonio Forcellino

Trad. Josefa Linares de la Puerta. Alianza, Madrid, 2012. 360 pp. 25,30 €

Ricardo Martínez

El arte ha sido como referencia, sobre todo en Italia, un modo de cultura que, como tal, ha convivido estrechamente ligado a otras manifestaciones como la literatura o la arquitectura. Desde luego, con el mundo de la religión en cuanto a la importancia de su influencia dominante en el comportamiento humano. Y ahora nos referimos específicamente al período del Renacimiento, donde todas las artes confluyeron para crear un mundo exquisito donde, casi por primera vez de un modo manifiesto, lo estrictamente material cedía terreno en favor del mundo de la imaginación, del color, de la especulación filosófica como herencia de la cultura griega recibida, de nuevo objeto de estudio y consideración.
Recuérdese, como ejemplo, el peso que en la pintura llegaron a tener los temas de caracter religioso, con un componente más o menos alegórico, y, también, los temas de carácter mitológico. No en vano la pintura, como representación de una realidad pero también al servicio de la ideología, de una voluntad educadora, llegó a ocupar un lugar principal dentro de las ‘propuestas gráficas’ que se ofrecía al pueblo. También, en efecto, la arquitectura, que establecía, de algún modo, el telón de fondo sobre el que se asentaban esas ideologías, el poder dominante, el escenario material donde se desarrollaba la vida ciudadana.
Rafael, en este panorama de las artes, jugó un papel decisivo tanto por lo prolífico de su obra como por su vinculación a ese poder dominante y económicamente representativo que era la iglesia, como por lo innovador de muchas de sus propuestas pictóricas, por no hablar de la sutileza de sus ‘nuevos’ colores, lo que, junto a la armonía de sus figuraciones, constituía un espacio de equilibrio y evocación que pronto llegaría a ocupar un lugar de admiración, casi de culto profano.
En este libro, muy documentado y atento a establecer la relación necesaria entre las pinturas del maestro y el mundo cultural de la época, se nos pone de manifiesto la coetaneidad (para no excluir la posible influencia) con el arquitecto Bramante, que está llevando a cabo las obras en el Vaticano, al tiempo que se señala, muy certeramente, la impronta que el revolucionario Leonardo da Vinci, supone en el arte para todos los pintores de la época y aún posteriores a él.
Giovio, su biógrafo, dice ya de él que «la aproximación científica al estudio del natural con miras a la pintura, la escultura y la arquitectura no era una novedad. Así, lo recomendaban los jefes de los talleres y todos los grandes tratadistas del siglo XV, desde Alberti a Filarete» De ahí que, es verdad, se podría deducir que Rafael no es ajeno a esa “dulzura y suavidad del sentimiento disueltas en el aire que envuelve sus pinturas, el cual quedó impresionado hasta el punto de dar a su estilo un nuevo salto adelante”
En cuanto a su propio valor artístico se nos dice, en este libro escrito con lenguaje preciso y a la vez próximo al lector profano que «las mayores novedades residían en la gracia de los gestos y las anatomías, en la expresión humana de los rostros y, sobre todo, en la atmósfera dorada que parece exudar de las paredes (en este caso el ejemplo aludido es la pintura mural La Disputa del Santísimo Sacramento) El blanco del manto de Cristo y de las nubes, así como el de otros paños era casi puro, junto al azul intenso del lapislázuli de muchos mantos y el amarillo y el oro de los paramentos sacerdotales y de los brillos decorativos». Características que recuerdan bien a alguna de sus madonas u otros de sus cuadros, ya sea detemareligioso o profano.
Al fin, pues, la pintura como gozo estético y como elevación didáctica; he ahí la impronta decisiva de este artista.

martes, septiembre 18, 2012

Colón nunca lo hizo (o por lo menos no lo contó), Santiago Carabias

Editorial Talentura, Madrid, 2012. 238 pp. 16 €

Miguel Baquero

Al cerrar esta novela, a uno se le viene a la cabeza, salvando tampoco demasiadas distancias, el nombre de Buwoski. De hecho, este bien podría ser un título magnífico para esta novela: “Buwoski en Segovia”. Pues, en efecto, el protagonista-narrador de esta Colón nunca lo hizo… vive en la ciudad del Acueducto, aunque imagino que estarán hartos los segovianos que, a falta de apelativo a modo de seudónimo, y por no decir “la ciudad del whisky DYC”, o “la villa del cochinillo” que queda feo, se la llame así. Vive, pues, el protagonista en Segovia y es un joven harto de la rutina diaria y cansado de la grisura que un día decide, inopinadamente y contra todo lo que pueda dictar el sentido común, abandonar su mediocre trabajo y dedicarse por completo a la literatura. El problema, aunque algo menor, es que a dicho protagonista, en realidad, no le apetece demasiado escribir.
Gracias a ello, esta novela, en lugar de derivar hacia un tratado metaliterario, cultureta e intelectualoide, en el peor sentido, sobre el hecho de escribir, se transforma en una novela completamente gamberra y a ratos descacharrante sobre un grupo de jóvenes, los amigos del protagonista (fácilmente identificables con aquella panda que un día no muy lejano todos tuvimos), absolutamente perdidos en la ciudad (perdón) del Acueducto. Una peña con miedo a afrontar su futuro y completamente decididos a… iba a decir “disfrutar”, pero no, sin duda la palabra adecuada es “vegetar” en el presente, escribiendo apenas cuatro líneas, preparando con desgana unas oposiciones, haciendo extras de camarero a falta de un trabajo mejor, mientras van de aquí para allá sin rumbo fijo detrás de un grupo de punk autóctono, “Los Atilanos muertos”, que tampoco es que sean muy allá, pero tienen letras como «Dicen que no sé quién ha hecho no sé qué; / se veía venir, se esperaba de él», y en general otras por el estilo que denuncian el tedio en la ciudad (perdón) del cochinillo. Una ciudad donde tampoco, si se para a pensar el protagonista, se vive tan mal.
Bukowski en Segovia, dije al principio, y hay mucho del escritor del whisky DYC (creo que me he liado con los apelativos) en esta novela, por lo demás muy ágilmente contada, con un lenguaje fresco y cargado de estilo, con una espontaneidad en su justa medida y, sobre todo, con un humor muy a menudo magnífico. Hay en esta novela, Colón nunca lo hizo, como en el escritor cochinillo, una rebeldía profunda, un cinismo empapado en rabia, y esta a su vez en causticidad, contra todo aquello que rodea al autor-protagonista, un deseo ultimo de tener ese valor necesario para dejarlo todo y jugárselo a una carta… que será a buen seguro la carta perdedora. De entre tantas como hay en el mazo, casi imposible es que a uno le toque la buena. Pero aun así, jugárselo todo a una carta.
Sobre todo, hay una profunda ironía contra el mundo (incluido en este mundo el autor mismo), un arraigado propósito de no plegarse a lo cómodo, de ser diferente, de huir incluso del éxito mediocre (porque hay éxitos, la mayoría, muy mediocres), de lanzarse a la vida aunque esta nos tenga reservado el rechazo. Y siempre con la cara sonriente y el cursor parpadeando para comenzar a escribir.

