Trad. Agustina Luengo. Acantilado, Barceona, 2010. 416 pp. 24 €
Luis Manuel Ruiz
Existen tantas modalidades de libros de viaje como viajes en sí, pero pienso fundamentalmente en dos. En una, extrovertida, el autor, que es también el peregrino, registra todo cuanto le ha acontecido durante su periplo, sin dejar de consignar, casi notarialmente, el sabor de las comidas, el número de chinches de cada colchón y las conversaciones con las gentes que ha ido encontrando en cada paso; en el otro, más concentrado, el viaje en realidad es sólo un pretexto para una ensalada de recuerdos personales, lecturas, conjeturas peregrinas o no, que se van sumando a la descripción del recorrido y le prestan sostén y variedad. Autor del primer tipo sería, por ejemplo, Paul Theroux; del segundo tenemos muestras excelentes en las monografías sobre ciudades de Paul Morand y, sobre todo, en Patrick Leigh Fermor. No hace tanto que se reeditó su excursión épica, a pie, de Londres a Constantinopla, con los títulos sucesivos de El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua (Península, 2001 y 2004, respectivamente), y que se nos ofreció la oportunidad de comprobar qué personalísima alquimia de elementos integran para él la crónica de viajes. Dichos ingredientes incluyen la investigación antropológica, el retrato de personajes, el paisajismo, la digresión en todo lo más variado, sabroso y profundo que dicho término pueda significar, el brillo de la prosa, la filología, los estudios estéticos, el humor, la gratitud de estar en el mundo, de que haya un mundo y uno lo pueda recorrer para escribir libros. Leyendo los acendrados y casi perfectos relatos de Leigh Fermor, uno tiene la sospecha de que el viaje no constituye más que una coartada: el fin verdadero no es conocer otras latitudes, sino servirse de ellas para la literatura.
En esta ocasión, el autor nos conduce a un rincón poco transitado por las guías turísticas del que, según es común en su vena, él es capaz de entresacar paletadas y más paletadas de anécdotas, referencias eruditas y postales de relumbrón. Para el lego, Grecia es islas, yogures, casitas pintadas del color de los pitufos, bailes en círculo y un par de equipos de fútbol y baloncesto; para la persona leída, la sombra apabullante de los grandes filósofos, los estadistas y los trágicos del mármol, amén de una raza de bigotes que ha dado poetas y cineastas de cierto prestigio. Pero hay más: oculto en una de la penínsulas del sur del Peloponeso que la civilización apenas ha rozado, existe un exótico universo en miniatura de pasión, violencia y atavismo. Mani (tal es su nombre, derivado quizá del título de cierto castillo fundado durante el reino franco llamado Magne) ocupa imprecisamente las tres o cuatro puntas de tierra más meridionales de la Grecia continental, y es patria de hombres rudos y hermosos, jamás romanizados, opositores de un imperio turco que tampoco logró asimilarlos y no convertidos al cristianismo hasta la fecha sorprendente del siglo VI o VII después de Cristo. El territorio que Leigh Fermor recorre en este libro no abarca más de unos pocos centímetros sobre el mapa; ello contrasta con la inmensidad de la información que aporta y la amplitud de su visión: casi con un vértigo, el lector es arrastrado del último Bizancio de los Paleólogos a las formas más populares del canto fúnebre, puramente orales, de las luchas intestinas entre clanes mediterráneos a la diáspora griega por Córcega y las Baleares, de la entrada al infierno antiguo a través de cuevas y recovecos minerales a la participación de poetas del norte en la Guerra de la Independencia helénica. Y sobre todo ello gravita, envasado en el pulcro estilo del autor, el paisaje crudo del último Peloponeso, una desnudez casi abstracta que se compone exclusivamente de costas a pico, llanuras de sal y rocas peladas. Y de las que un excelente escritor de viajes sabe hacer fluir, como la piedra de Moisés, todo un manantial de aguas felices, que aquí son felices horas de lectura.
