Trad. Gema Moraleda. Nocturna, Madrid, 2011. 332 pp. 16 €
Sofía Rhei
Estoy algo tentada de simplificar hasta el punto de afirmar que hay dos tipos de maneras de narrar sucesos mágicos: una de ellas apuesta por sorprender, deslumbrar y hacer que el mundo real palidezca a su lado (lo que quizá signifique que la realidad es un leve consuelo y tan solo un soporte para la fantasía de la mente), la otra trata de definir cuidadosamente parámetros verosímiles, igual que la ciencia ficción más rigurosa, y hace que el mundo fantástico se imbrique con el real retroalimentándose el uno al otro, sin que nunca se sepa exactamente dónde está la línea. Este proceso, de alguna manera, hace más real la magia, y al mismo tiempo, más mágica la realidad. Hay que prestar atención a cada detalle en lugar de esperar explosiones de fuego violeta. A esta segunda categoría pertenece Diana Wynne Jones.
Lo que pasa es que no existen solo dos maneras de narrar la magia. Hay magia con muchos puntos en común con la física, como la que describen Eoin Colfer en su saga juvenil (lo sobrenatural como tecnología del subsuelo), Madeleine L'Engle en su soberbia serie teseráctica, Lev Grossman en la inquietante Los magos (el reverso psicoanalítico de C.S Lewis, o cómo tratar con verosimilitud los cuentos de hadas), o, con un sabor más irónico, la que practican los magos más jóvenes de la Universidad Invisible. De este tipo (una magia muy relacionada con el trabajo y el estudio) es también la descrita por Susanna Clarke en su Jonathan Strange. En ese libro la autora se ocupa de la magia masculina, el Las damas de Grace Adieu se dedica a la de las mujeres. Esta distinción ha sido muy trabajada por Sir Terry Pratchett, creador de la cabezología, especialmente en Ritos iguales.
Existe magia que llueve misteriosamente del cielo como la de las Luces del Norte de Phillip Pullman, en la que se entremezclan el destino y el deseo de apropiación del ser humano de lo que no le pertenece; magia que es poco más que tiempo o fantasía en su máxima expresión, como sucede en los dos libros más famosos de Michael Ende. hay magia darwinista, como la de Brandon Mull o Holly Black, con complejas genealogías de seres conectados con la naturaleza. Determinado tipo de magia brota directamente de los libros: Cornelia Funke, Jasper Fforde, La historia interminable; o de los cuentos tradicionales: Kelly Link, Gregory Maguire, Robin Mc Kinley, Javier Ruescas. Otra está directamente relacionada con las funciones del cuerpo, como la de Millroy el mago. Hay una fascinante magia relacionada con los objetos comunes, como la que encontramos en muchos cuentos de Andersen, la que abre las puertas de Narnia, Oz o Wonderland, como la que practican Mary Poppins y muchos personajes de Roald Dahl, y después tenemos, una especie de santería depurada, urbana y llena de sorpresas como la que describe la deslumbrante Rachel Pollack. Magia de la ciudad en tanto que ser vivo y complejo: Neverwhere (Gaiman), Nocturnia (Simon R. Green), New Crobuzon (Mieville), Galveston (Sean Stewart), Roncavarancolia (Cotrina).
Hay magia oscura, injusta, brutal (Larrabeiti), contundente y derivada del destino (Tolkien), o construida a partir de una lógica interna llevada a sus extremas consecuencias (Mundodisco). Magia psicológica, a veces perversa, es la de de Anne Rice, Jonathan Carroll, Lisa Tuttle. Magia de sueños, deseos y pesadillas, maravillosamente poética, la de Oscar Wilde, Ray Bradbury, Angela Carter, Steven Millhauser, Mijail Bulgákov, Mervin Peake, Theodore Sturgeon, Maria Gripe, Ana María Shua, Jane Yolen.
