Lumen, Barcelona, 2011. 440 pp. 22,90 €
Fernando Sánchez Calvo
Ringo es un adolescente que, sin saberlo, siempre lleva las de perder. Por iluso, por obligación narrativa y porque de entre todos los personajes de la última novela de Juan Marsé, es el único que no crece o que se niega a crecer, el único que no se entera de nada, el protagonista de todo, el núcleo en el que confluyen todas las venas argumentales. En definitiva: el centro que no se sabe centro.
Vuelve con este último título el novelista de raza que es el autor catalán, el que, con un narrador omnisciente poderoso pero a la vez compasivo, rinde tributo una vez más a la herencia cervantina que unta pequeñas dosis de ficción (las que se permiten) a la cruda realidad de la Barcelona de posguerra. Volvemos con ello a un tema recurrente en el Premio Cervantes, ya tratado en El embrujo de Shanghai, Últimas tardes con Teresa o La oscura historia de mi prima Montse, por citar sólo algunas de sus obras más famosas: el del adolescente que a fuerza de desengaños (principalmente proporcionados por el lado paterno) se convierte en adulto, el del adulto que a fuerza de engaños se cree un adolescente, el de los tristes desgraciados que aspiran sin mucha ilusión a colorear, aunque sea con tragedia y no con risas, la infumable burbuja en la que los ha aislado el triunfante régimen franquista. Sumado a esto, tintes autobiográficos: el Marsé niño que empezaba a escribir, las calles y lugares más emblemáticos de la Ciudad Condal, entre otros.
La escandalosa enajenación que sufre la Señora Mir, curandera y romántica trasnochada que espera la vuelta de su amante, su héroe local, sobre las vías de un tren que ya no pasa por allí, abre la trama de una historia que aguanta bien el suspense y el erotismo (otro de los motivos recurrentes de Marsé), aunque en ocasiones se vea perjudicada por el ritmo narrativo, un tanto moroso. Esta pequeña tara, no obstante, queda contrarrestada con los ágiles diálogos de amigos que juegan, de taberneros que escuchan, de fanfarrones que cuentan: la oralidad, lo que se cuenta, lo que se dice, lo que se rumorea, tiene mucho más peso por lo tanto que lo que de verdad está pasando histórica y socialmente en esos momentos.
Sin aportar nada nuevo a la narrativa del autor (son ya muchas novelas estirando el mismo leitmotiv), Caligrafía de los sueños deja perlas como las siguientes: “¿Adónde van a parar los dedos muertos de los pianistas?, ¿cómo es que me duele el dedo que no tengo?”, pregunta el iluso y soñador Ringo a su madre después de sufrir un accidente en el trabajo. A pesar de los pesares, de los sueños frustrados, de los amores mal tramitados y otras mediocridades, Ringo insiste y escucha, insiste y observa, insiste y escribe todo lo que no escucha ni observa para ver si, con un nuevo tipo de caligrafía o letra, otra Barcelona, como aquella a la que se aludía en los doblajes de El zorro, sustituye a la oficial. A ver si con un poco de suerte, la forma trae al contenido. No hay motivos ni precedentes para hacerse ilusiones pero, como bien apunta el compasivo y cervantino narrador en uno de los capítulos centrales, Ringo “cree que solamente en ese territorio ignoto y abrupto de la escritura y sus resonancias encontrará el tránsito luminoso que va de las palabras a los hechos, un lugar propicio para repeler el entorno hostil y reinventarse a sí mismo”.
Fernando Sánchez Calvo
Ringo es un adolescente que, sin saberlo, siempre lleva las de perder. Por iluso, por obligación narrativa y porque de entre todos los personajes de la última novela de Juan Marsé, es el único que no crece o que se niega a crecer, el único que no se entera de nada, el protagonista de todo, el núcleo en el que confluyen todas las venas argumentales. En definitiva: el centro que no se sabe centro.
Vuelve con este último título el novelista de raza que es el autor catalán, el que, con un narrador omnisciente poderoso pero a la vez compasivo, rinde tributo una vez más a la herencia cervantina que unta pequeñas dosis de ficción (las que se permiten) a la cruda realidad de la Barcelona de posguerra. Volvemos con ello a un tema recurrente en el Premio Cervantes, ya tratado en El embrujo de Shanghai, Últimas tardes con Teresa o La oscura historia de mi prima Montse, por citar sólo algunas de sus obras más famosas: el del adolescente que a fuerza de desengaños (principalmente proporcionados por el lado paterno) se convierte en adulto, el del adulto que a fuerza de engaños se cree un adolescente, el de los tristes desgraciados que aspiran sin mucha ilusión a colorear, aunque sea con tragedia y no con risas, la infumable burbuja en la que los ha aislado el triunfante régimen franquista. Sumado a esto, tintes autobiográficos: el Marsé niño que empezaba a escribir, las calles y lugares más emblemáticos de la Ciudad Condal, entre otros.
La escandalosa enajenación que sufre la Señora Mir, curandera y romántica trasnochada que espera la vuelta de su amante, su héroe local, sobre las vías de un tren que ya no pasa por allí, abre la trama de una historia que aguanta bien el suspense y el erotismo (otro de los motivos recurrentes de Marsé), aunque en ocasiones se vea perjudicada por el ritmo narrativo, un tanto moroso. Esta pequeña tara, no obstante, queda contrarrestada con los ágiles diálogos de amigos que juegan, de taberneros que escuchan, de fanfarrones que cuentan: la oralidad, lo que se cuenta, lo que se dice, lo que se rumorea, tiene mucho más peso por lo tanto que lo que de verdad está pasando histórica y socialmente en esos momentos.
Sin aportar nada nuevo a la narrativa del autor (son ya muchas novelas estirando el mismo leitmotiv), Caligrafía de los sueños deja perlas como las siguientes: “¿Adónde van a parar los dedos muertos de los pianistas?, ¿cómo es que me duele el dedo que no tengo?”, pregunta el iluso y soñador Ringo a su madre después de sufrir un accidente en el trabajo. A pesar de los pesares, de los sueños frustrados, de los amores mal tramitados y otras mediocridades, Ringo insiste y escucha, insiste y observa, insiste y escribe todo lo que no escucha ni observa para ver si, con un nuevo tipo de caligrafía o letra, otra Barcelona, como aquella a la que se aludía en los doblajes de El zorro, sustituye a la oficial. A ver si con un poco de suerte, la forma trae al contenido. No hay motivos ni precedentes para hacerse ilusiones pero, como bien apunta el compasivo y cervantino narrador en uno de los capítulos centrales, Ringo “cree que solamente en ese territorio ignoto y abrupto de la escritura y sus resonancias encontrará el tránsito luminoso que va de las palabras a los hechos, un lugar propicio para repeler el entorno hostil y reinventarse a sí mismo”.
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