Editorial Egales/Desatada, Madrid, 2011. 50 pp. 8 €
Ariadna G. García
Escribía Luis Rosales en sus Rimas (1951) que los poetas «es preciso que escribamos/…/desde el solar de nuestra propia alma». Esta actitud ante el hecho creativo es parecida a la de Miguel Hernández, quien escribía en uno de sus más celebrados sonetos de El rayo que no cesa (1936): «la lengua en corazón tengo bañada». Ideal que conecta con las teorías poéticas renacentistas y se remonta al misticismo de Hugo de San Víctor (S. XII), que entintaba –nos cuenta en sus tratados– la pluma en el cálamo del corazón. Esos valores (franqueza, verdad, similitud y realismo) son los que recoge Antonio Calvo Elorri en Con el corazón en la boca.
La obra de Elorri nos adentra –con un lenguaje sencillo, sobrio, coloquial– en un entorno urbano tanto público (polígonos, bares, oficinas…) como doméstico, donde se localizan las distintas vivencias amorosas del sujeto que enuncia. Es precisamente el amor, su carácter caduco y perecedero, el tema principal del libro. Así, en algunos poemas la voz narradora recuerda con nostalgia un pasado remoto no exento de ternura, sacrificio, complicidad y deseo; mientras que en otros textos –aquellos localizados en un tiempo presente– el narrador asume (sin dolor) que no es posible la permanencia en la vida de los otros más allá del sexo. Los encuentros son meros simulacros de relaciones afectivas plenas y están abocados a su extinción. En algunas ocasiones, incluso, la interacción se agota en un simple intercambio de miradas y gestos que no tiene futuro; en estos casos, la promesa de la posibilidad queda abolida por la falta de tiempo o de un contexto social adecuado para que dos personas se conozcan.
Antonio Calvo Elorri ha tejido con sutileza un poemario que ahonda en dos obsesiones diferentes: la pérdida (de lo que fue) y la intrascendencia (de lo que es). Toda la realidad ha sido congelada. El narrador pasa la mano lentamente por encima de un bloque de hielo que sólo irradia frío. Sin embargo, lejos de entumecerse, la mano escribe y nombra ese cristal tan frágil que es la vida.
Antonio, pues, ha demostrado en este primer libro de poemas que posee una voz sensible y un espíritu audaz, como los pájaros que cantan en el viento helado.
Ariadna G. García
Escribía Luis Rosales en sus Rimas (1951) que los poetas «es preciso que escribamos/…/desde el solar de nuestra propia alma». Esta actitud ante el hecho creativo es parecida a la de Miguel Hernández, quien escribía en uno de sus más celebrados sonetos de El rayo que no cesa (1936): «la lengua en corazón tengo bañada». Ideal que conecta con las teorías poéticas renacentistas y se remonta al misticismo de Hugo de San Víctor (S. XII), que entintaba –nos cuenta en sus tratados– la pluma en el cálamo del corazón. Esos valores (franqueza, verdad, similitud y realismo) son los que recoge Antonio Calvo Elorri en Con el corazón en la boca.
La obra de Elorri nos adentra –con un lenguaje sencillo, sobrio, coloquial– en un entorno urbano tanto público (polígonos, bares, oficinas…) como doméstico, donde se localizan las distintas vivencias amorosas del sujeto que enuncia. Es precisamente el amor, su carácter caduco y perecedero, el tema principal del libro. Así, en algunos poemas la voz narradora recuerda con nostalgia un pasado remoto no exento de ternura, sacrificio, complicidad y deseo; mientras que en otros textos –aquellos localizados en un tiempo presente– el narrador asume (sin dolor) que no es posible la permanencia en la vida de los otros más allá del sexo. Los encuentros son meros simulacros de relaciones afectivas plenas y están abocados a su extinción. En algunas ocasiones, incluso, la interacción se agota en un simple intercambio de miradas y gestos que no tiene futuro; en estos casos, la promesa de la posibilidad queda abolida por la falta de tiempo o de un contexto social adecuado para que dos personas se conozcan.
Antonio Calvo Elorri ha tejido con sutileza un poemario que ahonda en dos obsesiones diferentes: la pérdida (de lo que fue) y la intrascendencia (de lo que es). Toda la realidad ha sido congelada. El narrador pasa la mano lentamente por encima de un bloque de hielo que sólo irradia frío. Sin embargo, lejos de entumecerse, la mano escribe y nombra ese cristal tan frágil que es la vida.
Antonio, pues, ha demostrado en este primer libro de poemas que posee una voz sensible y un espíritu audaz, como los pájaros que cantan en el viento helado.
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