La Esfera de los Libros, Madrid, 2010, 264 pp. 22,90 €
Amadeo Cobas
Es sencillo devolver a la vida personajes históricos –sobre todo si son secundarios en la Historia– para cubrirlos de una pátina de idealismo que los convierta en casi irrepetibles, que los revierta en un ejemplo de modernidad, unos adelantados a su tiempo. Es sencillo, sí. Intentarlo, claro. Porque lograrlo ya es otro cantar. Lograr que Germana de Foix, reina consorte de Aragón, virreina de Valencia, marquesa de Brandemburgo y duquesa de Calabria cobre vida, y verosimilitud lo que de ella se relata, es el propósito de Carmen Güell.
Y lo logra con solvencia.
Nos muestra la escritora a una reina que aunque se conforma –porque no le queda más remedio– con el rol que le toca desempeñar como mujer de su época (siglo XVI), siempre en segundo plano con respecto al hombre, se rebela al menos opinando en contra de las imposiciones masculinas que le toca sufrir; máxime en su caso, que como esposa del rey ya sabe lo que le toca: darle a Fernando el Católico un heredero. A ver si así consigue la estirpe Trastámara perpetuarse en el trono de Aragón y ¿quién sabe si algo más?... ¿Acaso no evidencia signos de locura Juana, la hija de su marido? A ver si no cómo se entiende que traslade los fétidos despojos de su fallecido esposo, Felipe el Hermoso, desde Burgos a Granada, en procesión nocturna que duró… ¡ocho meses! No, quizá sea excesivo considerar que Germana ansiaba darle a Fernando un vástago –varón, majestad, si a vos no os molesta, es de suponer que propondría algún consejero…– para la sucesión al frente de la corona de Aragón. No, estos intereses están alejados de la mente de la reina. La prueba es que ella misma confiesa que anhelaba tener un hijo, pero con una intención más loable: para mimarlo, malcriarlo y que él le dijera: te quiero, mamá.
Dentro del acierto general del tratamiento dado a la novela, destaca el uso de la narración en primera persona, acercando los pensamientos íntimos, las inquietudes de Germana de Foix ante el reto que se le presentaba: suceder a Isabel la Católica casándose con su viudo. Y su zozobra: «No podría evitar que me compararan con ella a cada momento»; y su deseo: «Ya me hubiera gustado poseer su misma energía y feminidad».
Porque no tuvo una papeleta fácil ni agradable. Ella, con sus puros 18 años, casada con Fernando el Católico, de 53 batallados años. Un viejo, perdido ya parte de su empuje físico a causa de los estragos de tanta guerra y tanta intriga, «calvo, de feo semblante y espalda encorvada», así lo describe la protagonista tras su primer encuentro. Eso sí, el rey aragonés no ha perdido ni un ápice de su artera sabiduría en materia diplomática y política: «La política, y sólo eso, era su vida, lo primero y lo único que le importaba de verdad». Estas conclusiones sacó Germana de sus primeros días de matrimonio…
Porque como mujer de su tiempo hubo de claudicar a las imposiciones reales en forma de boda de conveniencia. La primera impuesta por el rey de Francia para sellar una alianza con el rey de Aragón; la segunda y tercera por mandato del rey de las reunificadas Castilla y Aragón: Carlos I de España y V de Alemania.
Pero era sabia. Dando cabo a su vida, la protagonista de esta novela reflexiona y aplica esa innata sabiduría, aliada con su experiencia, para afirmar con rotundidad: «la felicidad no es vivir una pequeña vida sin embrollos, sin cometer fallos ni moverse. La felicidad consiste en aceptar la lucha, el esfuerzo, la duda y avanzar sorteando los escollos». Perspicaz máxima, a mi entender, aunque peligrosísima también para emitirla una fémina en esa Edad Moderna que le tocó vivir, por mucho que el Renacimiento porfiase por abrir ventanas en las obtusas mentalidades masculinas. No olvidemos que la Inquisición merodeaba para velar porque nadie desviase ideas heréticas –qué fácil debía de ser convertirse en reo de una conducta punible para el Santo Oficio–, so pena de aplicar un devenir cruento: humillación pública, potro de tortura, auto de fe…
Nos ofrece el primer plano de esta novela a una maravillosa actriz. Supo desempeñar su papel aunque la Historia la ocultó tras demasiados personajes principales. De ahí la libertad que disfruta Carmen Güell para apartar de arquetipos a Germana y darle visos de modernidad aunque, como la propia autora matiza en el epílogo, está «lejos de ser una heroína». Es verdad, quizá no lo fue en su época, pero lo es desde el momento en que resucita para cualquier lector que se adentre en esta amena forma de narrar, sucinta en floreos y nula en relleno vano, con la cadencia adecuada para paladear estos golosos manjares ofrecidos, a imagen de la reina –placer sublime para Germana de Foix era la comida: su perdición fue, encadenándola a la obesidad–, un relajo su vida de un matrimonio de conveniencia a otro, plegada a los deseos reales, permítaseme esta frivolidad, seguro que pocos aceptarían hoy en día estas obligaciones para sus vidas.
No deberá pasar esta revisión histórica al olvido. No lo merece su autora ni lo merece su alteza la protagonista. Por inteligente, por pensar por sí misma y por valiente.
Quede subyacente ese enigma que se bosqueja en las postrimerías de la obra, referente al resultado de los encuentros íntimos entre Germana y su majestad imperial Carlos V.