lunes, septiembre 17, 2012

Las colinas de la Toscana, Ferenc Máté

Trad. Arturo Muñoz Vico. Seix-Barral, Barcelona, 2012. 300 pp. 17 €

Pedro M. Domene

De la mano y de la mágica pluma de Ferenc Máté (Transilvania, Hungría, 1945) nos hemos trasladado a un idílico paisaje en dos ocasiones, en una primera ocasión con Un viñedo en la Toscana (2009), ese lugar donde saborear un buen vino, degustar una sabrosa comida casera, disfrutar de los vecinos y estar siempre rodeado de un ambiente maravilloso, con un bucólico trasfondo para descansar el resto de toda una vida. En este libro, Máté, contaba sus vicisitudes para encontrar ese lugar idóneo donde convertir su sueño en realidad: conseguir un viñedo y la posibilidad de crear su propio vino, no uno cualquier sino el mejor vino de la Toscana. El narrador transcribe y cuenta minuciosamente sus vicisitudes para convertirse en contadini o granjero italiano, e inicia la búsqueda de vigas, puertas, baldosas antiguas, al tiempo que disfruta con su familia de la comida y de los vinos toscanos cuando celebran, por ejemplo, una antigua y típica fiesta, la culminación del tejado. Pero sobre todo, en primavera, asistimos a la preparación de la tierra, las famosas terrazas etruscas abandonadas, para plantar las primeras vides a mano. Surge así una obra en la que personajes, situaciones y ambientes recreados, se convierten casi en un auténtico relato de ficción como bien podría clasificarse Un viñedo en la Toscana.
La sabiduría de la Toscana (2011), la segunda propuesta del húngaro, no es una continuación al uso, se cuenta cómo los sueños se hacen finalmente realidad y Máté enumera, a modo de crónica, su experiencia vital y el sueño que, tanto para él como su familia, se convirtieron en una certidumbre. Transmite su amor por el lugar, la relación con sus vecinos, su apego a la tierra y al vino, nos habla de su admiración por la gastronomía italiana e incluso de sus hábitos y costumbres, vituperando ese pasado que siempre fue mejor. En sus primeras páginas, se asegura como sin que prevalezca un “saber toscano”, ni “consigna” o “canción” proclama por los cuatro costados la vita quotidiana de los toscanos, los lazos que unen a estas gentes, la cotidianidad de sus vidas, sus tiendas y sus mercadillos, el desarrollo de la hermosa artesanía, el cuidado de viñedos y olivares, las prolongadas comidas en familia y la amistad, su gastronomía, en general, compuesta y condimentada por los productos cosechados en el lugar. Desde Montalcino, donde los Máté se asentaron, el narrador nos habla del lugar y de los aspectos relacionados con la infancia, la calidad de vida, los vecinos, la organización y el hogar, así como numerosos y acertados juicios sobre la globalización, la economía, o el bienestar de las zonas rurales para alejarse del estrés y a donde a uno, realmente, lo reconozcan por la calle y saluden a diario que, según el narrador, supone una acertada elección donde los hijos crezcan y se desarrollen en plena naturaleza. Este libro contagia esa infinita alegría de vivir, constata la ilusión por las cosas sencillas, o el placer que obtenemos de ellas, y sobre todo ofrece un canto a la fraternidad humana.
Una tercera aproximación, Las colinas de la Toscana (2012), originariamente, y siguiendo el orden de creación, el germen de ese amor a la tierra que los Máté derrochan porque la primera edición original data de 1998, y comienza cuando una pareja de urbanitas se deja seducir por el paisaje italiano y se adentra en una aventura salpicada de no pocas anécdotas hasta conseguir su propósito: tener una casa en la Toscana. Ingenuos turistas se dejan envolver por la magia de un lugar, de sus habitantes, de sus costumbres y donde hacen nuevos amigos y sienten que sus vecinos derrochan esa humanidad a que no están acostumbrados, se ayudan en la duras tareas de la cosecha, los sientan a su mesa y disfrutan de suculentas comidas y sobre todo charlan, alargan las veladas con esa entrega y devoción que encierran en sus corazones la gente sencilla y honrada. Estas colinas de la Toscana nos devuelven de la mano de Ferenc Máté el encanto de toda una región, nos contagia el placer de disfrutar de una vida diferente donde la alegría y el encanto suponen esa terapéutica visión de un pasado mejor, cuya sensibilidad y sensualidad se acercan a la suprema expresión de vivir cada segundo, cada minuto, cada hora, numerosos instantes en los que uno agradece estar sobre esa tierra, con las maravillas que contiene y que aun podemos seguir descubriendo paso a paso, tras un pequeño camino, a la vuelta de una colina. La luz del lugar, una casa propia, la luna que los acompaña cada noche, la música, la vendimia y la tala, y una vez más el largo invierno y la nieve para de nuevo, volver a vivir la primavera en la Toscana.
Es esta, una buena lectura para momentos de descanso como la época estival presupone, sin que a medida que vamos pasando sus páginas, bajemos la guardia sobre nuestra inmediata realidad, y las abundantes posibilidades con que podemos encontrarnos a diario, y a pesar de todo nunca dejemos de vivir intensamente y de disfrutar cuanto nos depare esta vida.