Sin llegar al extremo de su devoto Neil Gaiman, que afirma sin rubor que «Diana Wynne Jones is the best. The very best. Honest.», no me parece arriesgado decir que si tuviéramos que escoger entre todos estos maestros de la magia tan solo los fundamentales, los originarios, siguiendo el criterio de la novedad y brillantez de su manera de describir lo extraordinario, Diana Wynne Jones estaría indiscutiblemente junto a Shakespeare, Dante, Andersen, Carroll, Tolkien, Ende y Ursula K. Le Guin.
Por supuesto que los ríos de la literatura se entremezclan sin cesar, y así debe ser, porque de otro modo cada escritor tendría que reinventarlo todo desde cero y no avanzaríamos gran cosa. Cada género tiene sus propias marcas y motivos recurrentes. Pero así como J. K. Rowling o Terry Pratchett recogen todos los tópicos para jugar con ellos desde su óptica, Wynne Jones siempre se ha esforzado en hacer que sucedan cosas nuevas, por imperceptibles que parezcan. Por la portada me daba la impresión de que el texto podía tener puntos en común con Mundoespejo, de Mike Wilks. Pero me equivocaba. No hay nada previsible en esta escritora.
La magia que crea Diana Wynne Jones esta relacionada, siempre, con la naturalidad, con lo cotidiano. Es del tipo que emplean sus interesantísimas contemporáneas, también británicas, Joan Aiken y Vivien Alcock.
Wynne Jones nunca advierta a sus lectores con un "preparaos, que ahora viene algo especial". Los sucesos extraordinarios se narran con el mismo grado de excepcionalidad que la recogida de hortalizas (porque nunca se sabe si en esas hortalizas, o a través de ellas, acabaremos por descubrir un secreto memorable). En este sentido su táctica es la contraria a los pirotécnicos Pratchett y Rowling, que rodean cada momento clave con una cohorte de señales y presagios digna de las grandes superproducciones de Hollywood. Wynne Jones está más cercana a la extraordinaria Le Guin, al inteligente Sapkowski, al sutil Millhauser.
Al comenzar a leer Cristal embrujado un lector desprevenido podría pensar que se trata de un libro realista, de una de esas encantadoras novelas de ingleses excéntricos. De hecho, este libro escrito en 2010 tiene un estilo tan perfecto que podría haber sido escrito muchas décadas antes. Hay sutiles ecos de Wodehouse, tan depurados que se le pueden escapar al que lea rápido (nunca hay que correr ese riesgo con esta autora).
Sin embargo, al avanzar en la lectura, se van detectando pequeñas cosas que se han deslizado ligeramente, sutiles comentarios con implicaciones no exactamente naturales, curiosos comportamientos que no acabarían de tener sentido en el mundo estrictamente real.
«Hay que quitarse las gafas y limpiarlas cuando se quiere que la gente haga lo que uno ha dicho.»
Como si el tipo específico de magia que describe fuera algo completamente familiar para el lector, Wynne Jones avanza en la narración sin detenerse jamás a dar una explicación. No se preocupa en absoluto de cual debería ser o no ser la edad o la personalidad de su protagonista según los criterios del marketing. Le da igual que su libro lo lean niños de catorce o señoras de ochenta: casi no parece un libro de ficción, sino el testimonio semidocumental de una serie de personajes a cual más imprevisible (sin que resulten grotescos) en su mezcla de personalidades muy reales con acontecimientos bastante inusuales.
De hecho, la finura psicológica a la hora de describir los caracteres hace que estos resulten vívidos precisamente a causa de su alejamiento de los clichés. Llama la atención la hondura de Aidan, el personaje infantil, que a veces recuerda al Eric de las series de Crestomancia por su prudencia y madurez. Ya sabíamos, de todas formas, lo que Wynne Jones era capaz de hacer con personajes menores de edad después de La hora del fantasma.
La trama no responde a ningún esquema tradicional, no está troquelada con patrones de iniciación, desafío, pérdida o injusticia. De hecho, hay dos protagonistas que tienen exactamente el mismo peso en el libro, malabarismo que a muy poca gente le sale bien.
