Mario S. Arsenal
Hace ya más de un año que Gargantúa y Pantagruel fue reeditada por Acantilado, obra clave del humanismo francés y del propio autor, François Rabelais (Poitou, 1494-París, 1553), pero estaba claro que todavía hoy, transcurridos los siglos de solera que ya la encumbran y este cerca de año y medio desde la reaparición, íbamos a seguir necesitando un tiempo de asimilación, lectura y relectura de esta obra cumbre de la literatura occidental para elaborar un pequeño conjunto de dignas sensaciones. Al menos que estuviesen a la altura, salvando todas las distancias salvables, claro está, con ese titán, polígrafo y erudito universal.
Guy Demerson, mayor especialista mundial en la obra del humanista francés, ha sido el encargado de elaborar un ambicioso prefacio, delicia sin precedentes. La enjundia que embargó el afán de Rabelais, creador no casualmente de Pantagruel, ese diablillo llamado a castigar a los borrachos infligiéndoles la sed del Diablo, parece haber sido la misma llama dionisíaca que ha guiado el camino tanto de este profesor como de Gabriel Hormaechea (encargado de la traducción y notas) a la hora de abordar tan magna obra. Pero, nos decimos a nosotros mismos: ¿en qué punto la llama dionisíaca y el humanismo se estrechan la mano? Primera contradicción. Pero sólo aparente, pues a ella la siguen más circunstancias parejas. De antemano, la obra no parece expresar esa armonía, ese idealismo ni esa dignidad humanistas, pero dentro se esconde un profundo mensaje de orden y razón. Cuando sus personajes cultivaron la subversión del lenguaje, los razonamientos absurdos, los juegos de palabras ridículos o los borborigmos animales, el humanismo magnificaba ese privilegio del hombre que es el lenguaje. Asimismo, detestaba las supersticiones que emergían o subsistían en la cultura popular y, sin embargo, las conocía al dedillo. Esta plétora de –y subrayamos– aparentes contradicciones llevaría a Rabelais a elaborar esta, tan grandiosa como extensísima, novela cómica que narra las aventuras del gigante Gargantúa, personaje asociado de manera burda con el ciclo de novelas artúricas, y su hijo Pantagruel, del cual Rabelais se arrogó su particular, malicioso y fantasioso natalicio. El autor fue presentando el conjunto de libros de manera distinta a como hoy están dispuestos; primero dio a conocer Pantagruel, después Gargantúa; y lo hizo bajo el pseudónimo de Alcofribas Nasier hasta que en 1546 publicó el Libro Tercero, firmando un prólogo en el que ofrecía a su bebedor (su lector) un nuevo contrato de lectura, esto es, una nueva intención en los episodios narrados, sin necesidad de renunciar a la estridente pero sagaz crítica de las costumbres populares y a todo un sinfín de ácidas barrabasadas.
Al margen de la biografía del autor, que ya sería interesante sólo por el contexto –fue conspicuo médico, competente jurista, además de representante de los personajes más influyentes de la diplomacia francesa del momento y filólogo autodidacta que llegó a dominar el latín y el griego, por los que fue considerado erudito gracias a sus ensayos en dichas lenguas–, la obra consiguió abrazar la categoría de mito y fue capaz de generar una marca-nombre-firma para Rabelais. Era leído tanto en público como en privado, y ya en vida se extraían locuciones de sus obras y se pronunciaban como auténticos proverbios. Citado entre otros por Michelet, mistificado por Victor Hugo o certeramente recordado por Paul Valéry, en definitiva, tanto obra como autor fueron ensalzados a la altura de mito nacional. Y el caso es que, desde la aparición de Pantagruel, se sucedieron al menos ocho reediciones entre 1533 y 1534, pero también inspiró versiones e incluso falsificaciones, aspecto este que el autor fue incapaz de prever.