viernes, septiembre 14, 2012

Flores en las grietas. Autobiografía y literatura, Richard Ford

Trad. Marco Aurelio Galmarini. Anagrama, Barcelona, 2012. 222 pp. 19,90 €

Ángeles Prieto

Evidentemente, una reseña no es lugar adecuado para lanzar una diatriba contra la obligación editorial de que los autores publiquen un libro anual, de manera forzosa, para no ser olvidados. Porque además el mismo Ford, dentro de las páginas de este volumen, se va a manifestar al respecto, declarando precisamente que no está en el oficio para batir récords de velocidad, ni para acumular grandes cifras. Por eso, antes que nada, considero obligatorio avisar al lector de que aquí, ni mucho menos, va a encontrarse con eso que proclama la contraportada, “un libro imprescindible para completar el canon fordiano”, ni falta que nos hace.
Pues lo que vamos verdaderamente a adquirir, si por él optamos, será un libro mal estructurado, desigual en sus apartados y muy desordenado, abordando temas muy distintos, para de este modo recoger piezas sueltas que el autor redactó a fin de cumplir con diversos compromisos, en un periodo de tiempo dilatado, desde 1992 hasta 2007. Pero también hay que añadir que, sin perder de vista todas estas molestas circunstancias, el contenido de este producto tan prefabricado, pese a todo, merece la pena para algunos lectores. Explicaré el porqué.
En principio, podemos saltarnos perfectamente el artículo inicial pese a su trascendental título (“Qué escribimos, por qué los escribimos y a quién le importa”), dado que sólo sirve al autor para defender su obra frente a diversos ataques de las poderosas minorías culturales del momento (1992), algo que hoy por hoy ya va superándose, pero no podemos menos que admirar luego el estupendo y atinado análisis que Ford realiza de una novela que, gracias una película, pudimos conocer ampliamente hace dos años tan sólo. Se trata del fabuloso Revolucionary road de Richard Yates, en uno de los artículos más brillantes del libro. A continuación “La lectura” será otra redacción clara, emotiva e interesante sobre la enseñanza de la literatura, muy correcta. Es sólo que después vendrá la primera pieza verdaderamente biográfica que nos ha sido prometida en la primera parte del título: “El hotel”, que junto a “Un padre y una bicicleta”, “Holgazanear mientras la Musa recarga pilas”, “En la cara” y en “En recuerdo del golf”, son episodios de la infancia feliz del autor hasta la muerte de su padre, algo de su complicada adolescencia, y sus gustos deportivos, como el boxeo o el golf, desperdigados y desconcertantes entre otros ensayos literarios con dos piezas fundamentales, esas que justifican el resto del libro y que harán felices a un tipo de lector muy particular y especial: el aspirante a escritor de cuentos que quiere conocer por dónde van los cánones norteamericanos. Pues estos dos artículos, inmejorables, logran que merezca la pena acercarse a este volumen caótico: “El buen Raymond” y “Por qué nos gusta Chéjov”. Es decir, un análisis de vida y obra de los dos grandes cuentistas que abren y cierran, respectivamente, el siglo veinte: Raymond Carver y Antón Chéjov, artículos que junto a la publicación de la Antología del cuento norteamericano (1992), han convertido a Richard Ford en el pope estadounidense del relato corto, pese a figuras como Tobías Wolff (mencionado en el volumen), quizá mejor cuentista que el que aquí nos ocupa. Por no hablar de Alice Munro, pues es canadiense.
En definitiva, estamos ante un libro forzado por el editor, que bien podríamos haber esperado el tiempo necesario para que su autor terminara de confeccionar los dos o tres volúmenes separados que lo componen, prometidos o apuntados sin llegar a tales, con coherencia temática, y que sí podemos encontrar en el consagrado Philip Roth sobre su vida, su literatura y la de aquellos autores que más le interesan.

