Trad. Mª Teresa Sánchez Montesinos. Editorial Traspiés, Granada, 2011. 120 pp. 14 €
Ángeles Prieto
En esa larga tradición del relato breve norteamericano, que desde estas latitudes podemos iniciar con Washington Irving o Edgard Allan Poe, y que ahora nos llevaría a los determinantes y decisivos Raymond Carver o P. J. O’Rourke, la obra de O’Henry (pseudónimo de William Sidney Porter) destaca por su estilo directo, sus despliegues sentimentales y sus finales sorpresa, casi siempre alegres, en feliz comunión con el lector. Un clásico enérgico que no se puede pasar por alto, so pena de perdernos la transmisión, epicúrea y vigorosa, de lo que fue la ciudad de Nueva York a inicios de siglo, una urbe en constante transformación, la tierra de todas las oportunidades.
Una ciudad que nos fue descrita con pasión y entusiasmo por un autor prolífico y a la vez genial, pleno de talento, circunstancia venturosa que acontece cuando el narrador en cuestión logra tomar la medida a esa cajita de música perfecta que todo buen cuento constituye. No sólo en la forma o tamaño, también por esa conmoción emocional, esa epifanía sentimental que el relato corto debe transmitirnos para que lo sintamos nuestro. Fertilidad que también consiguieron en nuestro país autoras como Emilia Pardo Bazán, o como la que disfruta actualmente Joyce Carol Oates, posiblemente la mejor narradora viva del Planeta, en una comparación que podría parecer chocante ante narrador tan descaradamente viril como lo fue O’Henry, pero viene a cuento porque nada tiene que ver productividad o sexo del autor, con el talento narrativo.
Así, de las aproximadamente doscientas setenta historias que el talento de O’Henry nos legara, aquellas que escribió frenéticamente sobrepasada ya la mitad de una vida aventurera, apurada y azarosa, con cárcel incluida, una existencia en la que ejerció más de una decena de oficios antes de dar con la escritura, la editorial Traspiés, muy acertadamente, ha decidido seleccionar sólo doce.
Porque precisamente estos doce relatos, deliciosos y magistrales, traducidos con la agilidad y el acierto necesarios para este maestro del slam de su época, responden al propósito del libro: conseguir La voz de Nueva York, título de uno de los relatos, y a la vez crónica periodística, con la que O’Henry nos fotografió el bullicio de la urbe más aclamada del mundo. Pues en este libro se nos despliegan las diferencias sociales (“El asesino de tontos”, “Mientras el auto espera”), las nuevas costumbres y aficiones (“Una comedia elástica”, “Extraditada de Bohemia”), la necesaria ley y orden (“El toque de corneta”), pero también el anuncio del fin para otra forma de vida más sana (“La derrota de la ciudad”).
Y sobre todo, muy estruendosa, ruge La voz de Nueva York, tanto en el guiño silencioso que O’Henry nos efectúa en el primer relato, como en la maravillosa “Vida completa de John Hopkins” donde la ciudad en la que te puedes sentir tan inconmensurablemente grande, como infinitamente pequeño, se despliega con todos sus poderes: “Te dispones a pisar la hierba para arrancar una clavelina en el parque… y… ¡zas!, te atacan unos bandidos, te llevan en ambulancia al hospital, te casas con la enfermera, te divorcias; te metes en jaleos por si echabas de menos los altibajos, te arruinas, te casas con una heredera, recoges tu colada y pagas tus deudas en el club, todo en un abrir y cerrar de ojos”. Y te quedas sin aliento. Porque este párrafo del maestro O’Henry, sin exageraciones y con exactitud, es justo lo que supone la Gran Manzana para nosotros, un inmenso abanico abierto de posibilidades, tanto en el siglo pasado como en éste. Y quien la mordió, lo sabe.
Como cuando a veces, en una mesa de novedades editoriales, repleta de gruesos tomos con colores llamativos y chirriantes, de grandes nombres y mejor marketing, te encuentras mareado o perdido y de repente tropiezas con esta pequeña y delicada joyita para la alegría, con lo que ya sólo nos queda desear que la ya prolífica editorial Traspiés, al igual que Nueva York nunca duerma, y siga regalándonos exquisitas lecciones de literatura como ésta.
