Trad. y Prol. Daniel Aguirre. Lumen, Barcelona, 2009. 192 pp. 16.90 €
José Luis Gómez Toré
El octogenario John Ashbery (Nueva York, 1927) es no sólo uno de los grandes nombres de la poesía norteamericana, sino asimismo una referencia ineludible en la lírica actual, que sigue encontrando nuevos lectores (y no pocos discípulos) entre los jóvenes (no resulta, por ejemplo, nada difícil detectar una veta claramente ashberiana en la última poesía española).
Un país mundano está lejos de la ambición de poemarios como Autorretrato en un espejo convexo o Tres poemas, pero ello no significa que sea un libro menor. La escritura de Ashbery nos ofrece ahora una peculiar poesía de senectute, que destila una melancolía que corteja valientemente lo sentimental y que se constituye a menudo como una serie de incursiones furtivas en el territorio de la memoria. Con todo, Ashbery sigue siendo Ashbery y así la melancolía se ve tamizada por una mirada irónica, que unas veces impide caer en el pathos de lo abiertamente elegíaco pero que otras encuentra un inesperado aliado en ese velada tristeza que nos obliga a mirar las solicitaciones de la realidad con cierta prudente distancia. Ironía y melancolía son así dos caras de una misma visión, que no sólo retrata el paisaje mental del yo poético sino asimismo el exterior con el que dialoga ese yo precario. El entorno revela un paisaje social que es también un paisaje lingüístico. Como suele suceder en Ashbery, la lengua que nutre el poema es una lengua que toma sus materiales de muy diversas fuentes, que bebe tanto en la tradición literaria como en el habla coloquial, en lo que en otro tiempo se llamó alta cultura como en la cultura popular (consciente de que tanto los tesoros como la basura pueden encontrarse en uno y otro ámbito: «un mero comentario sobre el estercolero de lugares comunes/ de los ágiles pensamientos literarios. Con todo, aquí y allá una joya/ relució, oscura fantasía de la noche, terminada antes de empezar»). Es la lengua de Ashbery una lengua democrática, en la tradición de Whitman y otros poetas norteamericanos, pero en la que la polifonía ya no descansa sobre un ideal o una armonía subyacente, sino sobre una realidad fragmentada. Resulta ocioso insistir en los vínculos de Ashbery con lo que se ha venido a llamar la condición postmoderna, pero quizá no está de más señalar que ante la imposibilidad de hilar un discurso que nos devuelva la ilusión de la totalidad, la lucidez de esta escritura reconoce que la renuncia al todo es tanto una liberación como una pérdida, que impulsa paradójicamente al mismo tiempo a la celebración y al duelo. La renuncia a lo Sublime Americano, por citar la referencia irónica de Wallace Stevens, nos deja atisbar asimismo que tal vez melancolía e ironía acompañan siempre a una conciencia democrática, tal vez porque la democracia es por definición imperfecta.
El fragmentarismo de la escritura ashberiana se alia aquí con el fragmentarismo de la memoria, en un continuo movimiento entre el presente y el pasado. El yo descansa así en una precaria conciencia de sí mismo, en la necesidad de construir una y otra vez su propio relato, sabedor siempre de que se le hurtan importantes partes de esa historia que es su propia realidad. El autorretrato se refleja ahora en un espejo roto, ante el cual caben pocas complacencias: «Yo imaginaba hermanas, cómo domina una puerta/ la larga vida de uno, que solo al final llega/ a una "insensata coherencia",/ y para entonces ya ha pasado todas/ las objeciones razonables,/ y está solo». En algún momento, la experiencia del tiempo recuerda al Eliot de los Cuatro Cuartetos pero sin el consuelo, siquiera precario, de un horizonte de trascendencia: «una academia/ por donde desfilan perdedores, y el presente es irredento,/ y todas las frutas son de temporada». Nada es gratis en el mercado del mundo y por toda elección hay que pagar un precio que a menudo ignoramos ("y había un impuesto oculto en todo esto"). Con todo, si la memoria ofrece un largo inventario de pérdidas y de enigmas, el vigor de la escritura de Ashbery se impone: «¿Con hambre aún? Sigue leyendo». Hambre de poesía y de vida, que siguen despertando y saciando sus poemas.
