Trad./ Intr. Julio Mas Alcaraz. Epílogo de Jordi Doce. Calambur, Madrid, 2010. 360 pp. 22 €
José Luis Gómez Toré
John Ashbery (Nueva York, 1927) es sin duda una de las figuras centrales de la poesía norteamericana. Su escritura ha tenido, por otra parte, un inesperado eco en nuestro país, en la poesía más joven, donde encontramos, como suele ser habitual, junto a autores que aprovechan esa herencia para elaborar una visión personal, otros que se empeñan en ser clones de Ashbery, con los resultados que uno puede esperar. Sin embargo, no cabe achacar al estadounidense la falta de originalidad de sus epígonos, sino agradecerle en todo caso los caminos que ha abierto para resituar la herencia de las vanguardias, que son un fenómeno estrictamente moderno, en el nuevo horizonte de la posmodernidad. Un cambio de escenario que el poeta asume desde una conciencia irónica y a medias desencantada, pero también desde una visión que quiere ser democrática tanto en su mirada como en su lenguaje.
Nos encontramos probablemente con la obra más rupturista de Ashbery, y, aunque mucho ha llovido desde 1962, año de su publicación, quizá no dejará de causar cierto estupor, incluso entre los que conozcan algunos de sus títulos más representativos como Autorretrato en un espejo convexo o Tres poemas. Por ello, no parece estar de más las notas que Mas Alcaraz incluye al final de su esmerada traducción, notas de las que el lector puede prescindir, si así lo quiere, pero que también pueden servirle de guía para textos que parecen combinar de una manera sorprendente hermetismo y transparencia. Tampoco sobran el prólogo del traductor ni el inteligente epílogo de Jordi Doce, que aciertan a enmarcar la obra en un contexto que, pese a las peculiaridades de la trayectoria personal de Ashbery y de la literatura norteamericana, en buena medida, sigue siendo el nuestro.
El constante recurso al “collage” y otras técnicas vanguardistas, dan lugar a lo que es ante todo una peculiar experiencia lingüística, la de una sociedad contemporánea que padece una incurable verborrea, alimentada por un exceso de códigos y tradiciones, información y lenguajes. Pocos autores como Ashbery son capaces de transmitirnos la belleza inesperada que surge de la colisión de los mensajes procedentes de los más variados orígenes (conversaciones cotidianas, medios de comunicación de masas, literatura popular…) al mismo tiempo que el hartazgo ante las dosis insoportables de trivialidad y de represión que dejan entrever dichos mensajes. En este libro, el poeta norteamericano recurre a un ritmo cortante, nervioso, casi de “bebop”, que contrasta con el fraseo de su poesía posterior, no menos dada a las elipsis y a las yuxtaposiciones ásperas, pero en la que las rupturas parecen sostenerse en una ilusión de continuidad más musical que argumental. Aquí, por el contrario, como apreciamos en poemas como “Idaho” o “Europa” la escritura se vuelve casi anónima a base de acoger múltiples voces, se quiebra en breves destellos de realidad, como si la velocidad (que ya Benjamin consideraba un elemento revolucionario en nuestra forma de mirar el mundo) convirtiera cada esquirla del discurso en una invitación al viaje, en una suerte de “road movie” que pareciera conducir a ninguna parte. Lo explica mejor que nadie el propio poeta en la cita incluida en este volumen, que se refiere a uno de los poemas más famosos del libro, “Saliendo de la estación de Atocha”: “Creo que los fragmentos dislocados, incoherentes que crean el movimiento del poema se parecen probablemente a la sensación que uno tiene cuando el tren sale de una estación desconocida. El ruido, la suciedad, ese marchar deslizándose, todo parece ser un movimiento dentro del poema. Probablemente, el poema trataba de expresar eso, no por sí mismo sino como un compendio de algo experimentado; creo que es de eso de lo que tratan mis poemas”.
José Luis Gómez Toré
John Ashbery (Nueva York, 1927) es sin duda una de las figuras centrales de la poesía norteamericana. Su escritura ha tenido, por otra parte, un inesperado eco en nuestro país, en la poesía más joven, donde encontramos, como suele ser habitual, junto a autores que aprovechan esa herencia para elaborar una visión personal, otros que se empeñan en ser clones de Ashbery, con los resultados que uno puede esperar. Sin embargo, no cabe achacar al estadounidense la falta de originalidad de sus epígonos, sino agradecerle en todo caso los caminos que ha abierto para resituar la herencia de las vanguardias, que son un fenómeno estrictamente moderno, en el nuevo horizonte de la posmodernidad. Un cambio de escenario que el poeta asume desde una conciencia irónica y a medias desencantada, pero también desde una visión que quiere ser democrática tanto en su mirada como en su lenguaje.
Nos encontramos probablemente con la obra más rupturista de Ashbery, y, aunque mucho ha llovido desde 1962, año de su publicación, quizá no dejará de causar cierto estupor, incluso entre los que conozcan algunos de sus títulos más representativos como Autorretrato en un espejo convexo o Tres poemas. Por ello, no parece estar de más las notas que Mas Alcaraz incluye al final de su esmerada traducción, notas de las que el lector puede prescindir, si así lo quiere, pero que también pueden servirle de guía para textos que parecen combinar de una manera sorprendente hermetismo y transparencia. Tampoco sobran el prólogo del traductor ni el inteligente epílogo de Jordi Doce, que aciertan a enmarcar la obra en un contexto que, pese a las peculiaridades de la trayectoria personal de Ashbery y de la literatura norteamericana, en buena medida, sigue siendo el nuestro.
El constante recurso al “collage” y otras técnicas vanguardistas, dan lugar a lo que es ante todo una peculiar experiencia lingüística, la de una sociedad contemporánea que padece una incurable verborrea, alimentada por un exceso de códigos y tradiciones, información y lenguajes. Pocos autores como Ashbery son capaces de transmitirnos la belleza inesperada que surge de la colisión de los mensajes procedentes de los más variados orígenes (conversaciones cotidianas, medios de comunicación de masas, literatura popular…) al mismo tiempo que el hartazgo ante las dosis insoportables de trivialidad y de represión que dejan entrever dichos mensajes. En este libro, el poeta norteamericano recurre a un ritmo cortante, nervioso, casi de “bebop”, que contrasta con el fraseo de su poesía posterior, no menos dada a las elipsis y a las yuxtaposiciones ásperas, pero en la que las rupturas parecen sostenerse en una ilusión de continuidad más musical que argumental. Aquí, por el contrario, como apreciamos en poemas como “Idaho” o “Europa” la escritura se vuelve casi anónima a base de acoger múltiples voces, se quiebra en breves destellos de realidad, como si la velocidad (que ya Benjamin consideraba un elemento revolucionario en nuestra forma de mirar el mundo) convirtiera cada esquirla del discurso en una invitación al viaje, en una suerte de “road movie” que pareciera conducir a ninguna parte. Lo explica mejor que nadie el propio poeta en la cita incluida en este volumen, que se refiere a uno de los poemas más famosos del libro, “Saliendo de la estación de Atocha”: “Creo que los fragmentos dislocados, incoherentes que crean el movimiento del poema se parecen probablemente a la sensación que uno tiene cuando el tren sale de una estación desconocida. El ruido, la suciedad, ese marchar deslizándose, todo parece ser un movimiento dentro del poema. Probablemente, el poema trataba de expresar eso, no por sí mismo sino como un compendio de algo experimentado; creo que es de eso de lo que tratan mis poemas”.
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