jueves, septiembre 13, 2012

Un libro de Bech, John Updike

Trad. Vicente Campos. Tusquets, Barcelona, 2012. 235 pp. 17 €

Cristina Davó Rubí

Tusquets ha editado la mayor parte de la obra de John Updike (Pensilvania, 1932 - Massachusetts, 2009). Después de recuperar la serie de Harry “Conejo” Amstrong en su totalidad, ahora afronta la trilogía dedicada al otro alter ego del autor con esta primera entrega, Un libro de Bech. Una novela irreverente, divertida, cínica en ocasiones, tierna incluso a veces, y en la línea del más puro estilo Updike. No en vano, el protagonista de la novela es un escritor judío, cuarentón, contemporáneo del autor, que casualmente comparte la misma forma de ser que él, aunque con diferentes características físicas, y de este homónimo se vale para recrear muchas de las vicisitudes de su propia vida bajo la autoficción. Henry Bech es un tipo tímido, inseguro de sí mismo, inmerso en una crisis creativa, obsesionado con no estar a la altura de lo que ya ha producido —cuatro novelas, de las cuales sólo tuvo verdadero éxito la primera, ya que la última no gustó ni a la madre de Bech— y propenso a meterse en líos.
La novela arranca con una carta de Bech dirigida a Updike, aprobando lo que de él dice a continuación, con cierto aire irónico y crítico en algunos aspectos, como parodiándose a sí mismo. Al final del libro, dos apéndices que no son más que un recurso para dar veracidad a la ficción del escritor apócrifo: fragmentos de su diario ruso no publicado para verificar los datos de la novela y una bibliografía completa de Bech.
Esta primera novela de la serie nos sitúa en la década de los setenta, dándonos un paseo por la Europa del Este de la época (Rusia, Rumanía, Bulgaria) puesto que Bech viaja como autor invitado, con el fin de realizar intercambios culturales. En esta parte, con la tensión del telón de acero por medio, aparecen referencias a los lugares donde Tolstói forjó sus obras maestras, se debate acerca de las diferencias entre la literatura americana y la europea —por ejemplo sobre la sutileza del lenguaje de Hemingway— y se muestra el choque cultural a través de equívocos con el idioma y situaciones cómicas que arrancarán la sonrisa del lector. De vuelta a Estados Unidos, aparecen las experiencias del retraído escritor con las drogas en compañía de sus amigos. Y se expone la sucesión de amantes, de inseguridades y de fobias que experimenta Henry Bech en esta etapa de su vida. No faltan, además, algunos guiños al cine, a la literatura y la reflexión sobre temas como las mujeres, la sexualidad, las relaciones interpersonales, el dinero, el éxito o la política.
Próximamente aparecerá en esta misma editorial El regreso de Bech (Bech is Back), escrita en los ochenta, y Bech en la Bahía (Bech at Bay), de finales de los noventa. Tres novelas que sirven para conocer tres décadas diferentes bajo un mismo punto de vista. Si algo le ha reprochado la crítica a este genial escritor norteamericano es su incapacidad de traspasar la línea temporal del presente en sus obras, es decir, describir siempre la contemporaneidad. Y también quizás el hecho de menoscabar en ocasiones los argumentos narrativos a favor de un estilo extremadamente cuidado.
John Updike fue uno de los más importantes escritores de la narrativa norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, además de un crítico mordaz y exigente con los demás escritores. En sus obras suele retratar a la clase media estadounidense de un modo realista pero siempre salpicado de un humor ácido, que también supo aplicarse a sí mismo. Updike fue galardonado con el Premio Pulitzer en dos ocasiones, 1982 y 1991, con motivo de las dos última entregas de la tetralogía sobre el mencionado “Conejo” Amstrong: Conejo es rico y Conejo en Paz. Una de sus obras más conocidas, que fue llevada al cine con el mismo título, es Las brujas de Eastwick (1984). Pero también escribió numerosos relatos, poemas y ensayos, que fueron apareciendo habitualmente en The New Yorker a partir de 1950. Fue un prolífico creador que no dejó de escribir hasta el mismo año de su muerte, a causa de un cáncer de pulmón, en 2009.
Puede que Un libro de Bech no sea su mejor novela, pero sin duda no defraudará a sus lectores habituales ni dejará indiferente a los que lo lean por primera vez. El magnífico Updike engancha y el peculiar Bech también.

miércoles, septiembre 12, 2012

La estrategia del parásito, César Mallorquí

SM, Madrid, 2012. 183 pp. 9,95 €

Julián Díez

Sabíamos que nos lo debía. Permítanme que empiece con una nota interna para los lectores habituales de ciencia ficción, a los que César Mallorquí nos regaló en los años noventa algunos de los mejores relatos y novelas cortas de la historia del género en España para después dedicarse a otras cosas. Muy respetables, eso sí, y que le han convertido en un autor de éxito, pero fuera de nuestro negocio. Nos debía una novela, el puñetero, y por quince años. Pero como es hombre de ley, este año nos ha pagado dos veces. Con una muy encomiable aventura verneana, La isla de Bowen, y ahora con este ciberpunk de baja intensidad técnica pero absorbente lectura, La estrategia del parásito.
De manera muy inteligente, la editorial ha aprovechado la estructura de la novela, que retoma un viejo truco del maestro Fredric Brown (seamos precisos: lo coge, lo actualiza, y gracias a ello lo lleva con impecable rigor a su último extremo posible), para jugar con la autoría del narrador en primer persona del relato, Óscar Herrero.
Estudiante de periodismo de vida anodina —y, seamos justos, el personaje más convencional del relato—, Óscar recibe un mensaje de un antiguo compañero de colegio, Mario, con el que apenas tenía relación, y que acaba de fallecer en un sospechoso accidente. En su poder queda un pendrive en el que están las claves de un secreto descubierto por Mario, a la sazón genio informático: hechos fundamentales subyacentes a la estructura de nuestra sociedad actual.
Óscar encontrará como aliada a Judit, ex pareja ocasional de Mario, una chica misteriosa y de familia influyente, de la que se enamorará como corresponde al carisma que Mallorquí despliega en su construcción. La investigación de ambos tendrá como consecuencia el ir cerrando la telaraña en su entorno: los poderes que quieren conseguir el pendrive son capaces de convertir a Óscar en un fugitivo internacional, el uso de cualquier medio de comunicación es una pista para los perseguidores, y la situación no dejará de ser desesperada ni siquiera en el final de la novela, cuando la naturaleza del enemigo haya sido desenmascarada y Óscar deba emprender una huida que finalmente le dota de una sombra épica. La puerta a una continuación queda abierta, pero si Mallorquí emprendiera el proyecto, posiblemente sería con una novela de una naturaleza totalmente distinta.
La estrategia del parásito se mueve con agilidad gracias al indiscutible oficio de su autor, que va creando personajes secundarios atractivos y no afloja el ritmo de la acción ni siquiera cuando se siente inclinado a hacerle una concesión al romance. En cuanto a la trama de fondo, Mallorquí apela tácitamente a la conocida teoría de Arthur C. Clarke («la tecnología lo suficientemente avanzada resulta para los legos difícil de distinguir de la magia») para no complicarse la vida en explicaciones técnicas complejas, aunque ofrece los suficientes datos para sostener la verosimilitud del gran escenario que desarrolla.
El libro es, una vez más, una muestra del empleo sorprendente que Mallorquí hace de las colecciones juveniles: a cambio de una relativa brevedad de páginas y de una estructura sencilla para todos los públicos, el autor se permite introducir referencias a sexo y drogas cuando le resulta necesario, y sobre todo envía un mensaje ideológico libertario que encaja bien con los movimientos sociales del momento. De alguna forma, el angst de nuestros días es el telón de fondo de La estrategia del parásito, sin que además, como en nuestra propia sociedad, exista otra resolución final que no sea la del esfuerzo, la resistencia y la esperanza en la solidaridad entre quienes sufren la injusticia.