José Luis Gómez Toré
El octogenario John Ashbery (Nueva York, 1927) es no sólo uno de los grandes nombres de la poesía norteamericana, sino asimismo una referencia ineludible en la lírica actual, que sigue encontrando nuevos lectores (y no pocos discípulos) entre los jóvenes (no resulta, por ejemplo, nada difícil detectar una veta claramente ashberiana en la última poesía española).
Un país mundano está lejos de la ambición de poemarios como Autorretrato en un espejo convexo o Tres poemas, pero ello no significa que sea un libro menor. La escritura de Ashbery nos ofrece ahora una peculiar poesía de senectute, que destila una melancolía que corteja valientemente lo sentimental y que se constituye a menudo como una serie de incursiones furtivas en el territorio de la memoria. Con todo, Ashbery sigue siendo Ashbery y así la melancolía se ve tamizada por una mirada irónica, que unas veces impide caer en el pathos de lo abiertamente elegíaco pero que otras encuentra un inesperado aliado en ese velada tristeza que nos obliga a mirar las solicitaciones de la realidad con cierta prudente distancia. Ironía y melancolía son así dos caras de una misma visión, que no sólo retrata el paisaje mental del yo poético sino asimismo el exterior con el que dialoga ese yo precario. El entorno revela un paisaje social que es también un paisaje lingüístico. Como suele suceder en Ashbery, la lengua que nutre el poema es una lengua que toma sus materiales de muy diversas fuentes, que bebe tanto en la tradición literaria como en el habla coloquial, en lo que en otro tiempo se llamó alta cultura como en la cultura popular (consciente de que tanto los tesoros como la basura pueden encontrarse en uno y otro ámbito: «un mero comentario sobre el estercolero de lugares comunes/ de los ágiles pensamientos literarios. Con todo, aquí y allá una joya/ relució, oscura fantasía de la noche, terminada antes de empezar»). Es la lengua de Ashbery una lengua democrática, en la tradición de Whitman y otros poetas norteamericanos, pero en la que la polifonía ya no descansa sobre un ideal o una armonía subyacente, sino sobre una realidad fragmentada. Resulta ocioso insistir en los vínculos de Ashbery con lo que se ha venido a llamar la condición postmoderna, pero quizá no está de más señalar que ante la imposibilidad de hilar un discurso que nos devuelva la ilusión de la totalidad, la lucidez de esta escritura reconoce que la renuncia al todo es tanto una liberación como una pérdida, que impulsa paradójicamente al mismo tiempo a la celebración y al duelo. La renuncia a lo Sublime Americano, por citar la referencia irónica de Wallace Stevens, nos deja atisbar asimismo que tal vez melancolía e ironía acompañan siempre a una conciencia democrática, tal vez porque la democracia es por definición imperfecta.
El fragmentarismo de la escritura ashberiana se alia aquí con el fragmentarismo de la memoria, en un continuo movimiento entre el presente y el pasado. El yo descansa así en una precaria conciencia de sí mismo, en la necesidad de construir una y otra vez su propio relato, sabedor siempre de que se le hurtan importantes partes de esa historia que es su propia realidad. El autorretrato se refleja ahora en un espejo roto, ante el cual caben pocas complacencias: «Yo imaginaba hermanas, cómo domina una puerta/ la larga vida de uno, que solo al final llega/ a una "insensata coherencia",/ y para entonces ya ha pasado todas/ las objeciones razonables,/ y está solo». En algún momento, la experiencia del tiempo recuerda al Eliot de los Cuatro Cuartetos pero sin el consuelo, siquiera precario, de un horizonte de trascendencia: «una academia/ por donde desfilan perdedores, y el presente es irredento,/ y todas las frutas son de temporada». Nada es gratis en el mercado del mundo y por toda elección hay que pagar un precio que a menudo ignoramos ("y había un impuesto oculto en todo esto"). Con todo, si la memoria ofrece un largo inventario de pérdidas y de enigmas, el vigor de la escritura de Ashbery se impone: «¿Con hambre aún? Sigue leyendo». Hambre de poesía y de vida, que siguen despertando y saciando sus poemas.
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