Anagrama, Barcelona, 2011. 328 pp. 19,50 €
Fernando Sánchez Calvo
A veces uno detiene la frenética actividad literaria a la que él mismo se somete durante todo el año, se da un mísero segundo donde colocar algo de serenidad, reflexión o lucidez y descubre que de los últimos quince libros que ha leído, sólo recuerda el contenido de cinco, los personajes de dos y, eso sí, el título de todos ellos. Después de un mes, o de dos (depende de la memoria de cada uno) lo que nos queda del libro que leímos es el título. Eso es lo que somos muchas veces como lectores: un título que recomendar al amigo o internauta más cercano que todavía no lo conoce, un título que archivar en nuestra carpeta de reseñas del disco duro para que, si nos preguntan dentro de un par de años, podamos asegurar que sí estuvimos en esa novela, que sí descansamos en ese poemario. Creo que por ello muchos de nosotros optamos por el mal menor y un día cualquiera empezamos a escribir reseñas para que nos regalen libros y para que entre el tiempo que dista de la lectura de una obra a la crítica que se redacta sobre ella por lo menos el libro en cuestión tenga cierta esperanza de ser revivido por el mismo lector dos veces, amén de encontrar un sitio fijo en la web.
Más rabia te da no obstante, si la historia que olvidas en ese mes es Los sinsabores del verdadero policía, de Roberto Bolaño, un magnífico enfermo de la literatura del que no hace falta citar nombres como Los detectives salvajes, Estrella distante, Putas asesinas, Llamadas telefónicas, entre otras, pero que vamos a citar porque ya hemos dicho antes que lo único que recordamos al final de todo, incluso de los grandes enfermos de la literatura como Roberto Bolaño, son los títulos. Con carácter autónomo pero englobado dentro de la obra total que persiguió siempre el chileno, Los sinsabores del verdadero policía es posiblemente el libro más rayuélico del poeta y narrador, la obra más desgajada adrede por el autor para que nosotros, sus seguidores, los verdaderos policías de esta novela, juguemos a ordenarla, aunque nunca a completarla. Dividida en cinco partes, el mundo de las grandes novelas de Bolaño vuelve a repetirse aquí por edición (que no por escritura, pues la redacción de la obra es anterior a clásicos como 2666): Amalfitano, Archimboldi, la literatura, la subliteratura y los ya míticos y mitificados desiertos de Sonora, o lo que es lo mismo: Santa Teresa, o lo que es lo mismo: Ciudad Juárez, o lo que es lo mismo: Roberto Bolaño, son constantes que vuelven a aparecer pero formando una nueva historia. Una vez más, los personajes y los espacios son los mismos o parecidos. Una vez más, la desgracia nos resulta familiar, pero lo suficientemente distinta para compadecernos de unos nuevos miserables, aunque compartan el mismo nombre e identidad.
Concretamente, Amalfitano, profesor de literatura que bota de universidad en universidad por problemas digamos que sentimentales y profesionales hasta caer en México, y Padilla (pérfido amante de Amalfitano, escritor infrarrealista de novelas inconclusas) son los protagonistas de esta póstuma joya que se abre con una clasificación no nueva de la literatura castellana y universal, la cual divide a los poetas en dos grandes grupos: maricas y maricones. Por supuesto, Góngora y Quevedo pertenecen a los primeros; Fray Luis y San Juan a los segundos. Después, los vaivenes del profesor, sus relaciones con la élite cultural catalana, el recuerdo de la muerte de su mujer y la oscura y vacía relación con su hija Rosa, quien acusa a su padre de haberla convertido en una errante apátrida y en una hablante española sin acento, “tipo Naciones Unidas”, van construyendo un esqueleto formado a ratos por la violencia, el cinismo, la insolidaridad (“En la raíz de todos mis males, se encuentra mi admiración por los delincuentes, las putas, los perturbados mentales, se decía Amalfitano con amargura”) y a ratos por emociones en estado puro (“¿Y qué fue lo que aprendieron los alumnos de Amalfitano? Que lo más importante del mundo era leer y viajar, tal vez la misma cosa, sin detenerse nunca. Que no era más cómodo leer que escribir. Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor.”). Entre medias, la eterna y no suficientemente contada desventura de México y su frontera, de México y toda la mierda que sobre ella echa Estados Unidos pero que México no devuelve.
Hace como cosa de un año vi un documental en Imprescindibles, de RTVE. En él Vargas Llosa venía a decir que para ser lector de Bolaño hace falta una gran concentración y un alto nivel cultural para el que no todo el mundo está preparado. Yo creo que además, hace falta un gran estómago y un gran corazón que sean capaces de soportar tanto desarraigo, tanta soledad y tanta incomunicación como la que vive el bueno, miserable y desgraciado de Amalfitano, quien a diferencia de los salvajes Arturo Belano y Ulyses Lima, ni siquiera se puede dar el lujo de vivir tal y como aconseja Mario Santiago, alter ego del segundo: “Si he de vivir, que sea sin timón y en el delirio”. Son versos demasiado grandes para Amalfitano. Por eso acabaremos olvidando a este personaje, por su desgraciada esencia y porque, como he dicho al principio, uno, al final de las novelas, acaba recordando sólo el título.