Ángeles Prieto
En esa larga tradición del relato breve norteamericano, que desde estas latitudes podemos iniciar con Washington Irving o Edgard Allan Poe, y que ahora nos llevaría a los determinantes y decisivos Raymond Carver o P. J. O’Rourke, la obra de O’Henry (pseudónimo de William Sidney Porter) destaca por su estilo directo, sus despliegues sentimentales y sus finales sorpresa, casi siempre alegres, en feliz comunión con el lector. Un clásico enérgico que no se puede pasar por alto, so pena de perdernos la transmisión, epicúrea y vigorosa, de lo que fue la ciudad de Nueva York a inicios de siglo, una urbe en constante transformación, la tierra de todas las oportunidades.
Una ciudad que nos fue descrita con pasión y entusiasmo por un autor prolífico y a la vez genial, pleno de talento, circunstancia venturosa que acontece cuando el narrador en cuestión logra tomar la medida a esa cajita de música perfecta que todo buen cuento constituye. No sólo en la forma o tamaño, también por esa conmoción emocional, esa epifanía sentimental que el relato corto debe transmitirnos para que lo sintamos nuestro. Fertilidad que también consiguieron en nuestro país autoras como Emilia Pardo Bazán, o como la que disfruta actualmente Joyce Carol Oates, posiblemente la mejor narradora viva del Planeta, en una comparación que podría parecer chocante ante narrador tan descaradamente viril como lo fue O’Henry, pero viene a cuento porque nada tiene que ver productividad o sexo del autor, con el talento narrativo.
Así, de las aproximadamente doscientas setenta historias que el talento de O’Henry nos legara, aquellas que escribió frenéticamente sobrepasada ya la mitad de una vida aventurera, apurada y azarosa, con cárcel incluida, una existencia en la que ejerció más de una decena de oficios antes de dar con la escritura, la editorial Traspiés, muy acertadamente, ha decidido seleccionar sólo doce.
Porque precisamente estos doce relatos, deliciosos y magistrales, traducidos con la agilidad y el acierto necesarios para este maestro del slam de su época, responden al propósito del libro: conseguir La voz de Nueva York, título de uno de los relatos, y a la vez crónica periodística, con la que O’Henry nos fotografió el bullicio de la urbe más aclamada del mundo. Pues en este libro se nos despliegan las diferencias sociales (“El asesino de tontos”, “Mientras el auto espera”), las nuevas costumbres y aficiones (“Una comedia elástica”, “Extraditada de Bohemia”), la necesaria ley y orden (“El toque de corneta”), pero también el anuncio del fin para otra forma de vida más sana (“La derrota de la ciudad”).
Y sobre todo, muy estruendosa, ruge La voz de Nueva York, tanto en el guiño silencioso que O’Henry nos efectúa en el primer relato, como en la maravillosa “Vida completa de John Hopkins” donde la ciudad en la que te puedes sentir tan inconmensurablemente grande, como infinitamente pequeño, se despliega con todos sus poderes: “Te dispones a pisar la hierba para arrancar una clavelina en el parque… y… ¡zas!, te atacan unos bandidos, te llevan en ambulancia al hospital, te casas con la enfermera, te divorcias; te metes en jaleos por si echabas de menos los altibajos, te arruinas, te casas con una heredera, recoges tu colada y pagas tus deudas en el club, todo en un abrir y cerrar de ojos”. Y te quedas sin aliento. Porque este párrafo del maestro O’Henry, sin exageraciones y con exactitud, es justo lo que supone la Gran Manzana para nosotros, un inmenso abanico abierto de posibilidades, tanto en el siglo pasado como en éste. Y quien la mordió, lo sabe.
Como cuando a veces, en una mesa de novedades editoriales, repleta de gruesos tomos con colores llamativos y chirriantes, de grandes nombres y mejor marketing, te encuentras mareado o perdido y de repente tropiezas con esta pequeña y delicada joyita para la alegría, con lo que ya sólo nos queda desear que la ya prolífica editorial Traspiés, al igual que Nueva York nunca duerma, y siga regalándonos exquisitas lecciones de literatura como ésta.
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