martes, septiembre 11, 2012

Historias de Nueva York, O. Henry

Trad. José Manuel Álvarez Flórez. Nórdica, Madrid, 2012. 184 pp. 16,50 €

Cristina Consuegra

Hay autores que firman extrañas alianzas con los lugares que habitan. Esa especie de conjura literaria ha dado grandes alegrías a la historia de la palabra escrita; nombres como Henry James, Charles Dickens, Katherine Mansfield y Nikolai Gogol, por citar algunos, han ayudado a entender cómo esos lugares edifican nuestra identidad a partir de la relación que se establece entre entorno e individuo, simbiosis que en ocasiones sólo puede explicarse a través de la ficción. En el caso del título objeto de esta crítica, Historias de Nueva York (Nórdica, 2012), de O. Henry, seudónimo de William Sydney Porter, este libro puede ser considerado una suerte de cartografía neoyorquina de la época, mapas trazados a partir de relatos cuyo motor narrativo depende exclusivamente de los personajes que las llevan a cabo, personajes que son reflejo de un tiempo y un lugar, edificados desde el siempre interesante lecho de la cotidianeidad.
William Sydney Porter es considerado uno de los padres del relato corto estadounidense, un autor conocido por los giros inesperados en el desenlace de la trama de cada relato y por argumentos de factura popular con los que pretendía llegar al mayor número posible de lectores. Para entender la breve trayectoria literaria de este escritor nacido en Carolina del Norte, debemos viajar hasta el instante en el que decide cambiar su nombre por el de O. Henry, cambio de identidad con el que inicia una nueva vida en Nueva York, adonde llega tras cumplir tres años de condena por robar una pequeña cantidad de dinero; ciudad que no sólo le otorga la libertad de firmar sus relatos con otro nombre sino que le sirve de fuente de inspiración para crear buena parte de las obras que conforman su corpus, ciudad con la que establece una relación basada en el ejercicio de la ficción y que le permite observarla con una mirada única y brillante.
Historias de Nueva York es posiblemente el título más importante en la trayectoria literaria de su autor porque reúne algunos de los relatos por los que O. Henry se hizo popular y porque en esta obra encontramos todas las características que lo han convertido en uno de los autores imprescindibles para entender el entramado literario de los EE.UU., desde los mencionados giros a la hora de resolver la historia, hasta la construcción de personajes de todo tipo de pelaje, protagonistas poco frecuentes en la literatura de la época, siempre responsables de una realidad cercana, certera. No hay que olvidar el empleo del lenguaje, uso que imprime un ritmo en ocasiones demasiado acelerado para el relato, cuestión que se deriva del desarrollo de una trama cinemática, trama de mayor extensión si la comparamos con el planteamiento o desenlace de la historia; estructura, al fin y al cabo, que su autor fue perfeccionando con cada relato hasta convertirla en fórmula literaria. Características que sorprenderán al lector que se acerque a este conjunto de piezas breves por el rigor ficcional de un tiempo y por dibujar la ciudad que nunca duerme como pocos han sabido interpretarla. Sin duda, uno de los títulos más celebrados del otoño literario que se aproxima.