Con la intención de no deshilachar los magníficos requiebros de esta trepidante historia soez y encantadoramente cómica, desvergonzada hasta el aturdimiento y fomento de inevitables carcajadas, les invito a su concienzuda lectura a la par que deseo felicitar expresamente a la editorial por esta labor formidable de estudio y recuperación. Hacía mucho tiempo que las prensas hispanoparlantes no acometían un trabajo de tal envergadura. Porque nunca está de más leer a uno de esos hombres que, y cito a Valéry, “saben vivir allí donde les conducen las palabras”.
Guy Demerson, mayor especialista mundial en la obra del humanista francés, ha sido el encargado de elaborar un ambicioso prefacio, delicia sin precedentes. La enjundia que embargó el afán de Rabelais, creador no casualmente de Pantagruel, ese diablillo llamado a castigar a los borrachos infligiéndoles la sed del Diablo, parece haber sido la misma llama dionisíaca que ha guiado el camino tanto de este profesor como de Gabriel Hormaechea (encargado de la traducción y notas) a la hora de abordar tan magna obra. Pero, nos decimos a nosotros mismos: ¿en qué punto la llama dionisíaca y el humanismo se estrechan la mano? Primera contradicción. Pero sólo aparente, pues a ella la siguen más circunstancias parejas. De antemano, la obra no parece expresar esa armonía, ese idealismo ni esa dignidad humanistas, pero dentro se esconde un profundo mensaje de orden y razón. Cuando sus personajes cultivaron la subversión del lenguaje, los razonamientos absurdos, los juegos de palabras ridículos o los borborigmos animales, el humanismo magnificaba ese privilegio del hombre que es el lenguaje. Asimismo, detestaba las supersticiones que emergían o subsistían en la cultura popular y, sin embargo, las conocía al dedillo. Esta plétora de –y subrayamos– aparentes contradicciones llevaría a Rabelais a elaborar esta, tan grandiosa como extensísima, novela cómica que narra las aventuras del gigante Gargantúa, personaje asociado de manera burda con el ciclo de novelas artúricas, y su hijo Pantagruel, del cual Rabelais se arrogó su particular, malicioso y fantasioso natalicio. El autor fue presentando el conjunto de libros de manera distinta a como hoy están dispuestos; primero dio a conocer Pantagruel, después Gargantúa; y lo hizo bajo el pseudónimo de Alcofribas Nasier hasta que en 1546 publicó el Libro Tercero, firmando un prólogo en el que ofrecía a su bebedor (su lector) un nuevo contrato de lectura, esto es, una nueva intención en los episodios narrados, sin necesidad de renunciar a la estridente pero sagaz crítica de las costumbres populares y a todo un sinfín de ácidas barrabasadas.
Al margen de la biografía del autor, que ya sería interesante sólo por el contexto –fue conspicuo médico, competente jurista, además de representante de los personajes más influyentes de la diplomacia francesa del momento y filólogo autodidacta que llegó a dominar el latín y el griego, por los que fue considerado erudito gracias a sus ensayos en dichas lenguas–, la obra consiguió abrazar la categoría de mito y fue capaz de generar una marca-nombre-firma para Rabelais. Era leído tanto en público como en privado, y ya en vida se extraían locuciones de sus obras y se pronunciaban como auténticos proverbios. Citado entre otros por Michelet, mistificado por Victor Hugo o certeramente recordado por Paul Valéry, en definitiva, tanto obra como autor fueron ensalzados a la altura de mito nacional. Y el caso es que, desde la aparición de Pantagruel, se sucedieron al menos ocho reediciones entre 1533 y 1534, pero también inspiró versiones e incluso falsificaciones, aspecto este que el autor fue incapaz de prever.
Con la intención de no deshilachar los magníficos requiebros de esta trepidante historia soez y encantadoramente cómica, desvergonzada hasta el aturdimiento y fomento de inevitables carcajadas, les invito a su concienzuda lectura a la par que deseo felicitar expresamente a la editorial por esta labor formidable de estudio y recuperación. Hacía mucho tiempo que las prensas hispanoparlantes no acometían un trabajo de tal envergadura. Porque nunca está de más leer a uno de esos hombres que, y cito a Valéry, “saben vivir allí donde les conducen las palabras”.
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