Aidan es un niño cuyo nombre solo pueden pronunciar las buenas personas. Andrew es un adulto, un despistado profesor al que le cuesta tomar las riendas de su vida. Para él la magia es, literalmente, una molesta herencia de la que tiene que responsabilizarse. Por supuesto que cree en ella, siempre ha sabido que estaba allí mismo, pero no le causa demasiada admiración. Sin llegar a ser tan descreído como la familia a la que tiene que enfrentarse el pobre fantasma de Cantervile, Andrew no está dispuesto a que ningún fenómeno extraño le convenza de cosas que no son.
Según avanza la novela descubrimos un juego de personajes a los que ya conocíamos, pero que no se parecen necesariamente a lo que recordábamos de otras veces. O sí se parecen, y en realidad lo que estamos viendo ahora es su verdadera realidad, desprovista de "glamoures" varios.
Este libro, como todos los que he leído de esta autora, merece la pena ser releído. Es un sitio al que volver, un lugar con una entidad casi tangible. Alguien puede preguntarse que cómo es posible que los libros de Harry Potter se vendan por miles millones y los de Wynne Jones, si tan buena es, tengan una difusión mucho menor. Una de las respuestas es que los libros de Rowling son más fáciles de leer, en el sentido de que tienen una acción más vívida y proporcionan emociones más fuertes. El mal está mucho más presente en ellos. Contienen muchísimo más espectáculo. Y, desde luego, requieren muchísima menos colaboración por parte del lector. Le dan un camino ya trazado. Si te saltas un par de párrafos aquí y allá tampoco es demasiado grave. Sin embargo, Diana no te deja pasar ni una.
Por otra parte, paradójicamente, los chispeantes hechizos de Hogwarts solo existen unos cuantos momentos en la vida, mientras dura ese arco de fascinación. Después solo nos queda su recuerdo. Sin embargo, la magia cotidiana de Diana Wynne Jones, muchísimo más sutil, resucita cada vez que nos demos cuenta de que alguien se ha quitado las gafas al tratar de convencernos de algo. Una vez que entramos en ella, ya nunca desaparece por completo.
Sofía Rhei
Estoy algo tentada de simplificar hasta el punto de afirmar que hay dos tipos de maneras de narrar sucesos mágicos: una de ellas apuesta por sorprender, deslumbrar y hacer que el mundo real palidezca a su lado (lo que quizá signifique que la realidad es un leve consuelo y tan solo un soporte para la fantasía de la mente), la otra trata de definir cuidadosamente parámetros verosímiles, igual que la ciencia ficción más rigurosa, y hace que el mundo fantástico se imbrique con el real retroalimentándose el uno al otro, sin que nunca se sepa exactamente dónde está la línea. Este proceso, de alguna manera, hace más real la magia, y al mismo tiempo, más mágica la realidad. Hay que prestar atención a cada detalle en lugar de esperar explosiones de fuego violeta. A esta segunda categoría pertenece Diana Wynne Jones.
Lo que pasa es que no existen solo dos maneras de narrar la magia. Hay magia con muchos puntos en común con la física, como la que describen Eoin Colfer en su saga juvenil (lo sobrenatural como tecnología del subsuelo), Madeleine L'Engle en su soberbia serie teseráctica, Lev Grossman en la inquietante Los magos (el reverso psicoanalítico de C.S Lewis, o cómo tratar con verosimilitud los cuentos de hadas), o, con un sabor más irónico, la que practican los magos más jóvenes de la Universidad Invisible. De este tipo (una magia muy relacionada con el trabajo y el estudio) es también la descrita por Susanna Clarke en su Jonathan Strange. En ese libro la autora se ocupa de la magia masculina, el Las damas de Grace Adieu se dedica a la de las mujeres. Esta distinción ha sido muy trabajada por Sir Terry Pratchett, creador de la cabezología, especialmente en Ritos iguales.