lunes, septiembre 10, 2012

Los ojos de Natalie Wood, Alejandro López Andrada

El Páramo, Córdoba, 2012. 280 pp. 20 €
 
Pedro M. Domene

Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957) lleva años construyendo un mundo de ficción propio, paralelo al que desde el portal mismo de su casa vislumbra cada día. Así, en su narrativa, Veredas Blancas se torna en un lugar reconocible, un espacio geográfico creado que durante muchos años le ha servido al autor para dejar constancia de una particular cosmogonía. Y es el suyo, un territorio literario donde desarrolla buena parte del sufrimiento, del desarraigo y de la pérdida de identidad de toda una región, fácilmente identificable con el norte cordobés, la comarca de Los Pedroches, cuyos habitantes desde siempre han sobrevivido a ese enfrentamiento silencioso entre las dos Españas: la de los gloriosos vencedores y la de los sufridos vencidos, estos últimos arrastrados a un silencio sólo recuperado por una literatura valiente. La muestra publicada por López Andrada hasta el momento, Los hijos de la mina (2003), El libro de las aguas (2007) y Un dibujo en el viento (2010) se convierte en la crónica de un mundo en permanente lucha frente al olvido por el paso del tiempo, sus novelas subrayan esa convivencia íntima en la vida dura de las gentes del lugar y acentúan el palpitar desgarrado de una tierra olvidada y cubierta por la cal que cubre las piedras de sus cortijos.
Con Los ojos de Natalie Wood (2012) nos envuelve en una atmósfera donde la dualidad ejerce un dominio sobre su personaje principal, una bipolaridad entre el mundo real, concreto y cotidiano, y el mundo ilógico de los sueños, y por extensión entre la fealdad y la belleza, aunque, en igual proporción, entre el amor y el desamor, entre un pasado, un inquieto presente y una proyección de futuro que planea sobre el sinsentido de una existencia, o lo que, en definitiva, se concretaría entre el delgado hilo que cubre la vida y la muerte. El concepto de dualidad que establece López Andrada se ejemplifica en la nueva vida que experimenta Félix, el narrador-protagonista, y el metafórico caos en que se desenvuelve su devenir desde una turbulenta juventud hasta llegar a la madurez, cuando una vez transcurrido el tiempo encuentre la paz y transcriba años después parte de sus obsesiones. En este caso, el narrador cordobés pretende mostrar con su relato una auténtica mezcla de género, lo que empieza como una crónica sentimental de evidentes vivencias de adolescente con ciertos toques de romanticismo, el primer amor y el descubrimiento de la sexualidad, mitificada en los banderines y en las películas de actrices famosas: Natalie Wood o Claudia Cardinale, se transforma con el paso del tiempo en una drama y, casi en un thriller de intriga psicológica con pequeñas dosis de misterio, todo al servicio de un dramatismo que convertirá a su protagonista, Félix, en un personaje retraído y enigmático capaz de hablar con las sombras de quienes ya no existen junto a él. Una estructura dramática que el narrador compensa con escenas cotidianas de cuanto ocurre en torno al mundo imaginado por López Andrada.
Desde el comienzo el lector sabe que ha ocurrido algo en el entorno familiar de Félix y esa es la razón por la que lleva una extraña y compleja existencia. A lo largo de las páginas subyace siempre esa inquietud para solucionar el conflicto que atormenta al joven y, por añadidura, le lleva a una no menos inexplicable relación paterna que gradualmente se intensifica negativamente a lo largo del relato, sobre todo cuando aparece la muerte como importante trasfondo y van desapareciendo algunos de sus seres queridos: su madre, o su tío Bernardino, incluso algunos componentes de la banda musical, Los Ciclones. Así una obsesiva mirada sobre la muerte recorre el relato, y sobre todo una dificultosa búsqueda de la verdad. Narrativamente hablando, el tiempo, los espacios y la diéresis se exponen de una forma lineal, desde una retrospectiva visión de los acontecimientos. También existen paréntesis felices en el mundo de Félix, y de Feliciano, Rafuki, Juampe y Marco, sus amigos, como parte de un mundo de ficción verosímil y solo, cuando los acontecimientos se precipitan, se desdobla en otro modelo de mundo: el protagonista se sumerge en el de los sueños o el delirio, el misterio se confunde con la realidad, porque, en ocasiones, la vida de Félix se ha convertido en una pesadilla desde el momento inflexivo en que salió del pantano y fue todo diferente. Cuando irrumpen los recuerdos en la vida del protagonista, López Andrada propone una superposición de estrategias tanto descriptivas como narrativas, y así ofrece al lector muchas vivencias que provienen del pasado del personaje, sus recuerdos se construyen en imágenes que justifican el presente. En ocasiones, los sueños, las pesadillas, incluso las alucinaciones de Félix calan tanto en la narración que, pese a su halo de misterio o locura, simpatizamos con algunos de sus personajes, sobre todo con el protagonista a quien se considera un prisionero que nunca consigue escapar, nunca logra liberarse de sus recuerdos para instalarse en el mundo real. Y solo al final mismo de Los ojos de Natalie Wood, entenderemos que un pensamiento nietzscheano recorre todo este relato, cuando el filósofo afirma que la realidad es lo que uno se crea, cuando el personaje sea capaz de reestructurar la suya propia, entierre su odio y perdone, y solo así le sea posible recuperar los años difíciles malgastados a lo largo de tantos años. Un propósito que se traduce como una premisa cainita en un país, que se resiste, desde siempre, a olvidar.

viernes, septiembre 07, 2012

Vida de un escritor, Gay Talese

Trad. Patricia Torres Londroño. Alfaguara, Madrid, 2012. 608 pp. 21,50 €

Guillermo Busutil

Hace tiempo que el periodismo cambió sus zapatos por un teléfono. No lo hizo por los callos. Tampoco por el cansancio. La razón es que para las empresas es más rentable, sobre todo en épocas de crisis, que sus reporteros investiguen en internet o que se trabajen confidencias a través de los móviles de políticos, gabinetes de prensa y personajes famosos. Eso de salir, escudriñar, contrastar es pasado. Es habitual que en las ruedas de prensa sólo pregunte un plumilla, casi siempre un interrogante relacionado con cifras (¿de dónde vendrá esa obsesión por los guarismos?), y que los compañeros de gremio, que no de afecto, recojan su demanda y las respuestas o que apenas existan periodistas que sepan contar con un lenguaje directo, descriptivo y literario la realidad que han cazado. La floritura, la tensión del lenguaje, ha quedado para algunos talentos que escriben de deporte o de toros; el resto desconoce que el adjetivo es el color del sustantivo, que el verbo es la acción de la historia. Es posible, muy posible, que con la subida del IVA desaparezcan los rotativos locales, igual que han cerrado otros medios de comunicación. Hoy día muchos obreros de este oficio fuman en las colas del paro o recorren las ciudades como vagabundos excluidos de la realidad, como sombras de los callejones sin salida que en una época fueron su campo de trabajo. Sin embargo hubo un tiempo en el que el periodismo se convirtió en literatura al día, en un espejo que reflejaba la vida, las miserias, las grandezas, las pequeñas historias que nos enriquecían la mirada. A esa época dorada pertenece Gay Talese, creador del nuevo periodismo, junto a su elegante "gemelo" Tom Wolfe, que en este país y especialmente en provincias nunca gozó de predicamento empresarial. Un Gay Talese que es una vieja marca de calidad, de compromiso, de innovación en una actividad que durante siglos ha contado historias.
La editorial Alfaguara que nos haya regalado excelentes piezas de Talese, como Honrarás a tu padre, La vida secreta de los maniquíes o Retratos entre otros libros suyos, nos entrega ahora Vida de un escritor donde el lector y también los estudiantes de periodismo que no sueñan con ser funcionarios (profesión estable, actualmente desacreditada y en reconversión) y sí con convertirse en transeúntes entre la realidad oficial y sus trastiendas, a los que les guía su oído y su olfato; dos viejas cualidades o armas actualmente en desuso, conocerá los inicios de este maestro al que con quince años su entrenador de béisbol le encargó que hiciera una crónica de los partidos para un diario local. Está claro que el talento nace y se forma entre la infancia y la adolescencia. Sabrán que su gusto por los trajes impecables es la herencia de un padre sastre de Calabria que vestía con raya diplomática a la mafia siciliana de Nueva York o que a su boda en Roma acudieron Fellini y Mastroianni. Hay algunas referencias más a su vida diaria en Nueva Jersey, a su vocación, a su fascinación por el restaurante de Elaine Kaufman, corazón de los escritores e intelectuales bohemios y a sus afectos por personajes anónimos, aunque la mayoría de las páginas se centran en algunos de los artículos que no llegó a publicar en el New York Times, donde entró en 1953. Talese, que sorprendió con sus ágiles diarios y su manera de desvelar, a través de pequeños detalles y de rutinas, las personalidades de Kennedy, de Sinatra y de otras celebridades, al igual que las vidas de los trabajadores que levantaban los modernos puentes norteamericanos, no consiguió editar sus historias acerca de Lorena Bobbit, la mujer que castró a su marido abusador; la del viejo depósito de la calle 63 en el que estaba grabada la historia de la ciudad o la historia de la jugadora china de fútbol que erró un penalty en la final del mundial femenino entre otros reportajes.
No obstante, Vida de un escritor, es un libro magnifico en el que Talese despliega las claves de su estilo, su incombustible curiosidad, su manera de empaparse de lo que oye y lo que ve, la mirada que le permite escoger el pequeño detalle revelador de la historia, la exigencia de encontrar, cuidar y mimar el tema sobre el que escribe, la exigencia del lenguaje que equilibra registros coloquiales, minuciosas descripciones y un ritmo literario, además de otras delicias que desvelan la cocina literaria de un maestro que empezó tomando notas en los cuellos almidonados de las camisas, que continúa arrancando sus relatos a mano antes de pasarlos a máquina y que considera que escribir es como conducir un camión por la noche sin luces y sabiendo que puede perderse en medio de la carretera. Un periodista que nos enseñó a muchos que la vida se cuenta a pie de calle.

