Victoria R. Gil
¿Quién hubiera pensado que podríamos tener tanto en común con esos homínidos que a finales del Pleistoceno eran cada vez menos homo erectus y cada vez más homo sapiens? El lector de Por qué me comí a mi padre sonreirá con este grupo de salvajes que, consciente de su lugar en el mundo, se empeña en evolucionar para huir de la extinción que ha terminado con otras especies, pero sólo hasta que se activan todas sus alarmas. Un momento, se dirá. Pero si este tío Vania oportunista y reaccionario que se niega a bajar de los árboles y vaticina toda clase de desgracias por la acción del fuego recién descubierto es clavado a… ¿Y la elitista Griselda, ávida por encontrar mano de obra barata y sumisa entre las tribus menos desarrolladas, no me recuerda a…? Desde ese momento, el lector no se limitará a sonreír, sino que se reirá a carcajadas con estos pobladores de las cavernas en que se reconocerá como especie, en lo bueno, que hay mucho, y en lo malo, que aún hay más.
¿Es la maldad el combustible de la evolución? ¿El egoísmo, lo que impulsa el instinto de supervivencia? ¿Todo progreso es implacable? Con un título tan gastronómico como el de este libro, no sorprende que Roy Lewis se aproxime más al Leviatán de Hobbes, que al buen salvaje de Rousseau. La visión que nos ofrece de ese mono que se ha alzado sobre dos patas y empezado a caminar sin saber muy bien hacia adónde, es burlona y, sobre todo, inmisericorde. Aunque no falta tampoco la admiración por ese viaje que nos ha llevado tan lejos desde la Uganda paleolítica donde los protagonistas de Por qué me comí a mi padre descubren el fuego.
«El dominio del fuego no es más que el principio. Si queremos desarrollarnos a partir de esta base tiene que haber pensamiento, planes, organización ¡Después de las ciencias naturales vienen las ciencias sociales! (…) No creo que viva para verla, pero quizá vosotros sí, esa gloriosa edad dorada, esa recompensa a todos nuestros esfuerzos: ¡llegar a ser humanos, devenir Homo sapiens al fin!». Edward, el patriarca de esta horda de homínidos endogámica e incestuosa, se considera a sí mismo un científico idealista que se mueve, y mueve a toda su familia, hacia un único objetivo: ¡la evolución! Torpes aún en el lenguaje humano (a pesar de la florida oratoria de que hace gala toda la tribu), quizás eso explique que su prole entienda por evolución algo por completo diferente a lo que él imaginaba.
A cuanto plan elabora este primate obsesionado por crear una nueva raza de antropoides, se enfrenta su hermano Vania, orgulloso de seguir viviendo, «con toda inocencia y sencillez, como hijo de la naturaleza» y de continuar siendo «un simio», sin ningún interés por convertirse en otra cosa. «Te dedicas, lamento profundamente decir, a superarte. Lo cual supone una antinatural muestra de desobediencia, de petulancia; un rasgo, si me permites decirlo, de vulgaridad, de materialismo pequeñoburgués», sentencia en una de las periódicas visitas que aprovecha para criticar cuanto avance ha logrado su hermano, sin dejar por ello de beneficiarse de él.
Junto al visionario emprendedor y al retrógrado inmovilista, el tercer personaje que cierra este polígono evolutivo es Ernest, uno de los hijos de Edward, escéptico y precavido, que lejos de compartir los sentimientos altruistas de su progenitor prefiere capitalizar los descubrimientos de la tribu y convertirla en la primera oligocracia de la historia de la humanidad. «El fuego artificial nos proporciona una ventaja mucho más importante que unas cuantas veintenas de cebras. La gente tendrá que reconocer que somos…, bueno, el grupo dominante. No creo que debamos renunciar a eso. Estoy pensando en el futuro. Creo que a lo mejor nos compensa ser los únicos capaces de hacer fuego; que, cuando otros quieran encender uno, se vean obligados a llamar a uno de los nuestros…, pagando, claro», defiende con vehemencia.
¿Cuál de estos tres modelos de comportamiento que conviven en los humanos bipolares que somos ganará la partida? Si quieren saberlo, no dejen de leer esta novela sorprendente y mordaz, plagada de jocosos anacronismos que Roy Lewis distribuye como señuelos para recordarnos que no importan las eras geológicas transcurridas ni los colegios privados con que tratemos de refinarnos, seguimos siendo monos. Y fruto de la estirpe de Caín.
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