Luis Manuel Ruiz
Existen tantas modalidades de libros de viaje como viajes en sí, pero pienso fundamentalmente en dos. En una, extrovertida, el autor, que es también el peregrino, registra todo cuanto le ha acontecido durante su periplo, sin dejar de consignar, casi notarialmente, el sabor de las comidas, el número de chinches de cada colchón y las conversaciones con las gentes que ha ido encontrando en cada paso; en el otro, más concentrado, el viaje en realidad es sólo un pretexto para una ensalada de recuerdos personales, lecturas, conjeturas peregrinas o no, que se van sumando a la descripción del recorrido y le prestan sostén y variedad. Autor del primer tipo sería, por ejemplo, Paul Theroux; del segundo tenemos muestras excelentes en las monografías sobre ciudades de Paul Morand y, sobre todo, en Patrick Leigh Fermor. No hace tanto que se reeditó su excursión épica, a pie, de Londres a Constantinopla, con los títulos sucesivos de El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua (Península, 2001 y 2004, respectivamente), y que se nos ofreció la oportunidad de comprobar qué personalísima alquimia de elementos integran para él la crónica de viajes. Dichos ingredientes incluyen la investigación antropológica, el retrato de personajes, el paisajismo, la digresión en todo lo más variado, sabroso y profundo que dicho término pueda significar, el brillo de la prosa, la filología, los estudios estéticos, el humor, la gratitud de estar en el mundo, de que haya un mundo y uno lo pueda recorrer para escribir libros. Leyendo los acendrados y casi perfectos relatos de Leigh Fermor, uno tiene la sospecha de que el viaje no constituye más que una coartada: el fin verdadero no es conocer otras latitudes, sino servirse de ellas para la literatura.
En esta ocasión, el autor nos conduce a un rincón poco transitado por las guías turísticas del que, según es común en su vena, él es capaz de entresacar paletadas y más paletadas de anécdotas, referencias eruditas y postales de relumbrón. Para el lego, Grecia es islas, yogures, casitas pintadas del color de los pitufos, bailes en círculo y un par de equipos de fútbol y baloncesto; para la persona leída, la sombra apabullante de los grandes filósofos, los estadistas y los trágicos del mármol, amén de una raza de bigotes que ha dado poetas y cineastas de cierto prestigio. Pero hay más: oculto en una de la penínsulas del sur del Peloponeso que la civilización apenas ha rozado, existe un exótico universo en miniatura de pasión, violencia y atavismo. Mani (tal es su nombre, derivado quizá del título de cierto castillo fundado durante el reino franco llamado Magne) ocupa imprecisamente las tres o cuatro puntas de tierra más meridionales de la Grecia continental, y es patria de hombres rudos y hermosos, jamás romanizados, opositores de un imperio turco que tampoco logró asimilarlos y no convertidos al cristianismo hasta la fecha sorprendente del siglo VI o VII después de Cristo. El territorio que Leigh Fermor recorre en este libro no abarca más de unos pocos centímetros sobre el mapa; ello contrasta con la inmensidad de la información que aporta y la amplitud de su visión: casi con un vértigo, el lector es arrastrado del último Bizancio de los Paleólogos a las formas más populares del canto fúnebre, puramente orales, de las luchas intestinas entre clanes mediterráneos a la diáspora griega por Córcega y las Baleares, de la entrada al infierno antiguo a través de cuevas y recovecos minerales a la participación de poetas del norte en la Guerra de la Independencia helénica. Y sobre todo ello gravita, envasado en el pulcro estilo del autor, el paisaje crudo del último Peloponeso, una desnudez casi abstracta que se compone exclusivamente de costas a pico, llanuras de sal y rocas peladas. Y de las que un excelente escritor de viajes sabe hacer fluir, como la piedra de Moisés, todo un manantial de aguas felices, que aquí son felices horas de lectura.
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