jueves, septiembre 06, 2012

No somos los únicos que llevamos este estúpido apellido, Marie-Aude Murail

Trad. Julieta Carmona. Destino, Barcelona, 2012. 208 pp. 11,95 €

Care Santos

Me pregunto qué lectores va a tener esta excepcional novela de Marie-Aude Murail en nuestro país. ¿Lectores desprejuiciados que compren un título de un sello juvenil sin pensar que rebajan su nivel de exigencia? ¿Adolescentes adictos a las librerías que gastan sus ahorros en novelas? ¿Padres de estudiantes de secundaria que no se escandalizan porque uno de los mejores personajes de la novela sea homosexual o que no se ofenden al leer una despiadada crítica hacia la clase media? ¿Estudiantes capaces de leer sin prejuicios, capaces de captar las sutilezas de un diálogo brillante y cautivador, así como los muchos matices de unos personajes seductoramente humanos o los golpes de ingenio de una autora cuyo nombre es garantía de buena literatura?
De todos ellos encontrarán estas páginas, estoy segura. Pero no nos engañemos: los lectores que esta novela necesita no abundan en nuestro país. Ni abundarán si la enseñanza se abarata y permitimos que triunfen ideas supuestamente modernas pero igual de paupérrimas (intelectualmente) como, por ejemplo, el imperio de lo políticamente correcto.
Me preguntaba, con tristeza, mientras leía estas páginas: ¿cuántos profesores de secundaria fascinados por la historia y el modo de contarla no se atreverán a mandarla leer a sus alumnos? Y, a pesar de todo, qué enriquecedor sería que se atrevieran a hacerlo, que la defendieran ante los padres airados, que la explicaran a sus alumnos confusos ante ciertas situaciones. Y no sólo porque nos hallamos ante una buenísima novela, sino porque sus páginas generarían con toda seguridad un debate rico y variado, tan cargado de matices como las propias escenas que viven los personajes, en las que los lectores podrían hacer eso que tanto se desea como efecto secundario de una lectura: tomar postura, reflexionar y, sobre todo, disfrutar.
Marie-Aude Murail siente predilección por contar historias en que los protagonistas viven en la más absoluta desprotección. Quien conozca su anterior entrega, Simple, sabrá de qué hablo. Murail habla de las víctimas más inocentes y más débiles de todas: los menores. Niños o jóvenes desamparados, dejados al cuidado de alguien tan débil como ellos o, simplemente, abandonados. Es el caso de los tres hermanos Morlevent, los protagonistas de esta historia, que en el primer capítulo han perdido a su padre —fugado— y a su madre —suicida después de ingerir un producto de limpieza doméstico— y quedan bajo la tutela del estado y la mirada atenta de una jueza de menores. Será esta jueza, un personaje magnífico ¬—insegura, apasionada y adicta al chocolate— quien se encargará de buscar quien se haga cargo de los niños entre sus únicos parientes: una hija no biológica del padre que resulta ser una pija con deseos de ser mamá de una niñita rubia y guapa y un medio hermano irresponsable y homosexual, que tiene una particular y excéntrica manera de vivir.
Con estos ingredientes y a ritmo de comedia, Murail nos retrata la peor situación a que pueden enfrentarse tres menores desprotegidos. Nos permite llegar comprender a todos los personajes que gravitan alrededor de ellos gracias a su capacidad innegable para matizar, profundizar y analizar. Nos sirve un par de personajes sencillamente inolvidables. Nos obliga a sonreír y a reír en multitud de ocasiones y, al fin, cierra con redobles un argumento que nos ha proporcionado todo lo que se puede esperar de una buena novela.