Fernando Sánchez Calvo
A veces uno detiene la frenética actividad literaria a la que él mismo se somete durante todo el año, se da un mísero segundo donde colocar algo de serenidad, reflexión o lucidez y descubre que de los últimos quince libros que ha leído, sólo recuerda el contenido de cinco, los personajes de dos y, eso sí, el título de todos ellos. Después de un mes, o de dos (depende de la memoria de cada uno) lo que nos queda del libro que leímos es el título. Eso es lo que somos muchas veces como lectores: un título que recomendar al amigo o internauta más cercano que todavía no lo conoce, un título que archivar en nuestra carpeta de reseñas del disco duro para que, si nos preguntan dentro de un par de años, podamos asegurar que sí estuvimos en esa novela, que sí descansamos en ese poemario. Creo que por ello muchos de nosotros optamos por el mal menor y un día cualquiera empezamos a escribir reseñas para que nos regalen libros y para que entre el tiempo que dista de la lectura de una obra a la crítica que se redacta sobre ella por lo menos el libro en cuestión tenga cierta esperanza de ser revivido por el mismo lector dos veces, amén de encontrar un sitio fijo en la web.
Más rabia te da no obstante, si la historia que olvidas en ese mes es Los sinsabores del verdadero policía, de Roberto Bolaño, un magnífico enfermo de la literatura del que no hace falta citar nombres como Los detectives salvajes, Estrella distante, Putas asesinas, Llamadas telefónicas, entre otras, pero que vamos a citar porque ya hemos dicho antes que lo único que recordamos al final de todo, incluso de los grandes enfermos de la literatura como Roberto Bolaño, son los títulos. Con carácter autónomo pero englobado dentro de la obra total que persiguió siempre el chileno, Los sinsabores del verdadero policía es posiblemente el libro más rayuélico del poeta y narrador, la obra más desgajada adrede por el autor para que nosotros, sus seguidores, los verdaderos policías de esta novela, juguemos a ordenarla, aunque nunca a completarla. Dividida en cinco partes, el mundo de las grandes novelas de Bolaño vuelve a repetirse aquí por edición (que no por escritura, pues la redacción de la obra es anterior a clásicos como 2666): Amalfitano, Archimboldi, la literatura, la subliteratura y los ya míticos y mitificados desiertos de Sonora, o lo que es lo mismo: Santa Teresa, o lo que es lo mismo: Ciudad Juárez, o lo que es lo mismo: Roberto Bolaño, son constantes que vuelven a aparecer pero formando una nueva historia. Una vez más, los personajes y los espacios son los mismos o parecidos. Una vez más, la desgracia nos resulta familiar, pero lo suficientemente distinta para compadecernos de unos nuevos miserables, aunque compartan el mismo nombre e identidad.
Concretamente, Amalfitano, profesor de literatura que bota de universidad en universidad por problemas digamos que sentimentales y profesionales hasta caer en México, y Padilla (pérfido amante de Amalfitano, escritor infrarrealista de novelas inconclusas) son los protagonistas de esta póstuma joya que se abre con una clasificación no nueva de la literatura castellana y universal, la cual divide a los poetas en dos grandes grupos: maricas y maricones. Por supuesto, Góngora y Quevedo pertenecen a los primeros; Fray Luis y San Juan a los segundos. Después, los vaivenes del profesor, sus relaciones con la élite cultural catalana, el recuerdo de la muerte de su mujer y la oscura y vacía relación con su hija Rosa, quien acusa a su padre de haberla convertido en una errante apátrida y en una hablante española sin acento, “tipo Naciones Unidas”, van construyendo un esqueleto formado a ratos por la violencia, el cinismo, la insolidaridad (“En la raíz de todos mis males, se encuentra mi admiración por los delincuentes, las putas, los perturbados mentales, se decía Amalfitano con amargura”) y a ratos por emociones en estado puro (“¿Y qué fue lo que aprendieron los alumnos de Amalfitano? Que lo más importante del mundo era leer y viajar, tal vez la misma cosa, sin detenerse nunca. Que no era más cómodo leer que escribir. Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor.”). Entre medias, la eterna y no suficientemente contada desventura de México y su frontera, de México y toda la mierda que sobre ella echa Estados Unidos pero que México no devuelve.
Hace como cosa de un año vi un documental en Imprescindibles, de RTVE. En él Vargas Llosa venía a decir que para ser lector de Bolaño hace falta una gran concentración y un alto nivel cultural para el que no todo el mundo está preparado. Yo creo que además, hace falta un gran estómago y un gran corazón que sean capaces de soportar tanto desarraigo, tanta soledad y tanta incomunicación como la que vive el bueno, miserable y desgraciado de Amalfitano, quien a diferencia de los salvajes Arturo Belano y Ulyses Lima, ni siquiera se puede dar el lujo de vivir tal y como aconseja Mario Santiago, alter ego del segundo: “Si he de vivir, que sea sin timón y en el delirio”. Son versos demasiado grandes para Amalfitano. Por eso acabaremos olvidando a este personaje, por su desgraciada esencia y porque, como he dicho al principio, uno, al final de las novelas, acaba recordando sólo el título.
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