Existe magia que llueve misteriosamente del cielo como la de las Luces del Norte de Phillip Pullman, en la que se entremezclan el destino y el deseo de apropiación del ser humano de lo que no le pertenece; magia que es poco más que tiempo o fantasía en su máxima expresión, como sucede en los dos libros más famosos de Michael Ende. hay magia darwinista, como la de Brandon Mull o Holly Black, con complejas genealogías de seres conectados con la naturaleza. Determinado tipo de magia brota directamente de los libros: Cornelia Funke, Jasper Fforde, La historia interminable; o de los cuentos tradicionales: Kelly Link, Gregory Maguire, Robin Mc Kinley, Javier Ruescas. Otra está directamente relacionada con las funciones del cuerpo, como la de Millroy el mago. Hay una fascinante magia relacionada con los objetos comunes, como la que encontramos en muchos cuentos de Andersen, la que abre las puertas de Narnia, Oz o Wonderland, como la que practican Mary Poppins y muchos personajes de Roald Dahl, y después tenemos, una especie de santería depurada, urbana y llena de sorpresas como la que describe la deslumbrante Rachel Pollack. Magia de la ciudad en tanto que ser vivo y complejo: Neverwhere (Gaiman), Nocturnia (Simon R. Green), New Crobuzon (Mieville), Galveston (Sean Stewart), Roncavarancolia (Cotrina).
Hay magia oscura, injusta, brutal (Larrabeiti), contundente y derivada del destino (Tolkien), o construida a partir de una lógica interna llevada a sus extremas consecuencias (Mundodisco). Magia psicológica, a veces perversa, es la de de Anne Rice, Jonathan Carroll, Lisa Tuttle. Magia de sueños, deseos y pesadillas, maravillosamente poética, la de Oscar Wilde, Ray Bradbury, Angela Carter, Steven Millhauser, Mijail Bulgákov, Mervin Peake, Theodore Sturgeon, Maria Gripe, Ana María Shua, Jane Yolen.
Sin llegar al extremo de su devoto Neil Gaiman, que afirma sin rubor que «Diana Wynne Jones is the best. The very best. Honest.», no me parece arriesgado decir que si tuviéramos que escoger entre todos estos maestros de la magia tan solo los fundamentales, los originarios, siguiendo el criterio de la novedad y brillantez de su manera de describir lo extraordinario, Diana Wynne Jones estaría indiscutiblemente junto a Shakespeare, Dante, Andersen, Carroll, Tolkien, Ende y Ursula K. Le Guin.
Por supuesto que los ríos de la literatura se entremezclan sin cesar, y así debe ser, porque de otro modo cada escritor tendría que reinventarlo todo desde cero y no avanzaríamos gran cosa. Cada género tiene sus propias marcas y motivos recurrentes. Pero así como J. K. Rowling o Terry Pratchett recogen todos los tópicos para jugar con ellos desde su óptica, Wynne Jones siempre se ha esforzado en hacer que sucedan cosas nuevas, por imperceptibles que parezcan. Por la portada me daba la impresión de que el texto podía tener puntos en común con Mundoespejo, de Mike Wilks. Pero me equivocaba. No hay nada previsible en esta escritora.
La magia que crea Diana Wynne Jones esta relacionada, siempre, con la naturalidad, con lo cotidiano. Es del tipo que emplean sus interesantísimas contemporáneas, también británicas, Joan Aiken y Vivien Alcock.
Wynne Jones nunca advierta a sus lectores con un "preparaos, que ahora viene algo especial". Los sucesos extraordinarios se narran con el mismo grado de excepcionalidad que la recogida de hortalizas (porque nunca se sabe si en esas hortalizas, o a través de ellas, acabaremos por descubrir un secreto memorable). En este sentido su táctica es la contraria a los pirotécnicos Pratchett y Rowling, que rodean cada momento clave con una cohorte de señales y presagios digna de las grandes superproducciones de Hollywood. Wynne Jones está más cercana a la extraordinaria Le Guin, al inteligente Sapkowski, al sutil Millhauser.