¿Será verdad lo que insinúa?...
Amadeo Cobas
Es sencillo devolver a la vida personajes históricos –sobre todo si son secundarios en la Historia– para cubrirlos de una pátina de idealismo que los convierta en casi irrepetibles, que los revierta en un ejemplo de modernidad, unos adelantados a su tiempo. Es sencillo, sí. Intentarlo, claro. Porque lograrlo ya es otro cantar. Lograr que Germana de Foix, reina consorte de Aragón, virreina de Valencia, marquesa de Brandemburgo y duquesa de Calabria cobre vida, y verosimilitud lo que de ella se relata, es el propósito de Carmen Güell.
Y lo logra con solvencia.
Nos muestra la escritora a una reina que aunque se conforma –porque no le queda más remedio– con el rol que le toca desempeñar como mujer de su época (siglo XVI), siempre en segundo plano con respecto al hombre, se rebela al menos opinando en contra de las imposiciones masculinas que le toca sufrir; máxime en su caso, que como esposa del rey ya sabe lo que le toca: darle a Fernando el Católico un heredero. A ver si así consigue la estirpe Trastámara perpetuarse en el trono de Aragón y ¿quién sabe si algo más?... ¿Acaso no evidencia signos de locura Juana, la hija de su marido? A ver si no cómo se entiende que traslade los fétidos despojos de su fallecido esposo, Felipe el Hermoso, desde Burgos a Granada, en procesión nocturna que duró… ¡ocho meses! No, quizá sea excesivo considerar que Germana ansiaba darle a Fernando un vástago –varón, majestad, si a vos no os molesta, es de suponer que propondría algún consejero…– para la sucesión al frente de la corona de Aragón. No, estos intereses están alejados de la mente de la reina. La prueba es que ella misma confiesa que anhelaba tener un hijo, pero con una intención más loable: para mimarlo, malcriarlo y que él le dijera: te quiero, mamá.
Dentro del acierto general del tratamiento dado a la novela, destaca el uso de la narración en primera persona, acercando los pensamientos íntimos, las inquietudes de Germana de Foix ante el reto que se le presentaba: suceder a Isabel la Católica casándose con su viudo. Y su zozobra: «No podría evitar que me compararan con ella a cada momento»; y su deseo: «Ya me hubiera gustado poseer su misma energía y feminidad».
Porque no tuvo una papeleta fácil ni agradable. Ella, con sus puros 18 años, casada con Fernando el Católico, de 53 batallados años. Un viejo, perdido ya parte de su empuje físico a causa de los estragos de tanta guerra y tanta intriga, «calvo, de feo semblante y espalda encorvada», así lo describe la protagonista tras su primer encuentro. Eso sí, el rey aragonés no ha perdido ni un ápice de su artera sabiduría en materia diplomática y política: «La política, y sólo eso, era su vida, lo primero y lo único que le importaba de verdad». Estas conclusiones sacó Germana de sus primeros días de matrimonio…
Porque como mujer de su tiempo hubo de claudicar a las imposiciones reales en forma de boda de conveniencia. La primera impuesta por el rey de Francia para sellar una alianza con el rey de Aragón; la segunda y tercera por mandato del rey de las reunificadas Castilla y Aragón: Carlos I de España y V de Alemania.
Pero era sabia. Dando cabo a su vida, la protagonista de esta novela reflexiona y aplica esa innata sabiduría, aliada con su experiencia, para afirmar con rotundidad: «la felicidad no es vivir una pequeña vida sin embrollos, sin cometer fallos ni moverse. La felicidad consiste en aceptar la lucha, el esfuerzo, la duda y avanzar sorteando los escollos». Perspicaz máxima, a mi entender, aunque peligrosísima también para emitirla una fémina en esa Edad Moderna que le tocó vivir, por mucho que el Renacimiento porfiase por abrir ventanas en las obtusas mentalidades masculinas. No olvidemos que la Inquisición merodeaba para velar porque nadie desviase ideas heréticas –qué fácil debía de ser convertirse en reo de una conducta punible para el Santo Oficio–, so pena de aplicar un devenir cruento: humillación pública, potro de tortura, auto de fe…
Nos ofrece el primer plano de esta novela a una maravillosa actriz. Supo desempeñar su papel aunque la Historia la ocultó tras demasiados personajes principales. De ahí la libertad que disfruta Carmen Güell para apartar de arquetipos a Germana y darle visos de modernidad aunque, como la propia autora matiza en el epílogo, está «lejos de ser una heroína». Es verdad, quizá no lo fue en su época, pero lo es desde el momento en que resucita para cualquier lector que se adentre en esta amena forma de narrar, sucinta en floreos y nula en relleno vano, con la cadencia adecuada para paladear estos golosos manjares ofrecidos, a imagen de la reina –placer sublime para Germana de Foix era la comida: su perdición fue, encadenándola a la obesidad–, un relajo su vida de un matrimonio de conveniencia a otro, plegada a los deseos reales, permítaseme esta frivolidad, seguro que pocos aceptarían hoy en día estas obligaciones para sus vidas.
No deberá pasar esta revisión histórica al olvido. No lo merece su autora ni lo merece su alteza la protagonista. Por inteligente, por pensar por sí misma y por valiente.
Quede subyacente ese enigma que se bosqueja en las postrimerías de la obra, referente al resultado de los encuentros íntimos entre Germana y su majestad imperial Carlos V.
¿Será verdad lo que insinúa?...
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