miércoles, septiembre 05, 2012

El guardián de los niños, Johan Theorin

Trad. Carlos del Valle. Ed. Mondadori, Barcelona, 2012. 431 pp. 17,95 €

Julián Díez

El entusiasmo por la novela policiaca sueca, que ahora suena tanto a moda de la temporada pasada, nos ha dejado como resultado el hábito de las editoriales españolas por tener un ojo puesto en lo que se cuece por Escandinavia. De los autores que suenan a posteriores al boom Stieg Larsson —aunque sus obras comenzaran a publicarse en vida de éste—, uno de los que parece tener toda la pinta de labrarse un puesto fijo en las librerías cuando la moda quede del todo extinta es Johan Theorin. Su Cuarteto de Oland, del que hasta el momento se han publicado tres obras, goza de inmejorables críticas que me impulsaron a leer esta novela, más reciente e independiente de ese ciclo. El guardián de los niños comparte con el cuarteto un enfoque distinto del thriller, que en esta ocasión se me antoja más cercano a los ambientes malsanos que cultiva otro de los escritores suecos más exitosos del momento, John Ajvide Lindqvist (el autor de la bien conocida Déjame entrar).
El protagonista de la historia, Jan Hauger, es un joven de pasado misterioso que comienza a trabajar en la guardería de una institución psiquiátrica, Santa Patricia. A ella acuden hijos de los internados, que permanecen en régimen de adopción con familias cercanas a la vez que hacen alguna visita a sus progenitores encerrados. Hauger es un verdadero amante de los niños, pero poco a poco, a través de una doble serie de flashbacks, conoceremos su lado inquietante: hizo desaparecer a un niño de cinco años en su primer trabajo, nueve años atrás, y estuvo un tiempo él mismo internado por un intento de suicidio, motivado por el acoso por parte de un grupo de compañeros del colegio. En ese periodo, conoció a una chica, Alice Rami; un primer amor adolescente cuya importancia se mostrará creciente en el desarrollo de la historia.
Porque Hauger llega a la convicción de que Rami, rebelde y desequilibrada años atrás, está encerrada en Santa Patricia, donde no faltan los inquilinos con historial criminal. Ello le llevará a intentar acceder al sanatorio, y desencadenará una trama en la que hay detalles previsibles, pero no faltan tampoco sorpresas y un excelente pulso para dosificar la información por parte del autor.
Hauger, con el que el lector se ve obligado a simpatizar gracias al amplio desarrollo de su personalidad por parte de Theorin, se va convirtiendo con el paso de las páginas en un personaje de primer orden. Una personalidad débil, en el que se dibuja con precisión ese vértigo hacia el desequilibrio interno que, mal que bien, nos afecta a tantos. Su hechizo por Rami, y la conclusión de su añorado romance en una certera coda, le convierten en un personaje trágico de primera categoría. En comparación, el resto de personajes tardan en arrancar, aunque finalmente Theorin consigue hacer verosímiles a sus compañeras Hanna y Lilian, capitales a la postre para el desarrollo de la historia.
Sin llegar al ambiente ponzoñoso de Lindqvist, aunque asomándose en esa dirección por momentos, Theorin hace de El guardián de los niños un libro inquietante de veras sin tener que echar mano en casi ningún momento de la truculencia. Alejada de los extremos más desquiciados de la por lo demás brillante Shutter Island de Dennis Lehane, sin duda la mejor novela criminal con manicomio de las últimas décadas (aunque conviene huir como de la peste de la amanerada adaptación al cine de Martin Scorsese), Theorin aporta su granito de arena a la reflexión sobre la naturaleza de lo que catalogamos como locura, y de las consecuencias de ese etiquetado sobre la vida de quienes tal vez sólo han estado faltos de fortaleza para resistir golpes de la vida.

martes, septiembre 04, 2012

Las fuentes del afecto. Cuentos dublineses, Maeve Brennan

Trad. Isabel Núñez. Alfabia, Barcelona, 2012. 438 pp. 22,50 €

Recaredo Veredas

Aunque Maeve Brennan (Dublin 1917 - Nueva York 1997) fuera hija de embajador y viviera durante casi toda su existencia bajo la protección del glamour neoyorquino, consigue en Las fuentes del afecto que su mirada sobre los aspectos más sórdidos de su país y, también, sobre los rincones más tenebrosos —y, por otro lado, frecuentes— de la naturaleza humana sea absolutamente creíble. Además logra un libro unitario pero no monótono: los relatos que componen este fresco de la vida irlandesa son sin duda parecidos pero resultan complementarios, tanto como lo son las novelas de Faulkner. Es decir, Brennan crea un mundo (aunque sin pretensiones de totalidad), habitado por personajes que deben confrontar la vida, eludiendo así la monotonía (uno de los mayores peligros del libro de relatos). Son textos escritos por una voz similar, aunque ni mucho menos idéntica. Son relatos que podrían calificarse como costumbristas y tal vez lo sean pero su costumbrismo es similar al de su compatriota James Joyce, un costumbrismo que logra la universalidad porque sus personajes, aunque no vivan historias insólitas y habiten en la cotidianeidad —muchas veces sórdida, muchas veces sorprendente pero siempre cotidianeidad— son al mismo tiempo complejos y universales y transmiten sentimientos complejos y asumibles como propios por la mayoría de los lectores. Sentimientos, además, mostrados con una sencillez asombrosa, pese a que en muchos casos rocen la atrocidad. Así comienza el relato titulado "El ahogado": «Cuando su esposa murió, el señor Derdon estaba ansioso de entrar en el dormitorio de ella, mirar a su alrededor con la puerta cerrada y sin nadie mirándolo ni preguntándole cómo se sentía. No era ansiedad, ni pesar, ni ninguna sensación dolorosa, ni anhelo o añoranza, aquello que le llevaba a la habitación, sino pura curiosidad».
Como parece obvio, la sencillez de la prosa de Brennan no debe confundirse con simplicidad o estupidez. Es la suya una prosa nítida, que no cae en alardes innecesarios y cuya falta de aparente carácter permite que mantenga la frescura durante todo el libro. Es esa habilidad para mirar y encontrar sentido donde muchos no hallarían nada es lo que confiere auténtico carácter, auténtica distinción, a su prosa, lo que la distancia de otros cientos de historias irlandesas. Podría denominarse una mezcla de precisión y de humanidad. Y de falta de consideración con las convenciones sociales, con aquello que damos por hecho. Por otro lado, no es un libro protagonizado por la expresividad, ni por las descripciones pero cuenta con un excelente correlato objetivo: contemplamos con nitidez absoluta la ciudad, ese Dublín inhóspito, gris y lluvioso, lleno de polvo y vejez, muy similar al de Joyce.
No solo la inmarcesibilidad de los sentimientos concede actualidad a este libro: En estos relatos la precariedad posee una carga más que considerable. Una precariedad europea, próxima, pese al transcurso de las décadas, a la que sufren millones de españoles.