Al comenzar a leer Cristal embrujado un lector desprevenido podría pensar que se trata de un libro realista, de una de esas encantadoras novelas de ingleses excéntricos. De hecho, este libro escrito en 2010 tiene un estilo tan perfecto que podría haber sido escrito muchas décadas antes. Hay sutiles ecos de Wodehouse, tan depurados que se le pueden escapar al que lea rápido (nunca hay que correr ese riesgo con esta autora).
Sin embargo, al avanzar en la lectura, se van detectando pequeñas cosas que se han deslizado ligeramente, sutiles comentarios con implicaciones no exactamente naturales, curiosos comportamientos que no acabarían de tener sentido en el mundo estrictamente real.
«Hay que quitarse las gafas y limpiarlas cuando se quiere que la gente haga lo que uno ha dicho.»
Como si el tipo específico de magia que describe fuera algo completamente familiar para el lector, Wynne Jones avanza en la narración sin detenerse jamás a dar una explicación. No se preocupa en absoluto de cual debería ser o no ser la edad o la personalidad de su protagonista según los criterios del marketing. Le da igual que su libro lo lean niños de catorce o señoras de ochenta: casi no parece un libro de ficción, sino el testimonio semidocumental de una serie de personajes a cual más imprevisible (sin que resulten grotescos) en su mezcla de personalidades muy reales con acontecimientos bastante inusuales.
De hecho, la finura psicológica a la hora de describir los caracteres hace que estos resulten vívidos precisamente a causa de su alejamiento de los clichés. Llama la atención la hondura de Aidan, el personaje infantil, que a veces recuerda al Eric de las series de Crestomancia por su prudencia y madurez. Ya sabíamos, de todas formas, lo que Wynne Jones era capaz de hacer con personajes menores de edad después de La hora del fantasma.
La trama no responde a ningún esquema tradicional, no está troquelada con patrones de iniciación, desafío, pérdida o injusticia. De hecho, hay dos protagonistas que tienen exactamente el mismo peso en el libro, malabarismo que a muy poca gente le sale bien.
Aidan es un niño cuyo nombre solo pueden pronunciar las buenas personas. Andrew es un adulto, un despistado profesor al que le cuesta tomar las riendas de su vida. Para él la magia es, literalmente, una molesta herencia de la que tiene que responsabilizarse. Por supuesto que cree en ella, siempre ha sabido que estaba allí mismo, pero no le causa demasiada admiración. Sin llegar a ser tan descreído como la familia a la que tiene que enfrentarse el pobre fantasma de Cantervile, Andrew no está dispuesto a que ningún fenómeno extraño le convenza de cosas que no son.
Según avanza la novela descubrimos un juego de personajes a los que ya conocíamos, pero que no se parecen necesariamente a lo que recordábamos de otras veces. O sí se parecen, y en realidad lo que estamos viendo ahora es su verdadera realidad, desprovista de "glamoures" varios.
Este libro, como todos los que he leído de esta autora, merece la pena ser releído. Es un sitio al que volver, un lugar con una entidad casi tangible. Alguien puede preguntarse que cómo es posible que los libros de Harry Potter se vendan por miles millones y los de Wynne Jones, si tan buena es, tengan una difusión mucho menor. Una de las respuestas es que los libros de Rowling son más fáciles de leer, en el sentido de que tienen una acción más vívida y proporcionan emociones más fuertes. El mal está mucho más presente en ellos. Contienen muchísimo más espectáculo. Y, desde luego, requieren muchísima menos colaboración por parte del lector. Le dan un camino ya trazado. Si te saltas un par de párrafos aquí y allá tampoco es demasiado grave. Sin embargo, Diana no te deja pasar ni una.
Por otra parte, paradójicamente, los chispeantes hechizos de Hogwarts solo existen unos cuantos momentos en la vida, mientras dura ese arco de fascinación. Después solo nos queda su recuerdo. Sin embargo, la magia cotidiana de Diana Wynne Jones, muchísimo más sutil, resucita cada vez que nos demos cuenta de que alguien se ha quitado las gafas al tratar de convencernos de algo. Una vez que entramos en ella, ya nunca desaparece por completo.
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