Alfaguara, Madrid, 2011. 155 pp. 17 €
Ignacio Sanz
Para empezar, este espléndido libro de doce relatos y una fábula, rinde homenaje en una nota aclaratoria al gran cuentista socarrón Antonio Pereira, ese clásico semioculto entre el bálago editorial que nos dejó en el 2009. Es una manera preciosa de comenzar la lectura y de situarnos en los que ha de venir. No es la primera vez que Llamazares aúpa a su paisano, un gesto generoso que, teniendo en cuenta la difusa invisibilidad en la que se movió Pereira, lo engrandece. Una vez más.
En esa nota inicial, el autor habla del nihilismo que atraviesa la médula de estos cuentos como parte de una de sus constantes literarias. En efecto, el nihilismo está latente en este ramillete de cuentos, pero también la melancolía poética y cierta ráfagas de humor que los hacen más transitables. Y un desasosiego creciente que aparece, sobre todo, en “Un cuento de encargo”. Y la pasión por la narración pura, por el gusto de contar y contar que está presente en todos.
En algún momento, mientras leía, me he sentido recostado en un escaño, en La Puebla de Lillo o en La Mata oyendo la voz grave de Llamazares, como si estuviéramos en una vieja cocina, al calor de la lumbre pero, sobre todo, al hilo de las palabras que alimentaron los filandones de su tierra. Por ejemplo, ese eco a los filandones aparece claramente en “Las campanas de Cuerna”, “Música en la oscuridad” o “Médico en la noche”. Tiene uno la sensación de que estos cuentos podrían ser trasunto de la realidad, crónica de la biografía del propio autor. También he escuchado el eco lejano de don Pío Baroja en el ritmo de la prosa, pero también en el trasfondo ideológico algunos personajes, en concreto, en aquellos cuentos alentados por personajes que resultan esquivos al sistema, ajenos a los principios dominantes del mercado. Y, cómo no, también revolotea por ahí el Camus de El extranjero”.
La primera ocupación literaria de Julio Llamazares fue la poesía. Algunos de estos relatos escritos en prosa, son poesía destilada. Por ejemplo “El lilar de las monjas” o “A Primout no vuelve nadie”, un homenaje al poeta Ángel González. Qué maravilla. Se nos queda el libro entre las manos y el pensamiento viaja hasta aquella aldea remota y olvidada de los Picos de Europa, donde el poeta asturiano comenzó su vida laboral como maestro y donde vuelve 50 años después, contraviniendo el diagnóstico del viejo alcalde. Y nos enlaza con otra de las preocupaciones de Llamazares, los pueblos abandonados, esos pueblos que un día alentaron vida y donde ahora campa el olvido y la desolación. Julio sabe bien de lo que habla.
En definitiva, aquí está resumido el mundo de Llamazares, la reflexión metaliteraria, los maquis que aparecieron en “Luna de lobos”, su primera novela, los pueblos abandonados de su mítica “La lluvia amarilla”, la gesta legendaria del futbolista Djukic, la mirada poética sobre una realidad cruda y desasosegante. Como la vida misma, esa vida que inútilmente perderemos, pero que, gracias a relatos de este calibre se hace menos áspera, más transitable.
Y para cierre, esa fábula, apenas siete líneas, titulada “El día de mañana” y que, como “La novela brasileña” de Pereira, nos deja con el pensamiento cabalgando y cabalgando, como si saboreáramos un caramelo de largo aliento. Como los grandes vinos.
Ignacio Sanz
Para empezar, este espléndido libro de doce relatos y una fábula, rinde homenaje en una nota aclaratoria al gran cuentista socarrón Antonio Pereira, ese clásico semioculto entre el bálago editorial que nos dejó en el 2009. Es una manera preciosa de comenzar la lectura y de situarnos en los que ha de venir. No es la primera vez que Llamazares aúpa a su paisano, un gesto generoso que, teniendo en cuenta la difusa invisibilidad en la que se movió Pereira, lo engrandece. Una vez más.
En esa nota inicial, el autor habla del nihilismo que atraviesa la médula de estos cuentos como parte de una de sus constantes literarias. En efecto, el nihilismo está latente en este ramillete de cuentos, pero también la melancolía poética y cierta ráfagas de humor que los hacen más transitables. Y un desasosiego creciente que aparece, sobre todo, en “Un cuento de encargo”. Y la pasión por la narración pura, por el gusto de contar y contar que está presente en todos.
En algún momento, mientras leía, me he sentido recostado en un escaño, en La Puebla de Lillo o en La Mata oyendo la voz grave de Llamazares, como si estuviéramos en una vieja cocina, al calor de la lumbre pero, sobre todo, al hilo de las palabras que alimentaron los filandones de su tierra. Por ejemplo, ese eco a los filandones aparece claramente en “Las campanas de Cuerna”, “Música en la oscuridad” o “Médico en la noche”. Tiene uno la sensación de que estos cuentos podrían ser trasunto de la realidad, crónica de la biografía del propio autor. También he escuchado el eco lejano de don Pío Baroja en el ritmo de la prosa, pero también en el trasfondo ideológico algunos personajes, en concreto, en aquellos cuentos alentados por personajes que resultan esquivos al sistema, ajenos a los principios dominantes del mercado. Y, cómo no, también revolotea por ahí el Camus de El extranjero”.
La primera ocupación literaria de Julio Llamazares fue la poesía. Algunos de estos relatos escritos en prosa, son poesía destilada. Por ejemplo “El lilar de las monjas” o “A Primout no vuelve nadie”, un homenaje al poeta Ángel González. Qué maravilla. Se nos queda el libro entre las manos y el pensamiento viaja hasta aquella aldea remota y olvidada de los Picos de Europa, donde el poeta asturiano comenzó su vida laboral como maestro y donde vuelve 50 años después, contraviniendo el diagnóstico del viejo alcalde. Y nos enlaza con otra de las preocupaciones de Llamazares, los pueblos abandonados, esos pueblos que un día alentaron vida y donde ahora campa el olvido y la desolación. Julio sabe bien de lo que habla.
En definitiva, aquí está resumido el mundo de Llamazares, la reflexión metaliteraria, los maquis que aparecieron en “Luna de lobos”, su primera novela, los pueblos abandonados de su mítica “La lluvia amarilla”, la gesta legendaria del futbolista Djukic, la mirada poética sobre una realidad cruda y desasosegante. Como la vida misma, esa vida que inútilmente perderemos, pero que, gracias a relatos de este calibre se hace menos áspera, más transitable.
Y para cierre, esa fábula, apenas siete líneas, titulada “El día de mañana” y que, como “La novela brasileña” de Pereira, nos deja con el pensamiento cabalgando y cabalgando, como si saboreáramos un caramelo de largo aliento. Como los grandes vinos.
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